Abuelas queridas,
¡que vivan
sus derechos!
abuelas queridas, ¡que vivan sus derechos!
Primera edición, 2012
© 2012, Guadalupe Loaeza
© Portada, Fernando Botero
D.R. de está edición:
© 2012, Grupo Editorial Endira
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Todas las imágenes son propiedad de la colección particular
de Guadalupe Loaeza
Queda prohibida la reproducción directa o indirecta,
total o parcial de esta edición, así como la explotación
de la misma, sin autorización escrita del editor.
Impreso en México
ISBN: 978-607-835-67-0
Diseño editorial: galera | José Luis Lugo, Andrea Jiménez
Corrección de estilo: Laura Garcilazo
Abuelas queridas,
¡que vivan sus derechos!
Guadalupe Loaeza
y
Adriana Luna Parra
psicóloga
Para Tomás, María, Andrés, Lucía, Lu y Adriana... y naturalmente a todos los nietos del mundo.
Una mención muy especial al pintor colombiano Fernando Botero y al periódico Reforma por haber utilizado material publicado en él.
Agradecimientos al Dr. Enrique Goldbard, Antonieta Vite, Dra. Verónica González, Eduardo Uribe,
Miguel Ángel Porrúa, Mariana Guillén y al Tesoro de la Juventud .
Guadalupe Loaeza
Dedico este caleidoscopio desde mi corazón de abuela y mujer a quienes me regalan el serlo, mis nietos:
Jimena, Rodrigo, Luis, Andrés y Jacinta; mis nietastros Santiago e Iñaki, cada uno un prisma con distinta luz y sombra.
A Mariana, Quito y Piri, mis hijos y quienes los hacen felices; mis sobrinas y los nietos de mis hermanas que son como míos.
A mis hermanas Susi y Coca que se fueron antes, Manque y a Gina con quienes compartimos la abuelez en mi paraíso Barra de Potosí, Gina lo leerá
desde una nube.
A mi abuela y papás que nos enseñaron a ser, disfrutar y compartir en familia.
A las abuelas y los nietos de México y del mundo.
Agradezco a Guadalupe, mi amiga, los recuerdos vividos juntas y su invitación a compartir esta creación.
A las mujeres mayores que nos han regalado sus vivencias en los talleres “Defendamos la Alegría como un Derecho” que me hacen mejor mujer y abuela; a Jacqueline, Anika y Marahi, amigas psicólogas que me han acompañado en el proyecto. A la Delegación Iztapalapa, con Clara Brugada al frente, que nos abrió los Huehuecallis para desarrollar el proyecto.
A quienes me pusieron trancas en la vida porque me enseñaron a rebelarme y saltarlas; a quienes me alumbraron el camino de la justicia y la libertad y a mis amigas con quienes me he construido como
feminista.
Adriana Luna Parra
Introducción
“S er abuela es la experiencia más plena que he tenido”, confesaron decenas de amigas a las que les pregunté qué había significado para ellas esta nueva etapa. Entre todas, la contestación que más me conmovió fue la de Adriana Luna Parra, mi amiga de toda la vida. Me pareció tan contundente y amorosa su respuesta, que le pedí me la pusiera por escrito, ya que me encontraba en pleno proceso de escritura del libro Abuelas Queridas, ¡Que Vivan sus Derechos! Al otro día me envió el siguiente correo: “Hace diecisiete años, el ver a mi hija saliendo de la sala de parto con una cansada sonrisa abrazando a una ‘cosita maravillosa’ envuelta en un sarapito, le dio otro sentido a mi vida. La niña a la que había cuidado, amamantado, besuqueado, regañado y acompañado en sus primeros pasos, ahora era mamá y me hacía abuela”. Líneas abajo, Adriana me describía de qué manera se había conectado emocionalmente con otras mujeres del mundo que se habían convertido en abuelas, las mismas que gustaban de tomar las manitas de los nietos, les contaban un cuento, los ayudaban a sus tareas y disfrutaban cada nueva sonrisa, palabra y descubrimiento en el mundo. “Esa energía de unión entre la abuela y los nietos, que yo llamo “abuelez”, supera mi existir y el de mi nieta, es engranaje de la humanidad”. Confieso que sus palabras hicieron eco a lo que siempre he creído, que el hecho de convertirse en abuela era algo mucho más trascendental que el solo gusto personal. “Todas somos enlace entre las que fueron y las que serán; transmisoras de sabiduría, fuerza y amor. La misma intensidad deben sentir las abuelas en el campo, el desierto, el mar; las africanas, francesas, chinas, musulmanas, cristianas, judías o evangélicas, las ricas y las pobres; el sentimiento debe ser el mismo aunque nos expresemos de diferentes formas, por ser de diferentes culturas”.
