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Sue Stuart-Smith - La mente bien ajardinada: Las ventajas de vivir al ritmo de las plantas

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Sue Stuart-Smith La mente bien ajardinada: Las ventajas de vivir al ritmo de las plantas
  • Libro:
    La mente bien ajardinada: Las ventajas de vivir al ritmo de las plantas
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    Penguin Random House Grupo Editorial España
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    2021
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La mente bien ajardinada: Las ventajas de vivir al ritmo de las plantas: resumen, descripción y anotación

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Unamaravillosaexploracióndeljardíncomolugar mental y delospoderes de lanaturaleza.

Un jardín es un refugio ideal para huir del ajetreo del mundo y conectar con la naturaleza. Sin embargo, sabemos muy poco sobre los verdaderos beneficios de la jardinería. Investigaciones recientes demuestran que, cuando la practican, los presos tienen menos probabilidades de reincidir, los jóvenes en riesgo de exclusión tienden a perseverar en el sistema educativo y los ancianos viven más y mejor.

Repleto de curiosidades científicas y emocionantes historias humanas, La mente bien ajardinada es una poderosa combinación de neurociencia, literatura, historia y psicoanálisis que indaga en el secreto que muchos jardineros conocen desde siempre: el contacto con la naturaleza puede transformar radicalmente nuestra salud y nuestra autoestima.

Sue Stuart-Smith, distinguida psiquiatra, apasionada jardinera y brillante narradora, entreteje ejemplos como el papel clave de la horticultura para su abuelo tras la Primera Guerra Mundial, la obsesión de Freud por las flores y curiosas historias clínicas de sus propios pacientes. Con todo ello, nos convence de hasta qué punto puede influirnos la conexión con los ciclos de la naturaleza (en los que, tras la descomposición, brota de nuevo la vida), de las muchas formas en que la mente y el jardín interactúan y de la idea de que hundir nuestras manos en la tierra puede ser un modo de cuidarnos a nosotros mismos.

La crítica ha dicho:
«Sin duda el libro sobre jardinería más original de todos los tiempos.»
The Sunday Times

«Una investigación elegante y completa que muestra lo enriquecedor que es para la mente cambiar la pantalla por el verde. Nos ha hecho un gran favor al escribir este libro.»
The Observer

«Bellamente escrito y repleto de revelaciones sobre el placer y los beneficios del cuidado de las plantas. Inspirador.»
The Guardian

«Mezcla de horticultura, literatura e historia, es un libro edificante, alimento para el alma.»
The Times

«Una fascinante asociación entre la ciencia de la psiquiatría y el antiguo arte de la jardinería.»
Financial Times

«Un logro impresionante. Este sí que es un libro optimista.»
The Spectator

«Convincente y conmovedor, muestra hasta qué punto nuestro bienestar depende del contacto con la jardinería y la naturaleza. Léanlo.»
Edmund De Waal

«El libro más inteligente que he leído en muchos años. Un relato convincente de cómo las mentes atribuladas pueden reconectarse consigo mismas y recuperar la confianza a través de la naturaleza. Muy recomendable.»
Stephen Fry

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Índice

A Tom

Todo lo inteligente ya ha sido pensado, solo hay que intentar pensarlo una vez más.

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

1
El principio

... acércate a la luz de las cosas,

deja que la naturaleza sea quien te enseñe.

WILLIAM WORDSWORTH ( 1770 - 1850 )

Mucho antes de que quisiera ser psiquiatra, mucho antes de que tuviera la menor idea de que la jardinería pudiera desempeñar un papel importante en mi vida, recuerdo haber oído la historia de cómo mi abuelo se rehízo después de la Primera Guerra Mundial.

Lo bautizaron Alfred Edward May, pero todo el mundo le llamaba Ted. Era poco más que un adolescente cuando se enroló en la Marina Real, donde se formó como operador de radio Marconi y luego como tripulante de submarino. En la primavera de 1915, durante la campaña de Galípoli, el submarino en el que servía encalló en los Dardanelos. La mayor parte de la tripulación sobrevivió, pero los marineros fueron capturados. Ted tenía una libretita en la que anotó sus vivencias de los primeros meses de cautiverio en Turquía, pero no dejó constancia del tiempo posterior que pasó en una serie de brutales campos de trabajo, el último de los cuales fue una fábrica de cemento situada a orillas del mar de Mármara, de la que finalmente se fugó en una embarcación en 1918.

Ted fue rescatado y atendido en un barco-hospital británico, donde recuperó las fuerzas suficientes para emprender el largo viaje de vuelta a casa por tierra. Ansioso por reunirse con su prometida, Fanny, a quien había dejado en Inglaterra cuando era un joven sano y en forma, apareció un buen día en la puerta de su casa vestido con un viejo impermeable y un fez turco en la cabeza. A Fanny le costó reconocerlo porque Ted pesaba apenas cuarenta kilos y se le había caído todo el pelo. El viaje de seis mil kilómetros había sido, según le contó a Fanny, «horrendo». Cuando le hicieron un reconocimiento médico en la Marina, concluyeron que estaba tan desnutrido que solo le quedaban unos meses de vida.

Pero ella lo cuidó fielmente, alimentándolo a base de pequeñas cantidades de sopa y de otros alimentos cada hora, para que poco a poco pudiera volver a digerir la comida. Ted comenzó el lento proceso de recuperación, y no mucho tiempo después él y Fanny se casaron. Durante su primer año de matrimonio, él se pasaba horas sentado frotándose la cabeza calva con dos cepillos suaves, con el propósito de que volviera a crecerle el pelo. Y cuando por fin le creció, fue abundante, pero cano.

