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Ryan Holiday - La quietud es la clave

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Ryan Holiday La quietud es la clave
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    La quietud es la clave
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    Oceano
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La quietud es la clave: resumen, descripción y anotación

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Gracias a su magistral síntesis de la filosofía oriental y occidental, Holiday nos enseña a mantener la concentración en medio de los conflictos y dificultades propios del siglo xxi. Robert Greene, autor de Las leyes de la naturaleza humana y Las 48 leyes del poder Las mentes más lúcidas de la historia han tenido en común algo que les ha permitido controlar sus emociones, evitar las distracciones, descubrir nuevas maneras de mirar el mundo y alcanzar todos sus objetivos. Los pensadores del budismo zen lo llamaron paz interior, una característica esencial para samuráis y monjes por igual. Los estoicos y epicúreos lo bautizaron como ataraxia, un bastión contra las pasiones de la multitud, indispensable para el liderazgo y la búsqueda de la verdad. Ryan Holiday lo llama quietud: la capacidad para mantener la estabilidad mientras el mundo gira, caóticamente, a nuestro alrededor. La quietud es la clave describe un camino para alcanzar ese estado a través del cuerpo, la mente y el espíritu. A partir de la obra de pensadores que van desde Confucio, Marco Aurelio y Séneca hasta John Stuart Mill y Friedrich Nietzsche, Holiday explica que la quietud no es mera inactividad, sino el umbral que nos permite acceder a la maestría, la disciplina y la concentración. Enriquecido con ejemplos contemporáneos de líderes y artistas como Winston Churchill, Ana Frank, Tiger Woods y Marina Abramović, y escrito con su característico lenguaje directo y conciso, este libro confirma el talento de Ryan Holiday para transmitir la sabiduría ancestral de manera accesible y relevante para las nuevas generaciones.

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El empeño es grandioso y la tarea divina alcanzar maestría libertad - photo 1

El empeño es grandioso y la tarea divina: alcanzar maestría, libertad, felicidad y calma.

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Prefacio

Eran los últimos años del siglo i . d.C. y Lucio Anneo Séneca, el individuo con mayor influencia política en Roma, el principal dramaturgo vivo de esa ciudad y su más sabio filósofo, tenía dificultades para trabajar.

El problema era el ruido atronador y apabullante que llegaba desde la avenida.

Roma había sido siempre una ciudad ruidosa —imagina el bullicio en las obras en construcción en Nueva York—, pero la calle donde vivía Séneca era presa de una ensordecedora estridencia de interrupciones. Unos atletas hacían ejercicio en el gimnasio debajo de sus aposentos, donde dejaban caer pesas al suelo. Una masajista aporreaba las espaldas de hombres obesos ya entrados en años. Los nadadores chapoteaban en el agua. A la entrada del edificio acababa de ser arrestado un carterista que hacía una escena. Los carruajes retumbaban a su paso por las empedradas calles, mientras los carpinteros martillaban en sus talleres y los vendedores proclamaban sus mercancías a gritos. Los niños jugaban y reían y los perros ladraban.

Al estruendo en la ventana había que sumar el simple hecho de que Séneca pasaba por un mal momento, de una crisis tras otra. El descontento en ultramar amenazaba sus finanzas. Él envejecía y lo sentía. Expulsado de la política por sus enemigos, su reciente enemistad con el emperador Nerón significaba que, por un mero capricho, éste podía ordenar que le cortaran la cabeza.

Desde la perspectiva de nuestra muy agitada vida, podemos suponer que aquéllas no eran las condiciones ideales para que un ser humano emprendiera algo, eran poco propicias para pensar, crear, escribir o tomar buenas decisiones. El ruido y las distracciones del imperio bastaban “para hacerme odiar incluso mis facultades auditivas”, confió Séneca a un amigo.

Pero, por una buena razón, esta escena ha atraído admiradores durante siglos. ¿Cómo es posible que, abrumado por la adversidad y toda suerte de dificultades, ese hombre no haya perdido la razón y haya encontrado serenidad para pensar claramente y escribir punzantes y esmerados ensayos, algunos de los cuales fueron concebidos en esa misma habitación y llegarían a millones de personas porque su autor alcanzó en ellos una verdad que muy pocos habían imaginado?

“He templado mis nervios contra toda clase de amenazas”, explicó Séneca a ese mismo amigo acerca del ruido. “Fuerzo a mi mente a concentrarse y evito que divague; puede existir todo un alboroto en el exterior siempre que no haya disturbio alguno en mi interior.”

¿Acaso no es eso lo que todos ansiamos? ¡Cuánta disciplina, qué concentración! ¿No querríamos poder desconectarnos de lo que nos rodea y disponer de nuestras facultades en todo momento y lugar pese a las dificultades? ¡Sería maravilloso! ¡Haríamos prodigios! ¡Seríamos mucho más felices!

