William Hazlitt - Caminar
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- Libro:Caminar
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2015
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«Pasear es un entretenimiento distinguido, burgués, ocioso, elegante; caminar es más bien algo instintivo, natural, salvaje. Pasear es un rito civil, y caminar es un acto animal. Pasear es algo social, y caminar algo más bien selvático, aunque sea por las calles de una ciudad. El que pasea se imagina paseando, o gusta de observarse según la perspectiva de los otros; el que camina es, en ese sentido, extrovertido, solo le importa el afuera. El que pasea coquetea diciendo que sale a buscarse a sí mismo, a conversar machadianamente con uno mismo, a reunirse consigo mismo, a reencontrarse o reconstruirse; el que camina tampoco sabe nada pero por lo menos ya ha alcanzado a darse cuenta de que hay poco que escarbar dentro de sí, y rastrea vorazmente el exterior, las calles, los campos, los cielos. […] Caminar es algo que está decisivamente relacionado con la independencia y con la libertad».
(Del prólogo de Juan Marqués).
William Hazlitt & Robert Louis Stevenson
ePub r1.0
Titivillus 30.08.16
Título original: On going a Journey y Walking tours
William Hazlitt & Robert Louis Stevenson, 2015
Traducción: Enrique Maldonado Roldán
Prólogo: Juan Marqués
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Víctor Gómez Frías,
caballero andante.
El mundo por delante
A quienes tiendan a considerar que ese objeto llamado «libro» podría funcionar como metonimia perfecta de la vida sedentaria les podría parecer sorprendente, o incluso paradójica o contradictoria, la llamativa cantidad de novedades editoriales que, dedicadas monográficamente al tema del paseo o el caminar, vienen apareciendo desde hace un par de años entre nosotros, y dentro de la cual merece desde ahora destacar este pequeño volumen que ofrecemos hoy. Tal vez una biblioteca privada pueda simbolizar el reposo, la instalación en un lugar donde permanecer, pero, al menos desde que Alejandro Magno se iba a sus conquistas con los textos de Aristóteles como parte imprescindible de su impedimenta, la lectura nunca ha sido incompatible con la aventura, con el movimiento, con la errancia. Más bien al contrario, lo incomprensible es no llevarse libros a los viajes, y a la saludable y curiosa moda de libros sobre andanzas y caminatas se le podrían encontrar otros motivos, puestos a ello; aunque no hace ninguna falta, pues aquellos para quienes leer y caminar son dos imperativos irrenunciables y constitutivos sabemos que están esencialmente relacionados, hermanados en cuanto son dos modos elementales de intentar rastrear alguna verdad o por lo menos alguna pista, de sumergirse en la realidad para encontrar alguna certeza o merecer algún tipo de explicación.
Al margen del motivo del camino, y de las innumerables veces en que un sendero ha ejercido en la literatura como metáfora de la vida, prolongando el tópico clásico del Homo Viator, el hecho de trasladarse a pie es en sí un buen tema para la reflexión, que inevitablemente, además, vendrá acompañado de digresiones sobre el paisaje, la naturaleza, la salud del cuerpo y el alma. Pero no haría falta llegar tan lejos: el movimiento de las piernas y sus implicaciones, sus causas y consecuencias, e incluso su ideología (como ha demostrado Rebecca Solnit) son ya asuntos suficientemente complejos y apasionantes como para hacer un alto y detenerse en ellos. Sobre la actitud del flâneur que vaga o merodea por las ciudades, sobre las manifestaciones y revoluciones a pie o sobre las marchas militares, sobre el pícaro buscavidas que se da garbeos… hay bibliografía específica, y también, más en general, sobre el particular de los paseos, que aunque por supuesto tienen mucho que ver con el asunto que nos ocupa, suponen una versión dulcificada, por excesivamente civilizada, del hecho físico de caminar.
