Michel Henry - Lo que la ciencia no sabe
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- Libro:Lo que la ciencia no sabe
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2016
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Lo que la ciencia no sabe: resumen, descripción y anotación
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«Al paso que siguen los progresos de la ciencia, muy pronto, la moral, la metafísica y la religión no serán más que remedios transitorios. ¿No es la ciencia el único conocimiento verdadero?». Esta opinión tan corriente, se ve apoyada por los notables logros que están alcanzando la Biología y la informática. Tanto es así, que algunos visionarios nos aseguran que conoceremos… y controlaremos científicamente los mecanismos que rigen la personalidad del propio ser humano. Pero entonces ¿qué ocurrirá con la libertad del hombre, si su pensamiento y su sensibilidad se reducen a simples objetos del saber? Publicamos aquí el punto de vista del filósofo Michel Henry, autor de dos libros, La Barbarie (Grasset, 1987) y Voir l’invisible (F. Bourin, 1988), en los que afirma la complementariedad irreductible de la ciencia y el arte.
Este breve ensayo fue publicado, en marzo de 1989, en el n. 208 de la revista francesa especializada La Recherche, y, posteriormente, en septiembre del mismo año, en el n. 91 de Mundo Científico, versión española de la revista gala.
Michel Henry
ePub r1.1
Titivillus 30.04.16
Título original: Ce que la science ne sait pas
Michel Henry, 1989
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
«Dios es la ciencia», decía Yvon Belaval, dando a entender con ello que la segunda había sustituido al primero: es la ciencia la que hoy detenta el saber, todo el saber concebible; y el Poder, todo el poder alcanzable por el hombre en este mundo. Porque lo cierto es que no sabríamos actuar sobre nuestro mundo si no conociéramos sus leyes. A este respecto, los progresos aterradores (con todas las connotaciones que entraña este calificativo) de la técnica, que prolonga el desarrollo científico y se apoya constantemente en él, son la espectacular ilustración de una mutación teórica y práctica que, ya desde ahora, quiere confiar al conocimiento objetivo de la naturaleza material el destino del hombre. En efecto, si en medio de esta característica de modernidad —el desmoronamiento de todas las creencias y de todos los valores— subsiste alguna creencia es, precisamente, esta: la de que el saber científico constituye la única y verdadera forma del saber auténtico, verídico, objetivo; y que, por consiguiente, en él ha de basarse y guiarse la acción humana.
Ahora bien, en su relación con la ética, este saber exclusivo deja asomar extraños puntos débiles. A la ética se le exige, al menos, dos cosas: a nivel individual, un núcleo de certidumbres que permitan a cada cual elegir su propia vida; a nivel colectivo, una unidad que ofrezca a la humanidad —y, en primer lugar, a cada grupo social, a cada nación— la posibilidad de formar una comunidad de comportamientos, un ethos que se eleve por encima de esa base de convicciones y de pensamientos comunes.
En cambio ¿qué es lo que vemos en la edad de la ciencia omnisciente y de la técnica omnipotente? Por más que busquemos, no podemos hallar ningún ser confiado en sí mismo y en su destino; ningún ser que se mueva feliz y cómodo en un mundo que, eso sí, es inteligible para su espíritu; ningún ser seguro de lo que ha de hacer en ese mundo. Encontramos, más bien, individuos aislados, extraños a cualquier comunidad concreta porque, sin lazos espirituales, este tipo de comunidad no puede hacerse realidad. Y para estos seres entregados a sí mismos, pero que solo fuera de sí mismos encuentran sentido a su vida, no existen, en el fondo, más que dos salidas. Si todavía se preocupan de su existencia personal, se dirigen a un psicoterapeuta, un psicoanalista o un psiquiatra. Cualquiera de estos especialistas se encargará no de proponerles una serie de valores positivos —en los que, por otra parte, no creen los nuevos doctores—, sino de ayudarlos a «vivir», a tolerarse a sí mismos y a la insoportable sociedad en la que, a pesar de todo, deben «integrarse».