El amor, la paciencia y la determinación permitieron a Ted desafiar el sombrío pronóstico que le habían dado, pero se guardó sus experiencias en el campo de prisioneros, que lo atormentaban con terrores nocturnos. Temía especialmente a las arañas y a los piojos porque se paseaban sobre los prisioneros cuando estos intentaban dormir. Durante años, no pudo soportar estar a solas en la oscuridad.

La siguiente fase de la recuperación de Ted comenzó en 1920, cuando se inscribió en un curso de un año sobre horticultura, una de las muchas iniciativas que surgieron en los años de posguerra con el objeto de rehabilitar a los exmilitares traumatizados. Después de esto, se marchó a Canadá y dejó a Fanny en Inglaterra. Fue en busca de nuevas oportunidades, con la esperanza de que el cultivo de la tierra pudiera mejorar su fuerza física y mental. En aquella época, el Gobierno canadiense había puesto en marcha programas para atraer a los exmilitares, y miles de hombres que habían vuelto de la guerra hicieron la larga travesía del Atlántico.

Ted trabajó recogiendo trigo en Winnipeg y después encontró un empleo más estable como hortelano en un rancho ganadero de Alberta. Fanny estuvo a su lado durante una parte de los dos años que pasó allí, pero por el motivo que fuera, su sueño de empezar una nueva vida en Canadá no se hizo realidad. Sin embargo, cuando Ted regresó a Inglaterra era un hombre más fuerte y en forma.

Al cabo de unos años, él y Fanny compraron una pequeña finca en Hampshire, donde Ted criaba cerdos, abejas y gallinas, y cultivaba flores, frutas y verduras. Durante cinco años, en la Segunda Guerra Mundial, trabajó en la emisora de radio del almirantazgo en Londres; mi madre recuerda la maleta de piel de cerdo que Ted llevaba consigo en el tren, llena hasta los topes de carne de animales sacrificados en casa y de verduras de la granja. Él y la maleta volvían con suministros de azúcar, mantequilla y té. Mi madre cuenta, no sin orgullo, que la familia nunca tuvo que comer margarina durante la guerra y que Ted incluso cultivaba su propio tabaco.

Recuerdo su buen humor y su carácter afectuoso, un afecto que emanaba de un hombre que, a mis ojos de niña, me parecía robusto y feliz. No resultaba imponente ni hacía ostentación de sus traumas. Dedicaba horas al cuidado del huerto y del invernadero, y casi siempre tenía la pipa pegada a la boca y una bolsa de tabaco a mano. En nuestra mitología familiar, su larga y saludable vida —vivió hasta muy avanzados los setenta años—, así como la superación de algunos de los terribles abusos que experimentó, se atribuyen a las propiedades reparadoras de la horticultura y del cultivo de la tierra.

Ted murió repentinamente cuando yo tenía doce años, por la rotura de un aneurisma mientras estaba paseando a su queridísimo perro pastor de Shetland. El periódico local publicó un obituario titulado: «Ha muerto el que fuera el tripulante de submarino más joven del país», en el que contaban que le habían dado por muerto en dos ocasiones durante la Primera Guerra Mundial y que, cuando él y un grupo de otros prisioneros escaparon de la fábrica de cemento, habían aguantado durante veintitrés días a base de agua. Las últimas palabras del obituario daban fe de su amor por la jardinería: «Dedicaba gran parte de su tiempo libre a trabajar en su extenso jardín y se hizo famoso en su pueblo por el cultivo de varias orquídeas poco comunes».

En su fuero interno, mi madre debió de inspirarse en su ejemplo cuando la muerte de mi padre, que aún no había cumplido los cincuenta, la dejó viuda a una edad relativamente joven. En la primavera del año siguiente, encontró un nuevo hogar y emprendió la tarea de restaurar el jardín de la casita de campo abandonada. Yo, que por aquel entonces era la típica joven egocéntrica, me di cuenta de que, en paralelo con los trabajos de cavar y arrancar las malas hierbas, se estaba produciendo un proceso de asimilación de la pérdida.

En esa época, no creía que la jardinería fuera algo de lo que me ocuparía durante mucho tiempo. Me interesaba el mundo de la literatura y quería llevar una vida orientada a lo intelectual. Para mí, la jardinería era una forma de tarea doméstica al aire libre, y mi disposición para arrancar hierbas era la misma que para hornear bollos o lavar cortinas.

Mi padre había ingresado de forma intermitente en el hospital durante mis años en la universidad y murió justo cuando yo empezaba el último curso. La noticia nos llegó a altas horas de la madrugada por teléfono, y en cuanto amaneció salí a caminar por las calles vacías de Cambridge y crucé el parque hasta al río. Era un día luminoso y soleado de octubre y todo en el mundo era verdor y quietud. Los árboles, la hierba y el agua me consolaban hasta cierto punto, y en ese entorno apacible, logré reconocer para mí misma la horrible realidad de que, por hermosa que fuera la mañana, mi padre ya no viviría para verla.

Puede que este lugar verde y húmedo me recordara tiempos más felices y el paisaje que me había impresionado por primera vez cuando era niña. Mi padre tenía un barco en el Támesis, y cuando mi hermano y yo éramos pequeños, pasamos muchos festivos y fines de semana en el agua —una vez hicimos una expedición hasta el nacimiento del río— o lo más cerca posible. Recuerdo el silencio de la niebla matinal, la sensación de libertad en verano jugando en los prados y pescando con mi hermano, en lo que entonces era nuestro pasatiempo favorito.

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