Ryan J. Stradal - El festín de la vida (Éxitos literarios) (Spanish Edition)
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- Libro:El festín de la vida (Éxitos literarios) (Spanish Edition)
- Autor:
- Editor:Maeva Ediciones
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- Año:2017
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El festín de la vida (Éxitos literarios) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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El festín de la vida (Éxitos literarios) (Spanish Edition) — leer online gratis el libro completo
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Una historia sobre la familia que perdemos, los amigos que encontramos y los encuentros casuales que determinan nuestra vida
Tener esta novela entre las manos es un disfrute para Maeva, también lo está siendo para las más de diez editoriales que la publican en todo el mundo y para los lectores que ya la han descubierto. Estamos seguros de que también lo será para los que todavía no conocen esta historia ni a su protagonista.
¿Quién es Eva Thorvald? Cuando empieza la historia, la protagonista de El festín de la vida todavía no existe. De hecho, sus padres ni siquiera se conocen. Que ella llegue a este mundo es totalmente casual, como lo son los encuentros que marcarán su existencia y la influencia que sus acciones tendrán en la del resto de personas que se cruzarán en su camino.
Todas las vidas son así, un puñado de encuentros, de emociones, de decisiones acertadas y fallidas. Pero siempre hay un hilo que empieza a tejerse en un momento dado, un punto de encuentro, un detonante: en el caso de Eva, es la pasión de su padre por la cocina, por los sabores y los aromas de los alimentos, pasión de la que él la hace partícipe desde que es solo un bebé.
Se puede decir que estaba escrito que ella se convirtiera en una chef de renombre, pero hasta que su destino se cumple, por la vida de Eva pasan muchas cosas y personas, y de eso nos habla el autor en esta novela: sobre cómo se entrelazan las vidas a partir de una pasión común, de las personas que nos quieren y de muchas casualidades.
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¡Feliz lectura!
La editora
Para Karen, que siempre dio lo mejor de sí misma
L ars Thorvald había amado a dos mujeres. Se acabó, pensó de pasada, sentado en los fríos peldaños de hormigón de la escalera de su apartamento. Tal vez podría haber amado a más de dos, pero resultaba difícil imaginar que las cosas pudieran haber ido de otra manera.
Aquella mañana, mientras desafiaba las órdenes del médico al introducir en la trituradora una paletilla de cerdo braseada, había contemplado desde la ventana de la cocina la nieve que se acumulaba sobre el tejado del restaurante Happy Chef, al otro lado de la autopista, a la par que cantaba una canción de amor para una de esas dos chicas, su pequeña hija, que dormía en el suelo del salón. Era una canción de los Beatles, en la que había sustituido el nombre de la chica de la letra original por el de la niña.
Desde los veintiocho años, no había vuelto a decirle «te quiero» a ninguna mujer. Y hasta los veintiocho, no había perdido la virginidad. Al menos, el primer beso lo había dado con veintiuno, aunque aquella chica dejó de devolverle las llamadas en menos de una semana.
Lars achacaba su mala suerte con las mujeres a la falta de amoríos durante la adolescencia, y achacaba la falta de amoríos durante la adolescencia al hecho de ser el chico que peor olía de la clase, curso tras curso. Desde los doce años, siempre que se acercaba la época de Navidad, empezaba a apestar como el suelo del mercado de pescado, e incluso cuando no olía mal, los demás niños se comportaban como si apestara, porque es lo que siempre hacen los niños. «El niño pez» era como lo llamaban durante todo el año, y la culpa la tenía una mujer sueca: Dorothy Seaborg.
