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Arteta Aurelio - A Pesar De Los Pesares

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Arteta Aurelio A Pesar De Los Pesares
  • Libro:
    A Pesar De Los Pesares
  • Autor:
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    Grupo Planeta
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  • Año:
    2015
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A Pesar De Los Pesares: resumen, descripción y anotación

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Índice A Beba por tantas cosas Da usted su permiso Puedo - photo 1
Índice

A Beba,

por tantas cosas...

¿Da usted su permiso?

Puedo asegurarte, lector, que no he hecho nada para llegar hasta aquí. Me empujaron los años. A lo sumo me he dejado llevar, o mejor arrastrar, y digamos que he consentido. Así, uno a uno, me encuentro hoy al borde mismo de los setenta años. Conforme iba cayendo otro más, ya me daba cuenta del destino al que me encaminaba, pero ¿qué podía hacer para frenar esta marcha imparable o desviarla? Lo único que se me ocurrió fue ponerme a pensar las novedades que iba detectando en esta nueva etapa de mi vida y consignarlas por escrito.

Lo cierto es que un buen día a mediados del año 2006, sin plan más preciso en la cabeza, empecé a recoger de cuando en cuando los pensamientos sueltos que me suscitaba esta vejez que ya está aquí conmigo. Han ido saliendo al hilo de mis cosas y mis días, eso es todo. Sólo después, al seleccionar y corregir esas meditaciones, he comprobado la verdad contenida en la sentencia de Canetti: «Todo lo que anotamos tiene un ápice de esperanza, por mucho que proceda de la desesperación». Y si una y otra acompañan siempre a cualquier coyuntura de la vida humana, parece que es en la vejez donde esperanza y desesperación juegan su última partida. Me adelanto a confesar con amargura que al final ganará la desesperación, pero procuremos que venga al menos como una desesperación serena (si vale decirlo así) en lugar de otra más rabiosa.

Sea como fuere, una vejez pensada tiene que ser por fuerza distinta de una vejez simplemente vivida. O, si se prefiere, el viejo autoconsciente deberá mejorar al viejo que ha reflexionado menos acerca de su propia condición. Y, por si acaso, esa reflexión deberá hacerse a tiempo , quiero decir, cuando todavía gocemos de suficiente lucidez. Aunque hoy se llegue a viejo más tarde que en todas las épocas pasadas, a fuerza de retrasar el ritmo de nuestro declive, no es menos cierto que, cuando por fin llega, se vuelve no sólo más larga sino más penosa. Ya sabemos que la ciencia y tantos otros avances en nuestras sociedades han añadido años a la vida de la gente, pero sólo de nosotros depende añadir vida a nuestros años. Entendida en su uso ordinario, la simple esperanza de vida no es lo que más debemos querer; debemos preferir una esperanza de más y mejor vida.

Parece obligado que la meditación más cabal sobre la vejez sólo deba emprenderla un viejo. ¿Acaso podríamos fiarnos de un joven o de alguien nada más que maduro para esa tarea? Si se plasma por escrito, deberá escribirse en primera persona y adoptará casi sin pretenderlo un tono autobiográfico. Y la razón no es otra sino que entonces toca enfrentarse al último tramo de nuestra existencia finita, o sea, al definitivo. Es el momento justo , en el que ya no caben trampas ni apaños. Es el momento de la rendición de cuentas ante uno mismo, de la reconciliación con los demás, de confesarnos sin rebozo si nuestra vida ha valido la pena. Será nuestro auténtico examen de fin de carrera, ese juicio final de puertas adentro, del que seremos a un tiempo el juez y a quien se juzga, y donde el aprobado nos aportaría la máxima satisfacción a la que entonces cabe aspirar.

