«El objetivo del presente libro es afirmar que Huxley tenía razón, que la amenaza más significativa planteada por la biotecnología contemporánea estriba en la posibilidad de que altere la naturaleza humana y, por consiguiente, nos conduzca a un estadio posthumano de la historia. Esto es importante, alegaré, porque la naturaleza humana existe, es un concepto válido y ha aportado una continuidad estable a nuestra experiencia como especie. Es, junto con la religión, lo que define nuestros valores básicos. La naturaleza humana determina y limita los posibles modelos de regímenes políticos, de manera que una tecnología lo bastante poderosa para transformar aquello que somos tendrá, posiblemente, consecuencias nocivas para la democracia liberal y para la naturaleza de la propia política.
Puede suceder, como en el caso de 1984, que a la larga descubramos que las consecuencias de la biotecnología son completa y asombrosamente benignas, y que hacíamos mal al preocuparnos. Es posible que al final la tecnología resulte ser mucho menos poderosa de lo que parece hoy en día, o que los responsables sean moderados y cautos a la hora de aplicarla. Sin embargo, una de las razones por las que no soy tan optimista es que la biotecnología en contraste con otros muchos avances científicos encierra beneficios evidentes, pero también peligros más sutiles».
Francis Fukuyama
El fin del hombre
Consecuencias de la revolución biotecnológica
ePub r1.0
XcUiDi 22.08.18
Título original: Posthuman Society
Francis Fukuyama, 2002
Traducción: Paco Reina
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.2
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A John Sebastian, no menos importante por ser el último
Basta: se avecina un tiempo en que la política tendrá un significado diferente.
FRIEDRICH NIETZSCHE,
La voluntad de poder, 954
Prefacio
Escribir un libro sobre biotecnología puede parecer un salto significativo en alguien que, en los últimos años, se ha interesado fundamentalmente por cuestiones relativas a la cultura y la economía, pero en realidad tiene su razón de ser.
A principios de 1999 Owen Harries, editor de The National Interest, me pidió que escribiese una retrospectiva sobre mi artículo «¿El fin de la historia?», publicado originalmente diez años antes, en el verano de 1989. En dicho artículo yo sostenía que Hegel tuvo razón al afirmar que la historia había finalizado en 1806, dado que no se había producido ningún avance político esencial más allá de los principios de la Revolución Francesa, que el filósofo había visto consolidados por la victoria de Napoleón en la batalla de Jena, aquel mismo año. La caída del comunismo, en 1989, únicamente señaló el resultado de una convergencia más amplia hacia la democracia liberal en todo el mundo.
Al examinar con detenimiento las numerosas críticas aparecidas a raíz de aquel primer artículo, me pareció que lo único que no admitía refutación alguna era el argumento de que no podía darse el fin de la historia a menos que se diera el fin de la ciencia. Tal como yo había descrito el mecanismo de una historia universal progresiva en una obra posterior, El fin de la historia y el último hombre, el desarrollo de la ciencia natural moderna —y la tecnología derivada de ésta— se presenta como uno de sus principales motores. Buena parte de la tecnología de finales del siglo XX, como la denominada revolución informática, ha contribuido en gran medida a la expansión de la democracia liberal. Sin embargo, no nos hallamos, ni mucho menos, cerca del fin de la ciencia; de hecho, parecemos estar inmersos en un período de avances monumentales en las ciencias de la vida.
En cualquier caso, llevaba algún tiempo reflexionando sobre la repercusión de la biología moderna en nuestro modo de entender la política. Este interés surgió a partir de un grupo de estudio que dirigí durante algunos años y que pretendía analizar el efecto de las nuevas ciencias en la política internacional. Algunas de mis ideas iniciales sobre el particular quedaron reflejadas en mi libro La gran ruptura, que versaba sobre la cuestión de la naturaleza y las normas humanas, y sobre cómo nuestro modo de entenderlas se veía determinado por los nuevos conocimientos empíricos en campos como la etología, la biología evolutiva y la neurociencia cognitiva. Pero la invitación a escribir un estudio retrospectivo sobre «el fin de la historia» supuso la oportunidad para empezar a pensar en el futuro de una manera más sistemática, lo que dio como resultado un artículo publicado en The National Interest en 1999, titulado «Seconds Thoughts: The Last Man in a Bottle». El presente volumen constituye una ampliación pormenorizada de los temas allí abordados.
Los atentados terroristas contra Estados Unidos ocurridos el 11 de septiembre de 2001 volvieron a suscitar dudas sobre la tesis del fin de la historia, esta vez con el argumento de que estamos presenciando un «choque de civilizaciones» (por utilizar la expresión de Samuel P. Huntington) entre Occidente y el islam. Creo que estos sucesos no prueban nada semejante y que el radicalismo islámico impulsor de tales atentados se reduce a un desesperado núcleo de resistencia que, con el tiempo, quedará sofocado por la corriente, más generalizada, de la modernización.
A lo que sí apuntan tales sucesos, sin embargo, es al hecho de que la ciencia y la tecnología, de las que surge el mundo moderno, representan en sí mismas los principales puntos débiles de nuestra civilización. Aviones de pasajeros, rascacielos y laboratorios de biología —todos ellos símbolos de modernidad— se utilizaron como armas en un golpe de malévolo ingenio. La presente obra no trata sobre las armas biológicas, pero la aparición del bioterrorismo como amenaza real indica la necesidad, esbozada a grandes rasgos en este libro, de un mayor control político sobre los usos de la ciencia y la tecnología.
Son muchas, huelga decirlo, las personas que me han ayudado en este proyecto y a las que quisiera manifestar mi agradecimiento. Entre ellas están David Armor, Larry Arnhart, Scott Barrett, Peter Berkowitz, Mary Cannon, Steve Clemons, Eric Cohen, Mark Cordover, Richard Doerflinger, Bill Drake, Terry Eastland, Robin Fox, Hillel Fradkin, Andrew Franklin, Franco Furger, Jonathan Galassi, Tony Gilland, Richard Hassing, Richard Hayes, George Holmgren, Leon Kass, Bill Kristol, Jay Lefkowitz, Mark Lilia, Michael Lind, Michael McGuire, David Prentice, Gary Schmitt, Abram Shulsky, Gregory Stock, Richard Velkley, Caroline Wagner, Mark Wheat, Edward O. Wilson, Adam Wolfson y Robert Wright. Estoy sumamente agradecido a mi agente literaria, Esther Newberg, y a todos los miembros de International Creative Management que me han ayudado a lo largo de los años. Mis ayudantes de investigación, Mike Curtis, Ben Allen, Christine Pommerening, Sanjay Marwah y Brian Grow, prestaron una ayuda inestimable. Cynthia Paddock, mi ayudante para todo, colaboró en la realización final del manuscrito. Como siempre mi esposa, Laura, comentó atentamente el manuscrito, aportando sus firmes puntos de vista sobre algunas cuestiones.