No pretendo llevar las cosas demasiado lejos, pero, si pasear es un entretenimiento distinguido, burgués, ocioso, elegante…, caminar es más bien algo instintivo, natural, salvaje. Pasear es un rito civil, y caminar es un acto animal. Pasear es algo social, y caminar algo más bien selvático, aunque sea por las calles de una ciudad. El que pasea se imagina paseando, o gusta de observarse según la perspectiva de los otros; el que camina es, en ese sentido, extrovertido, solo le importa el afuera. El que pasea coquetea diciendo que sale a buscarse a sí mismo, a conversar machadianamente con uno mismo, a reunirse consigo mismo, a reencontrarse o reconstruirse…; el que camina tampoco sabe nada, pero por lo menos ya ha alcanzado a darse cuenta de que hay poco que escarbar dentro de sí, y rastrea vorazmente el exterior, las calles, los campos, los cielos. El que pasea es un caniche que tiende a la presunción, y tal vez incluso a la egolatría; el que camina es un lobo que querría ser invisible para poder caminar mejor. El que pasea está satisfecho con su paseo y con su descanso; el que camina siempre está hambriento y seguirá avanzando. El que pasea da vueltas y vuelve a casa a las pocas horas; el que camina no sabe a dónde va y no ha encontrado un hogar definitivo. Pasear, como quería Karl Gottlob Schelle, puede ser un arte; caminar es siempre una necesidad. Pasear, en fin, tiene algo de ceremonia; caminar es algo que está decisivamente relacionado con la independencia y con la libertad. Lamento no saber explicarlo mejor, pero creo que el cómplice lector sabrá entender lo que digo si escribo que uno puede ir dando un paseo a hacer una visita rutinaria a sus abuelos, pero visitar a un amigo que va a ser operado a vida o muerte solo puede hacerse caminando. A eso me refiero. Uno lleva a sus hijos al colegio caminando, cuando amanece, y allí les enseñan a pasear.
«Si estás preparado para abandonar a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu mujer, a tus hijos y a tus amigos, y a no volver a verlos; si has pagado tus deudas, si has redactado tu testamento y has dejado tus asuntos en orden; si eres, por tanto, un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar»: así habló Henry David Thoreau en su sublime tratado sobre el hecho de Caminar, una impugnación radical y casi cruel de nuestra tozuda cobardía ante la vida, y un texto que nos recuerda de un modo nítido e incontestable hasta qué desesperante punto somos culpables de nuestra propia falta de plenitud. Si ahora hemos tomado el lacónico título de Thoreau a la hora de recuperar los dos pequeños opúsculos de este volumen es porque ambos, aunque de un modo, digamos, menos extremo, más suave e incluso amable, aunque igualmente apasionado, tratan sin duda sobre el acto primario de la automoción a pie, y no de su versión acomodada o, desde luego, de su degradación deportiva.
Quienes corren o quienes pedalean suelen ser más bien gregarios, y se mueven como miembros de rebaños, racimos o pelotones, pero quienes caminan suelen anhelar la soledad, y no solo aquellos misántropos cuyo principal objetivo en este mundo es que les dejen en paz, sino aquellos que son más bien víctimas de una incomprensión general, de una sospecha imprecisa, y no saben o no pueden defenderse. En todo caso, al releer las primeras líneas del texto de Hazlitt tiene uno la sensación de que no es que convenga estar solo a la hora de caminar, como con tanta decisión argumenta, sino que es muy probable que quien se lanza a caminar acabe solo.
Por otra parte, se diría que la soledad que anhela y alaba Hazlitt tiene ante todo que ver con el silencio y, si le hubiera dado tiempo a ello, habría podido considerar incluir, entre las numerosas citas de las que se vale, aquel verso de Carlos Drummond de Andrade que confiesa que «solo soy sincero cuando estoy callado». A cambio, y entre autores principalmente ingleses, Hazlitt recurre a Cervantes, y aunque solo utiliza
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