Así se entiende mejor aquel dicho clásico griego, que Aristóteles repite en su Ética a Nicómaco , según el cual de nadie puede decirse que ha sido feliz hasta que muere. El dicho no sólo nos previene de que semejante veredicto sobre alguien exige escudriñar su vida entera sin saltarse ninguna de sus etapas ni rincones. Sin pensarlo demasiado, casi todos nos inclinamos a identificar infancia y juventud como nuestras edades más dichosas. Pero aquella sentencia parece más bien advertirnos de que la vejez representa en la vida humana el período de la prueba decisiva, la etapa en que se concentran los mayores obstáculos para alcanzar esa felicidad. Es decir, como ese tramo de nuestro itinerario vital en que más motivos tendríamos para sufrir y desesperar. La vejez puede ocultar las sorpresas más dramáticas, ciertamente, siquiera por ser las últimas; en ella todo muestra ya el sello de lo irreversible. Se diría, pues, que el filósofo no pretende tanto disuadirnos de juzgar por adelantado el grado de felicidad de nadie, sino más bien prepararnos para el combate postrero de la vejez... ¿Pero no cabe también que esta vejez, si bien puede malograr toda una vida hasta entonces más o menos venturosa, pueda asimismo poner el broche que la redima de sus peores momentos anteriores? ¿Que sea para su sujeto la ocasión del perdón o del ser perdonado, del reconocimiento que se le había resistido, de revelar por fin unas cualidades o ejercer unas virtudes que antes quedaron inéditas...?

No soy el primero ni seré el último entregado a semejante tarea, bien lo sé. Tantos pensadores me han precedido en ello y de tal estatura que debería avergonzarme de emprender yo también este proyecto. Pero ni ellos lo han dicho todo, aunque eso suyo lo dijeran mejor que nadie, y lo poco que otros podamos quizá añadir será por habernos encaramado sobre sus hombros. Eso sí, dejo constancia de que, con pocas excepciones, no he buscado apoyarme en autores consagrados, sino sólo en algunos que me salieron al paso en mis lecturas de los últimos años o en algún pasaje clásico que hubiera dejado su huella en mi memoria. Salta a la vista que estas páginas no buscan parecerse en nada a un trabajo académico.

¿Diario o dietario, entonces? Supongo que fue más lo primero a lo largo de su prolongada composición, que se limitaba a encabezar cada entrada con su fecha y a desgranar enseguida sin orden ni concierto las cavilaciones que el día a día me iba sugiriendo. Sólo cuando decidí probar a publicarlo fue adoptando ese texto la figura de un dietario. Imaginé que al lector poco iba a importarle su orden cronológico exacto y sí, en cambio, una reordenación más temática que de paso evitaba molestas repeticiones. Así el texto no perdía su frescura originaria, pues cada pensamiento seguía vinculado a la ocasión particular que lo suscitó, mientras sin duda ganaba en la afinidad y concierto de que carecía. Si antes esas páginas ofrecían un espectáculo de miembros sueltos y dislocados, espero que su agrupamiento final muestre ya algo más parecido a un cuerpo.

Confío también en que el índice de los capítulos resulte por sí mismo lo bastante expresivo como para no requerir más justificación. Eso sí, me preocupa si habré sido lo bastante justo en el retrato del anciano o he cargado sobre él tintas más sombrías que las debidas. Me he fiado de mis propias observaciones, de las impresiones básicas que me han dejado los abuelos que he tratado y, por supuesto, esa persona mayor a la que conozco más de cerca que soy yo mismo. Pero quizá no he ajustado bien el punto de mira y sentiría haber herido con mis juicios a cualquiera de ellos, que bastantes heridas llevamos ya los mayores como para que nos inflijan otras más. Cosa distinta es que el tema escogido, trágico por su misma naturaleza, no admita demasiadas complacencias a menos que uno esté dispuesto a traicionarse y a engañar al lector. Y así comprenderán por qué, antes de ofrecerles las reflexiones que ahora vienen, debía solicitar su indulgencia por si molesto...

* * *

Como en aventuras editoriales pasadas, también en ésta me han sido de gran ayuda varios amigos a los que escogí como primeros lectores y a un tiempo rigurosos fiscales de estas páginas. Les encargué la función de sugerir, según su criterio, cuantas enmiendas y correcciones contribuyeran a mejorarlas. La más temprana lectora fue mi mujer. Después lo han sido Belén Altuna, Tomás Valladolid, José Luis Rodríguez Sández, Ricardo Pita y Pedro Manterola. Todos ellos ya saben lo mucho que les debo.

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