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Como muchos mexicanos, a lo largo de los últimos seis años he sentido que caigo en un largo, largo despeñadero. Me siento igual que Alicia, quien cayó por un hoyo en la tierra para llegar al País de las Maravillas, pero yo caigo para llegar a un país destruido, saqueado, superado por los problemas, endeudado, empobrecido, sacrificado, pero sobre todo, muy dolido.
En otras ocasiones, en la caída por este despeñadero me he sentido más bien como Juan Escutia, abrazada a mi bandera, queriendo defenderla para que los corruptos de hoy no me la arrebaten. Antiguamente los mexicanos nos sentíamos al borde del precipicio y con mucho temor de que cualquier suceso nos precipitara hacia él. Pero ahora ya no estamos en el borde, hemos caído en el abismo y no sabemos si este despeñadero tiene algún fondo. No, todavía no sabemos si pronto detendremos nuestra caída.
Si un presidente nos ha dejado en la zozobra es Peña Nieto. Si un gobernante nos ha mostrado claramente cómo funciona la corrupción es Peña Nieto. Si alguna vez hemos tenido un mandatario que, más que un funcionario, sea un montaje producido por la televisión y la clase política ha sido en este sexenio. Si alguna vez hemos visto de frente la frivolidad y la superficialidad es leyendo toda la prensa relacionada con la familia Peña. Si en algún momento vimos una mirada vacía e indiferente ante los problemas tan terribles por los que atraviesa nuestro país fue al observar el rostro de Peña Nieto en las noticias todas las noches. Si a alguien vimos más interesado por su copete que por la desaparición de cientos de mexicanos, fue a Peña Nieto.
No había leído siquiera tres libros antes de llegar a la presidencia, y luego de tantos y tantos compromisos nunca tuvo tiempo para conocer más de nuestra cultura. Cuántas veces no lo vimos con la mirada perdida, extraviado, sin tener idea de lo que acontecía en nuestro país.
Nunca imaginé que tendríamos un presidente tan malo, que se viera tan torpe ante los presidentes extranjeros. Ni siquiera con Trump, para no ir más lejos, tuvo una actitud digna. De ahí que muchos lectores quizá se pregunten: ¿para qué este libro acerca de los Peña si ya pasó lo peor? Es cierto que no es un libro que predecirá algo; no se trata de un oráculo, sino de un testimonio.
Debo confesarles que una de mis debilidades como periodista ha sido imaginarme TODO de los Peña: su vida cotidiana, sus gustos, sus fobias, sus debilidades, sus obsesiones, su sensibilidad e, incluso, sus virtudes. ¿Habré llegado a conocer el corazón de esta familia?, me pregunto con mucha inquietud. Siempre me he imaginado el corazón de la familia presidencial como un extenso videoclip televisivo, con la voz de Lucerito cantando una y otra vez las canciones favoritas de este matrimonio hecho de pura fantasía. Como es lógico, todo en la vida de los Peña está hecho de utilería: desde los votos que llevaron a Peña al poder hasta los muebles, las sonrisas y, sobre todo, la felicidad matrimonial.
Gracias a los paparazzi y a los medios que siguieron a este matrimonio en cada una de sus apariciones públicas nos enteramos de la verdadera relación que mantenían. Por ejemplo, el 16 de julio de 2015, durante su visita a Francia, mientras caminaban detrás del presidente François Hollande, la Gaviota quiso tomar el brazo de su esposo, pero él la desairó. Entre Peña Nieto y su esposa se fue desarrollando una indiferencia mutua cada vez más grande.