U na tarde de diciembre de 1971, Dorothy Seaborg, de Duluth, Minnesota, resbaló en el hielo y se fracturó la cadera cuando se dirigía a recoger el correo del buzón, interrumpiendo con ello la línea de suministro de lutefisk para las cenas de los domingos de Adviento en la iglesia luterana de St. Olaf. El padre de Lars, Gustaf Thorvald –de la panadería Gustaf & Sons de Duluth, y uno de los noruegos más sobresalientes que podían encontrarse entre Cloquet y Two Harbors– había prometido a los feligreses de la parroquia de St. Olaf que no se suspendería el suministro de lutefisk; su familia intervendría para que se pudiera cumplir con la colosal tradición escandinava por el bien de toda la región de Twin Ports.
Daba igual que ni Gustaf ni su esposa, Elin, ni sus hijos, hubieran visto jamás un bacalao vivo, y mucho menos que nunca hubieran capturado uno para luego golpearlo hasta dejarlo blando, secarlo, macerarlo en sosa cáustica, lavarlo a fondo con agua fría, o realizar la cuidadosa cocción requerida para conseguir algo que, incluso cuando estaba preparado a la perfección, parecía neblina tóxica convertida en gelatina y olía a agua de acuario hervida. Y como todos los de la casa eran igual de ineptos para desempeñar el trabajo, la tarea recayó sobre Lars, de doce años, y sobre su hermano Jarl, de diez, librándose de la tarea el hermano menor, Sigmund, de nueve años, pero solo porque a él sí le gustaba el lutefisk .
–Como Lars y Jarl no lo soportan –le dijo Gustav a Elin–, podemos contar con que no comerán nada de nada. Y con ello nos ahorraremos daños y pérdidas.
Gustav estaba muy satisfecho con su razonamiento, y Elin, pese a que seguía pensando que era una mala pasada para sus hijos, no dijo nada. El suyo era un matrimonio mixto –entre un noruego y una danesa–; en consecuencia, todas las cosas que eran culturalmente importantes para uno y no lo eran para el otro gozaban de carta blanca y tan solo se criticaban en compañía de gente del mismo origen.
A un así, ese contacto íntimo a lo largo de los años con su herencia cultural no hizo evolucionar los sentimientos de los chicos Thorvald. Jarl, que seguía comiéndose los mocos, prefería el sabor de las pelotillas al del lutefisk, dada su similitud en consistencia y color. Lars, por su parte, se pasaba el día esquivando a las ancianas escandinavas que se acercaban a él en la iglesia y le decían: «Un joven que sabe preparar el lutefisk tan bien como tú se hará muy popular entre las señoras». Por propia experiencia, había llegado a la conclusión de que saber preparar el lutefisk inspiraba más repulsión que otra cosa, o, en el mejor de los casos, una total indiferencia entre sus potenciales parejas. Ni siquiera las chicas que afirmaban que les gustaba el lutefisk deseaban olerlo si no era en el momento de comerlo, y Lars no podía darles otra alternativa. Las vacaciones navideñas, que antaño esperaba con ansia, se convirtieron para él en un mes cruel de pestilencia y rechazo, y, gracias a los compañeros del colegio, sus consecuencias sociales se prolongaban inevitablemente más allá del momento en que los árboles de Navidad, ya marchitos, quedaban abandonados en las aceras.
C uando Lars cumplió los dieciocho, la tolerancia que en su día pudiera haber albergado hacia tan inflexible tradición había quedado erosionada por completo. Tenía las manos marcadas con cicatrices de tanto macerar bacalao en sosa cáustica. Cada año que pasaba, el olor se aferraba con más fuerza a poros, uñas, cabello y zapatos, y no solo porque la superficie de esos elementos hubiera aumentado con la edad. Lars se había convertido además en un pequeño mago de la cocina y, gracias a su involuntario dominio de la trágica afición que representaba la preparación del lutefisk, su potencial se había disparado. Los luteranos llegaban de lugares tan alejados como Fergus Falls para probar el « lutefisk Thorvald», aunque Lars nunca vio a ninguna joven atractiva entre ellos.
Y como si el padre de Lars quisiera sumarle más mofa al asunto, el día de Navidad tenía la costumbre de obligarle a comer una pequeña ración de aquella porquería.
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