Pero hay una segunda solución que parece más tentadora y más fácil y es, en realidad, la que predomina. Se trata de que cada cual huya de sí mismo, se lance fuera de sí hacia cualquier espectáculo sorprendente capaz de absorberlo totalmente, hasta el punto de que, en un auto-olvido completo, ya no piense en sí mismo. Sin embargo, esta solución exige que el espectáculo funcione sin detenerse y esto es, precisamente, lo que la técnica ha aportado al hombre extraviado de nuestro tiempo: la posibilidad de extraviarse sin cesar. Cómo conseguirlo es bien sabido: sentarse ante el televisor que arroja ininterrumpidamente un flujo de imágenes al que se abandona el espectador hipnotizado. Porque, no hay que dudarlo, esta es la extraordinaria situación del hombre moderno, del hombre que se complace en definirse como civilizado: el contenido que va ocupando su espíritu —sus imágenes, sus sueños, sus deseos, sus temores, sus pasiones, sus ideas— ya no provienen de él mismo, sino de la máquina que le dicta todo cuanto siente y piensa. En ningún tiempo, en ningún lugar, la alienación del ser humano fue tan completa, puesto que si ser un alienado es ser extraño a sí mismo, es también estar privado de todo poder sobre lo que ocurre en el propio espíritu.
¿Cómo actúa aquí la ciencia? ¿En qué pueden cuestionarse sus teorías, es decir, estos conjuntos estructurados de idealidades que se autolegitiman? Ciertamente, son estas teorías —o algunas de ellas— las que permitieron la producción de imágenes a distancia y, por tanto, la de estos aparatos que iban a transformar a la humanidad en una masa de socorridos mentales. Pero, el saber inherente a tales teorías ¿decidió alguna vez la construcción de aparatos de este tipo y obligó a los hombres —desde los niños de tres años que, de este modo, dejan a la madre en mayor libertad— a agruparse ante ellos como otros tantos embrutecidos espectadores? La física nuclear ha permitido la fabricación de bombas termonucleares; pero ¿las ha aconsejado? La biología moderna, con sus magníficos progresos, ha hecho posibles las manipulaciones genéticas; pero ¿las ha ordenado, aunque solo sea a título experimental? En resumen: ¿ha dicho alguna vez la ciencia ni una sola palabra de lo que el hombre tiene que hacer?
Entonces ¿quién lo dirá? Si la ciencia constituye el único auténtico saber de que dispone el hombre ¿qué otra instancia más que ella podría servirnos de guía en el caso de que no exista otro saber distinto al suyo? Esta es la cuestión. No se trata en modo alguno de «criticar» la ciencia, de poner en la picota la validez de sus resultados considerados en su idealidad y, por tanto en su universalidad principal; unos resultados que, por otra parte, no pueden más que despertar admiración, nunca denigración, lo que sería absolutamente ridículo. Se trata, más bien, de formular con todo rigor estas preguntas: 1) ¿Constituye verdaderamente el saber científico el único saber que poseemos? 2) ¿Hemos de basar en él nuestra acción?
A la segunda pregunta ya se ha respondido negativamente. La ciencia no es «inocente»; pero ni la bomba atómica, ni las manipulaciones genéticas pueden imputársele porque ateniéndonos estrictamente a la realidad de los hechos, la ciencia no fija ningún objetivo a nuestra acción ni pretende en modo alguno asumir el papel de autoridad en este sentido. Pero, por otra parte, hay que reconocer esto:
Si la humanidad no poseyera otro saber que el de la ciencia, se encontraría en un desconcierto completo porque no sabría qué tiene que hacer ni podría saberlo. Ahora bien, ocurre que este desconcierto es, precisamente, el de nuestra época y corresponde a esta paradójica situación que es también la nuestra: ser dueños de un saber considerable y en continuo crecimiento, según progresos evidentes e impresionantes, y, al mismo tiempo, confesar una ignorancia total en cuanto a la finalidad de nuestra acción y a los valores que deben definirla. Por esto, adquiere carácter de urgencia la primera pregunta, que constituye el único reto de todo este análisis: ¿es que el hombre no dispone de otro saber que la ciencia, entendida en el sentido moderno?
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