Para Séneca y otros adeptos a la filosofía estoica, una persona era capaz de pensar bien, trabajar bien y estar bien, si podía desarrollar paz interior —alcanzar la apatheia, como ellos la llamaban—, aun si el mundo estaba en guerra. “Puedes estar seguro de que estás en paz contigo mismo”, escribió Séneca, “cuando ningún ruido te toca y ninguna palabra te distrae, así se trate de un halago, una amenaza o un mero y persistente zumbido.” En estas condiciones, nada podía tocar a los estoicos (ni siquiera un emperador perturbado), ninguna emoción podía inquietarlos, ninguna amenaza era capaz de interrumpirlos y disponían para su vital disfrute de cada instante del presente.

Esta seductora idea resulta todavía más valiosa si se considera el notable hecho de que casi la totalidad de los filósofos del mundo antiguo —a pesar de sus diferencias o la distancia que los separaba— llegaron justamente a esa misma conclusión.

Bien podrías haber sido pupilo de Confucio en el año 500 a.C.; alumno del filósofo griego Demócrito cien años después; o uno de los asiduos al huerto de Epicuro una generación más tarde y en todos esos sitios habrías escuchado enfáticos llamados a la imperturbabilidad, la calma y la tranquilidad.

La palabra budista que designa este concepto es upekkha. Los musulmanes hablaban del aslama. Los hebreos, del hishtavut. El segundo libro de la Bhagavad Gita, el poema épico del guerrero Arjuna, se refiere al samatvam, un “equilibrio de la mente, una paz que es siempre la misma”. Los griegos hablaban de euthymia y hesychia: los epicúreos, de ataraxia; los cristianos, de aequanimitas.

Nosotros hablamos de quietud.

De mantener la calma mientras el mundo gira a tu alrededor. De actuar sin frenesí. De sólo escuchar lo que debes escuchar. De disponer de sosiego —por dentro y por fuera— a voluntad.

De tener acceso al dao y el logos. La Palabra. El Camino.

Budismo, estoicismo, epicureísmo, cristianismo, hinduismo: es casi imposible mencionar una escuela filosófica o religiosa que no venere la paz interior —la quietud— como el mayor de los bienes y la clave para un desempeño excepcional y una vida feliz.

Y cuando toda la sabiduría del mundo antiguo está de acuerdo en algo, sólo un necio se negaría a hacerle caso.

Introducción

El llamado a la quietud es apacible. El mundo moderno, no.

Aparte del ruido, el parloteo, la intriga y la pugna entre facciones a los que estaban acostumbrados los romanos de la Antigüedad, nosotros tenemos el claxon de los automóviles, los estéreos, las alarmas de los teléfonos celulares, las notificaciones de las redes sociales, las motosierras, los aviones…

Nuestros problemas personales y profesionales son igualmente asfixiantes. Muchos competidores incursionan en nuestra industria. Nuestro escritorio está repleto de papeles y la bandeja de entrada rebosa de mensajes. Disponibles en todo momento, las actualizaciones y chats nunca están lejos de nosotros. Se nos bombardea con noticias y una alerta tras otra en cada una de las pantallas que poseemos, y son muchas. La rutina laboral nos desgasta y no se detiene jamás. Estamos sobrealimentados y desnutridos. Sobre estimulados, sobrecargados de compromisos y solos.

¿Quién de nosotros puede hacer un alto en estas condiciones? ¿Quién tiene tiempo para pensar? ¿Acaso existe alguien a quien no le afecten el ruido y los trastornos de nuestro tiempo?

Aunque el tamaño y la prisa de nuestros predicamentos son un fenómeno moderno, en realidad tienen raíces en un problema inmemorial. La historia demuestra, en efecto, que la capacidad de cultivar el silencio y sofocar la agitación de nuestro interior; de apaciguar la mente, comprender nuestras emociones y controlar el cuerpo ha sido desde siempre muy difícil de obtener. “Todos los problemas de la humanidad”, dijo Blaise Pascal en 1654, “se deben a que el hombre es incapaz de permanecer callado en una habitación.”

En el campo de la evolución, especies distintas —como las aves y los murciélagos— han creado adaptaciones similares para sobrevivir. Igual podría decirse de las escuelas filosóficas que, separadas por vastos océanos y grandes distancias, desarrollaron caminos muy particulares al mismo destino crucial: la quietud necesaria para que un ser humano se convierta en amo de su existencia; para que sobreviva y prospere en cualquier medio, por ruidoso o agitado que sea.

La idea de la quietud no es una necedad sensiblera del New Age o privativa de los monjes y los sabios, sino algo urgente e indispensable para todos, sea que dirijamos fondos de inversión, juguemos un Super Bowl, hagamos investigaciones en un campo nuevo o formemos una familia. La quietud es un camino a la iluminación y la excelencia, la grandeza y la felicidad, el buen desempeño y la presencia para

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