Conforme avanzaba en la lectura del texto de Adriana, más sentía que ella y yo estábamos en la misma frecuencia. Como ella, también siempre he pensado que “las abuelas somos el hilo que teje la historia, borda entre generaciones el saber, el creer, el amar, el disfrutar y el llorar; transmitimos el aprendizaje colectivo que es base de la creatividad y la fuerza humana”. He allí una reflexión que a toda costa tenía que trasmitir a muchas lectoras, en este nuevo tomo de lo que se convertirá en una colección dedicada a las abuelas. En tanto leía a Adriana conmovida, recordé nuestras conversaciones del Colegio Francés; ya entonces me parecía una joven muy valiente y dueña de sus convicciones. De hecho, fue de las primeras alumnas que se casó. Andando el tiempo y con toda la libertad a la que las mujeres mexicanas podían acceder en los setentas, Adriana tomó su destino entre sus manos y empezó a liberarse de muchas cadenas, prejuicios, convencionalismos y una infinidad de telarañas que traíamos en la cabeza muchas “niñas bien” de los sesentas. De todas sus amigas, fue la primera que se divorció. Años después, se
convirtió en psicóloga y se metió en la política desempeñando tareas que tenían que ver desde la defensa de los zapatistas, hasta los derechos de las mujeres, sin olvidar uno de los temas que más la obsesionan, la “feminización de la vejez”. No hace mucho, la que también es ex Diputada Federal por el PRD, escribió un artículo referente a lo anterior: “La desigualdad por condiciones de género es tema de reflexión. El envejecimiento femenino merece especial análisis por sus profundas repercusiones: la edad multiplica la discriminación en la mujer. La vejez y su multidiscriminación son un asunto poco frecuente en la agenda feminista y de adultos mayores”. De allí que no me hubieran sorprendido ninguna de sus reflexiones respecto a su experiencia como abuela: “De niñas soñamos con ser princesas, mamás, bailarinas o tal vez ir a la luna, pero no con ser abuelas. La ‘abuelez’ no formó parte de nuestro programa de vida. Ser abuelas es una sorpresa maravillosa que nunca imaginamos, vivencia disfrutable y a veces complicada que transforma nuestras relaciones con el mundo más cercano y con nosotras mismas. Se dice que es el postre de la vida”. Es cierto, cuando de un día para otro nos convertimos en abuelas, es como si de pronto descubriéramos en nuestro fuero interno un cajoncito con toneladas de amor, destinadas exclusivamente para los nietos. Por lo que a mí se refiere, no sabía que guardaba ese tesoro, no sabía que en el interior de ese pequeño cajón se podía guardar tanta ternura, y lo que menos sabía era que de la manera más espontánea me convertí en una abuela amorosa cuando, en realidad, apenas conocí nada más a una de mis abuelas, la materna, con la que tuve muy poco contacto. En cambio, Adriana fue más afortunada: “Cuando era niña, en la casa de mi abuela conocí la primera televisión: era un gran mueble con una caja mágica que proyectaba en blanco y negro imágenes que veíamos atónitas. Los miércoles, las primas íbamos a comer para ver la lucha libre y películas de Joaquín Pardavé; nunca faltaban los frijoles, tortillas hechas a mano y salsas molcajeteadas. En su casa nos daban religión, hacíamos tareas y organizábamos juegos y teatro infantil. El vínculo con