S i el pesimismo y la inseguridad nos impidieron un ascenso personal o profesional, si el tráfico cotidiano saca nuestro monstruo interno de furia, si los celos nos dominan en las relaciones, y la impaciencia y la culpa son moneda corriente con nuestros hijos… es tiempo de actuar.
Con El analfabeto emocional , Ismael Cala nos propone huir de la victimización, dejando atrás miedos y creencias limitantes. A sí tomaremos nuestras propias decisiones, teniendo en cuenta diferentes formas de pensamiento para vivir a pleno; sin modos reactivos ni frustraciones. “Entre más uno cultiva la inteligencia emocional, más desarrolla su propia confianza y transparencia, sobre la base de una intuición innata”.
El día
en que aprendí a leer
(de verdad)
La inteligencia emocional no es lo contrario de la inteligencia, no es el triunfo del corazón sobre la cabeza. Es la única intersección de ambas.
David R. Caruso
D urante mucho tiempo he sido un analfabeto emocional, a pesar de haber estudiado dos carreras universitarias, de haber tomado varios cursos profesionales y de contar con una sólida educación familiar. En casa, mi madre y mi abuela me inculcaron valores humanos profundos, fundamentales para sobrevivir en un mundo difícil —y muchas veces cruel—, pero no consiguieron llegar más allá. Sencillamente, porque desconocían ese “más allá”, que no tiene nada que ver con la muerte. El nuestro era un hogar humilde, como la gran mayoría de los del pueblo donde nací y crecí. Mi abuela Annea era una mujer excepcional, con un carácter fuerte y convicciones muy firmes. Pese a haber perdido el equilibrio emocional desde muy joven, debido a la muerte de un hijo, Annea trabajó todo lo que pudo para sembrar en mí ciertos valores que provenían del sentido común y del cariño. Vivo inmensamente agradecido por haber contado con su apoyo y guía. Sobre todo, porque aquella era una sociedad complicada: la familia influía menos que el Estado cubano en la educación general de los niños y jóvenes. A pesar de las largas ausencias de mi padre, aquellas dos mujeres —madre y abuela— echaron sobre sus hombros la formación de nuestros valores. No hay que olvidar que en la Cuba comunista la religión estaba proscrita; la espiritualidad laica era innombrable en un país declarado oficialmente “materialista”. Por tanto, huérfanos de cualquier visión alternativa sobre el ser humano, solo nos quedaba la familia: un reducto en el cual se hablaban temas que no debíamos mencionar en otros lugares. El panorama que describo no significa que las sociedades con libertad religiosa absoluta, o que permitan un mayor papel de la familia en la educación, hayan solucionado el problema de la inteligencia emocional. No, porque en estas aparecen otros fenómenos que lo impiden.
Modulando mis emociones
Desde los quince años, mi abuela —casi inconscientemente— empezó a modular mis emociones sobre un tema tan complejo como la muerte. Entonces, repetía a menudo que se moriría ese año; me obligaba a prepararme para cuando no estuviera. A esa edad, yo no imaginaba mi vida sin ella pero, si lo analizo en la distancia, aquella angustia empezó a formar en mí una actitud frente a la muerte; una emoción perturbadora que me obligó a reflexionar , hasta conseguir las ideas que defiendo hoy. Sin embargo, mi abuela Annea, mi primera “maestra” de vida, cayó en la trampa emocional de convertirse en víctima, y nunca mitigó el dolor que le causó la pérdida de su hijo. Quiso vivir mientras estuve a su lado, en el hogar familiar, pero abandonó toda esperanza el día en que decidí construir mi propia vida. ¿Cuál habría sido su reacción si hubiese estado preparada emocionalmente para un momento inevitable? ¿Qué lecciones nos dejan la soledad autoinducida, la dependencia excesiva hacia los demás y las heridas eternamente abiertas?
Como he contado en alguna otra ocasión, mi familia ha estado marcada por el suicidio. Mi padre intentó quitarse la vida varias veces; yo tenía seis años cuando mi abuelo se ahorcó; mi tía Araceli tomó la misma decisión un tiempo después. Y todo esto ocurría en una fase compleja de mi formación como individuo. Algo andaba mal, y yo lo sabía, aunque me resultaba difícil entender por qué poseíamos una herencia genética tan cruel. Con mi abuela aprendí una condición emocional imprescindible: hay que huir de la victimización. Sin embargo, las soluciones no son cuestión de días, sino de un aprendizaje permanente.
Hay quienes desprecian la literatura inspiracional, casi siempre sin conocerla a fondo. Sobran en este mundo quienes afirman saberlo todo, absolutamente todo. Ilusamente, creen que no necesitan aprender nada más. Muchas veces los observo en conferencias, cursos y otras actividades. Llegan con ideas preconcebidas, colocan su estatus económico por encima de todo —como un puñetazo sobre la mesa—, esperando la rendición total de los demás e intentando medir la felicidad en millones. Quienes se comportan de tal modo tampoco se muestran muy dispuestos a compartir. Conciben el mundo desde su refugio de cristal, como si las posesiones materiales alcanzadas fuesen suficientes para apertrechar el espíritu. Presento estas observaciones desde el mayor respeto, con el ánimo de llamar la atención y siguiendo el sentido común. No me considero un maestro ni un gurú. Simplemente, he vivido y estoy aquí para contarlo. Puedo dar fe de mi transformación espiritual, de cómo he debido convertirme en un gladiador de la mente. No sé dónde estaría ahora mismo si me hubiera conformado con la inercia de eso que llaman destino. Ni la situación económica de mi círculo familiar, ni la realidad del país donde nací, ni las barreras con que uno se tropieza en cualquier lugar del planeta consiguieron hacerme desfallecer. Pero, reitero, la batalla por la subsistencia no termina nunca.
Desde la infancia
Escribo este libro porque considero que el camino a la espiritualidad, a la libertad personal y a la inteligencia emocional debería comenzar en la infancia, para que familiares y maestros ayuden a reafirmar el potencial de niños y adolescentes. Hay muchos seres humanos rendidos a la frustración porque su voz fue silenciada en esas etapas tan complejas y determinantes del ser humano. El estímulo temprano permite un tiempo de maduración imprescindible para lograr el equilibrio de la autoestima; pero, si no fue posible que esto sucediera en las mejores condiciones, aún estamos a tiempo.
El aprendizaje es eterno . En la adultez podemos reparar algunos daños del pasado, con dedicación y paciencia. Pero el “milagro” solo se hará realidad si entendemos en qué tramo del camino estamos, si llegamos a comprender que el problema existe y, por supuesto, si nos proponemos crecer para solucionarlo. Como ya se ha visto, una instrucción escolar de calidad no es suficiente para formar seres humanos equilibrados. Es, sin dudas, una excelente base. Aprecio con satisfacción cómo mejoran los datos sobre alfabetismo educacional en el mundo, pero temo que no avanzamos mucho. A la par que progresamos en índices educativos y celebramos que un número mayor de personas tiene acceso a la educación, cuestionamos el modelo que excluye del sistema a la inteligencia emocional. Sencillamente, la vida es un todo, y como tal ha de abordarse. Formar hombres y mujeres no es únicamente instruir a ingenieros, carpinteros, médicos o comerciales. Eso es educarlos en una profesión u oficio. Para vivir, que es lo que hacemos la mayoría de los humanos antes, durante y después de trabajar, son necesarias más herramientas. Porque la vida es única e irrepetible, porque miles de personas convivirán con nosotros a través de los años, desde la escuela hasta el hogar de ancianos; porque, en resumen, la Humanidad necesita nuestro talento profesional, pero también pide a gritos otro modelo de convivencia.