Si pensamos, como decía Freud, que es en los descuidos en donde conocemos verdaderamente lo que quiere decir el inconsciente, entonces estos incidentes en apariencia menores nos dicen mucho de su personalidad. Es evidente que en ese matrimonio todo está arreglado, todo existe menos la naturalidad. Todo estaba ahí para lucir ante las cámaras. Sin embargo, justo ha sido frente a las cámaras que Peña Nieto ha mostrado su actitud de profundo desprecio hacia su esposa. Claro, con razón se molestó de que el periodista Salvador Camarena le preguntara el precio del kilo de tortilla: «No soy la señora de la casa», respondió muy ofendido. A Peña habría que preguntarle acerca de la macroeconomía, del comercio exterior o los programas federales. Cierto es que tampoco hubiese sabido las respuestas, pero no son temas de la señora de la casa.
Ante otros presidentes, también emanados del PRI , Peña se ve chiquito. Frente a López Mateos, que era culto, carismático, con una gran personalidad (y además, originario del Estado de México), Peña se ve muy reducido. Y qué decir si lo comparamos con Ruiz Cortines, quien era completamente austero. Este mandatario veracruzano se habría escandalizado de la existencia de la Casa Blanca. Hasta los presidentes más corruptos y autoritarios sostuvieron otra categoría frente a la investidura. Incluso a la vieja retórica del PRI , tan plagada de demagogia, se le pueden encontrar bastantes cualidades frente a los discursos de Peña Nieto.
Pero preguntémonos: ¿qué nos dice de los mexicanos el hecho de que hayamos tenido un presidente semejante? Como decía Carlos Monsiváis, ¿votamos por alguien así para autocastigarnos? ¿Será que de verdad nos merecemos corrupción y frivolidad? ¿Era cierto que los actos de los mexicanos estaban manejados por control remoto desde Televisa?
Pensemos en tres de los hechos más relevantes de este sexenio. Me refiero a la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, a los sobornos de la empresa Odebrecht y al escándalo de la Casa Blanca.
Ante los hechos de Ayotzinapa, Peña Nieto se portó con una indiferencia que provocó desazón. ¿Cómo es posible que años después no tengamos una respuesta digna y que la «verdad histórica» presentada por Murillo Karam sea en realidad un «montaje histórico»? ¿Cómo es que apenas tres meses después de que hubieran desaparecido estos jóvenes estudiantes, Peña Nieto se haya atrevido a decir: «¡Ya supérenlo!»?
Los casos de soborno de Odebrecht, que en otros países causaron indignación, pasaron por México como un vientecito que no alcanzó a despeinar a ninguno de los funcionarios involucrados.
La única vez que vi a Peña lleno de pasión fue cuando el equipo de Carmen Aristegui descubrió que el matrimonio presidencial tenía una lujosa casa en las Lomas de Chapultepec. Por esos días vi en la televisión al presidente hablando apasionadamente, defendiendo el trabajo de su esposa, con el cual habría pagado la residencia. La revelación de la Casa Blanca se dio el 9 de noviembre de 2014, y apenas unos meses después MVS despidió a Carmen Aristegui —el 15 de marzo de 2015 le impidieron a la periodista y a su equipo entrar a las instalaciones para transmitir su programa matutino.
Mientras tanto, Peña había nombrado a su cuate, Virgilio Andrade, titular de la Secretaría de la Función Pública, para que aclarara con absoluta independencia si había un conflicto de interés en el caso. La Casa Blanca era propiedad del grupo HIGA , el mismo que había ganado la licitación del tren México-Querétaro. Luego de seis meses de investigar arduamente a su amigo, Andrade descubrió que Peña era inocente y que, en todo caso, los culpables éramos los mexicanos por ser tan desconfiados y tenerle mala voluntad a un mandatario tan guapo y carismático.
Quizá se pregunten: ¿pero es que Enrique Peña Nieto no tiene una sola virtud? Después de meditar esta pregunta, luego de darle varias vueltas, puedo concluir que sí, en efecto, tiene una virtud mayúscula: en su sexenio el PRI pasó de ser la primera fuerza política a quedar prácticamente al borde de la desaparición.
Si al comenzar este prólogo dije que este libro no es un oráculo, sino un testimonio, quiero matizar un poco, ya que poco antes de morir, el maravilloso novelista Carlos Fuentes hizo una predicción: