Dr. Giorgio Di Mola
A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
INTRODUCCIÓN
Proponer un método terapéutico alternativo a la medicina oficial despierta en el público una instintiva reacción de escepticismo y perplejidad, pero no menos de curiosidad. Como médico tradicional «convertido» también a métodos curativos no encuadrados en la medicina oficial, hace años que me veo obligado a mantener una pequeña batalla que me enfrenta a opiniones muy difíciles de cambiar, por cuanto se sustentan en una actitud de obstinada oposición, más o menos inflexible, o carecen de la menor voluntad de comprender.
Desde niños estamos acostumbrados a ver al médico y a la medicina de la siguiente forma: una persona nos hace una serie de preguntas sobre los síntomas del mal que nos aqueja, examina, toca, ausculta, y luego formula su parecer (el diagnóstico) sobre nuestro estado de salud (la terapia) en la que indica los fármacos que debemos tomar. Estos fármacos (los medicamentos) están compuestos generalmente de varios productos químicos, y casi siempre se reconocen por el gusto, el olor y la presentación; llevan un prospecto en el interior que explica el modo de usarlos («salvo contraindicación médica»), y contiene algunas advertencias de carácter general y particular sobre la mayor o menor toxicidad del producto (para dosis inapropiadas, en caso de embarazo, o para niños).
Cualquiera de nosotros, cuando ha estado enfermo, ha podido vivir una experiencia similar. ¿Quién no recuerda la típica visita del médico, las medicinas, el malestar causado por la enfermedad, más otros que se añadían provocados por el uso prolongado de los fármacos, inevitablemente tóxicos para un organismo que se encuentra sometido a prueba?
Estas consideraciones elementales nos brindan ya unos cuantos motivos para acercarnos a los métodos terapéuticos alternativos, como, por ejemplo, individualizar la propia enfermedad y con ello «personalizarla», o quitarse de encima la esclavitud de los fármacos, que tarde o temprano acaban siendo perjudiciales para el organismo. Si a ello añadimos el compromiso de aplicar únicamente métodos curativos «naturales» (es decir, en armonía con el medio en que vivimos), que mantienen casi todas las llamadas medicinas alternativas, se comprenderá enseguida el éxito incesante con que irrumpen en el mercado de la salud las prácticas médicas no tradicionales. Hoy más que nunca el hombre necesita sentirse en armonía con el Universo. Su intuición le dice que el estado de salud no es otra cosa que un momento de total armonía con la naturaleza, mientras que la enfermedad, por el contrario, es un desequilibrio de energías, de fuerzas no conjuntadas.
¿Acaso cabe otra explicación para las múltiples afecciones estacionales que nos aquejan, sean o no de tipo alérgico (gripes, polinosis, asma, etc.), para las molestias que se presentan periódicamente, como úlceras, cefaleas, cólicos, palpitaciones, o las dolencias que van estrechamente ligadas a las distintas condiciones atmosféricas (calor, sequía, viento, humedad)? ¿Y por qué razón, podemos todavía preguntarnos, en circunstancias idénticas no afectan a todos por igual las mismas dolencias?
Se diría que en la actualidad la medicina oficial no dispone del tiempo necesario para reflexionar sobre la dinámica de los cambios ambientales, naturales, atmosféricos, climáticos, que pueden condicionar la salud. Aun cuando admite y reconoce su existencia, no los trata como factores que deben ser respetados y asumidos (siendo, como son, inevitables), sino que los combate con medios que, en lugar de armonizar las diversas energías que ponen en juego, las hacen entrar en tal confrontación que necesariamente acaban aniquilando alguna. Bien es cierto que el organismo vence a menudo esa batalla, pero ¡qué precio tiene que pagar a cambio, y por cuántos traumas ha de pasar!
Baste pensar en la cantidad (y en la calidad) de sustancias que el enfermo se ve obligado a recibir, transformar y eliminar, hasta que logra vencer la enfermedad; sin referirnos a técnicas más agresivas y nocivas a las que tan a menudo se ve obligado a recurrir el médico tradicional (radiaciones, ultrasonidos, intervenciones quirúrgicas, etc.). Parece como si se hubiera olvidado que el verdadero objeto de la medicina es prever y prevenir el desarrollo de la enfermedad, para mantener el estado de salud. Así observamos hoy, como una norma, la actitud pasiva con que se sitúa la medicina ante los procesos morbosos, una posición de tipo antitético, de mantenerse a la expectativa; de esperar a que se haya manifestado la enfermedad para después combatirla con todos los medios de que puede disponer.
De este modo actúa la medicina que todos conocemos, una medicina «anti» o «contra» la enfermedad, como se prefiera llamarla, una medicina que cura las dolencias empleando sustancias que simplemente combaten los síntomas o el malestar (antineurálgicos, antigripales, antiheméticos, antihistéricos, etc.), sin tomar en cuenta el verdadero origen del mal, con lo que este puede reaparecer sucesivamente y revestir cada vez mayor gravedad y complejidad. De ese mismo modo nace también una cierta desconfianza ante la medicina oficial, a la que, sin embargo, no pretendemos discutir las importantísimas ventajas derivadas de la investigación científica, del progreso de las tecnologías, y de lo mucho que se ha avanzado en materia de diagnósticos; una medicina que con mucha frecuencia va más allá del objetivo que se ha fijado, quiza debido, precisamente, a un exceso de celo.
Pienso que casi todos, posiblemente a través de la experiencia de personas más o menos allegadas, hemos tenido ocasión de vivir el absurdo viaje a lo largo de innumerables exámenes médicos, pruebas y exploraciones a menudo costosísimas, repetidos internamientos y medicaciones de prueba. Los hospitales están llenos de estos pacientes cuya única grave enfermedad es la de haber entrado en una peligrosa espiral de exámenes, diagnósticos, tratamientos fallidos, más exámenes, etc. Como están llenos también de enfermos que padecen enfermedades yatrógenas, es decir, provocadas o mantenidas por el propio médicamento que debería combatirlas, a causa de la actitud mental a la que antes hemos aludido o por un uso inapropiado de los fármacos. Son enfermedades imprecisas, largas y difíciles de tratar. Un ejemplo de enfermedades yatrógenas, particularmente frecuente hoy día, son la gastritis o la úlcera provocadas por el uso de antiinflamatorios.