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Henry Hazlitt - La conquista de la pobreza

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Henry Hazlitt La conquista de la pobreza
  • Libro:
    La conquista de la pobreza
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1973
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La conquista de la pobreza: resumen, descripción y anotación

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La historia de la pobreza es casi la historia de la Humanidad Los escritores - photo 1

«La historia de la pobreza es casi la historia de la Humanidad. Los escritores antiguos nos han dejado pocas referencias específicas de ello por considerarlo como cosa sabida; la pobreza era lo normal».

En una luminosa descripción, y con un apoyo documental considerable, Hazlitt muestra cómo la pobreza se ha reducido hasta convertirse en un problema residual que afecta sólo a una minoría, cada vez mas restringida, en los países industrializados. El autor extrae valiosas lecciones del pasado —la antigua Roma, las leyes de pobres en Inglaterra, etc.—, muestra cuáles han sido y siguen siendo los principales obstáculos que impiden la eliminación de la pobreza e indica dónde está el verdadero remedio.

Henry Hazlitt La conquista de la pobreza ePub r11 Leviatán 280314 - photo 2

Henry Hazlitt

La conquista de la pobreza

ePub r1.1

Leviatán28.03.14

Título original: The Conquest of Poverty

Henry Hazlitt, 1973

Traducción: Luis Vadillo & César Gómez

Retoque de portada: Leviatán

Retoque de imágenes: isytax

Editor digital: Leviatán

ePub base r1.0

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El remedio de la pobreza

Este libro trata de cómo combatir la pobreza, no de cómo «aboliría». La pobreza puede ser aliviada o reducida, y lo ha sido, de modo casi milagroso, en el mundo occidental durante los últimos dos siglos. Pero la pobreza es, en último término, individual, y la pobreza individual no puede ser «abolida», como no pueden serlo la enfermedad o la muerte.

La pobreza individual o familiar se produce cuando el que «ganaba el pan» no puede ya ganarlo; cuando no puede producir, o no produce lo suficiente para sostener a su familia ni tal vez a sí mismo. Siempre habrá seres humanos privados, de modo temporal o permanente, de la capacidad para proveer incluso a su propio mantenimiento. Tal es la condición de todos en la infancia; de muchos, cuando enfermamos; de la mayoría, en la extrema vejez. Y tal es la condición permanente de ciertas víctimas del infortunio: ciegos, tullidos, deficientes mentales… Donde tantas causas existen, el remedio no puede ser único.

Hoy está de moda decir que la «sociedad» debe resolver el problema de la pobreza. Pero quienes básicamente han de resolverlo son los individuos y las familias. La inmensa mayoría de las familias deben producir más de lo necesario para su subsistencia si ha de haber un exceso a disposición de las que no pueden o no quieren sustentarse a sí mismas. Donde no hay una mayoría de familias que produzcan lo suficiente para su subsistencia —es decir, donde la sociedad en conjunto no provee a su propio sustento— no es posible ni siquiera temporalmente un sistema de ayuda benéfica «adecuado». Por tanto, la «sociedad» no puede resolver el problema de la pobreza hasta que la mayoría de las familias han resuelto ya (y algo más que resuelto) el problema de su propia indigencia.

Con esto me limito a exponer de otra forma la «paradoja de la ayuda benéfica» a que me he referido en el capítulo 18: cuanto más rica es una comunidad, menos ayuda necesitan sus miembros, pero más puede darles; cuanto más pobre, más personas hay necesitadas de ayuda, pero menos puede hacer por ellas.

Lo que, a su vez, es sólo otra manera de decir que la ayuda benéfica, o la redistribución de la renta, voluntaria o forzosa, no es nunca la auténtica solución para la pobreza, sino cuando más un expediente temporal que puede enmascarar el mal y mitigar el dolor, pero no los remedia.

Además, la ayuda benéfica del gobierno tiende a prolongar e intensificar la enfermedad que pretende curar. Por su propia índole, está siempre a punto de desbocarse; pero, incluso cuando es mantenida dentro de unos límites razonables, tiende a reducir los incentivos para el trabajo y el ahorro, tanto en quienes la reciben como en quienes han de pagarla. Puede afirmarse que prácticamente todas las medidas tomadas con el fin ostensible de «ayudar a los pobres» tienen a la larga el efecto contrario. Los economistas se han visto obligados a repetir una y otra vez que casi todos los pretendidos remedios de la pobreza se limitan a agravar el problema. Ya he analizado los verdaderos efectos de los ingresos garantizados y el impuesto negativo sobre la renta; las leyes de salario mínimo y las que aumentan el poder de los sindicatos; la oposición a la maquinaria que ahorra brazos; los planes para «multiplicar el trabajo»; las subvenciones especiales; el aumento del gasto público y de la tributación; los impuestos marcadamente progresivos sobre la renta y los punitivos sobre las ganancias del capital, las herencias y las sociedades; y el socialismo a ultranza.

Pero el número de falsos remedios contra la pobreza es infinito. La mayoría descansan en dos falacias colosales. Una es la de limitarse a considerar el efecto inmediato de la reforma sobre sus destinatarios directos, sin reparar en sus consecuencias secundarias y más prolongadas no sólo sobre ellos, sino sobre el resto de la sociedad. La otra, muy afín a ésta, consiste en suponer que la producción se compone de una cantidad fija de bienes y servicios, producidos por un capital fijo en cantidad y calidad, que proporciona un número fijo de «puestos de trabajo». Se supone que esa producción inmutable marcha más o menos automáticamente, sin que influyan en ella los incentivos de productores, trabajadores y consumidores. A diario se nos dice que «el problema de la producción ha sido resuelto», y sólo hace falta una mejor «distribución».

Lo más descorazonador es que la opinión dominante en estas materias no parece progresar —e incluso muestra un retroceso comparada con la vigente hace más de cien años—. A mediados del siglo XIX , el economista inglés Nassau Senior escribía en su diario: «Hace falta un largo razonamiento para mostrar que el capital del que dependen los milagros de la civilización es creación lenta y penosa de la economía y el espíritu de empresa de unos pocos, y de la laboriosidad de muchos, y para destruirlo, ahuyentarlo o impedirle nacer basta una causa que disminuya o haga inseguros los beneficios del capitalista o amortigüe la actividad del trabajador; y que el Estado, al no castigar la holganza, la imprevisión y la conducta desordenada, y privar a la frugalidad y la previsión de la recompensa que por naturaleza merecen, acaso destruya la riqueza, pero lo que sí hará con toda seguridad es agravar la pobreza».

A lo largo de la historia, el hombre ha buscado el remedio de la pobreza mientras lo tenía ante sus ojos. Por fortuna, al menos en su conducta individual, la mayoría de los hombres lo han reconocido de manera instintiva. Sabían dónde radicaba su supervivencia, y gracias a ello sobrevivieron. Ese remedio individual consistía en el Trabajo y el Ahorro. En el terreno de la organización social, de él fue surgiendo, sin necesidad de plan consciente, un sistema de división del trabajo, libre intercambio y cooperación económica cuyos perfiles apenas eran visibles para nuestros antepasados hasta hace dos siglos, y al que hoy se denomina Libre empresa o Capitalismo, según se desee honrarlo o menospreciarlo.

Este sistema es el que ha sacado a la humanidad de la pobreza general, y el que en los últimos tiempos ha venido cambiando de manera acelerada la faz del mundo, y ha dado a las masas comodidades que ni los reyes poseían o podían imaginar hace pocas generaciones.

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