A mi abuelita Julieta, que a sus noventa y siete años me enseña todos los días cómo envejecer dignamente, sin miedo, con alegría y con una hermosura sin igual
Introducción
Siempre es difícil terminar una investigación, porque me quedo con la horrible sensación de que falta información, de que podría haber afinado cualquiera de sus aristas y de que, al final, podría haber seguido en ella por un tiempo más, antes de emprender la aventura de transmitírselas a ustedes. Además, la vejez es un tema muy complejo al que me ha costado imprimirle mi sello aterrizándolo a términos sencillos, tal como he hecho en mis cinco libros anteriores. Es un tema complejo quizá porque nos enfrenta con lo esencial de la vida, porque tiene que ver con explicar su ciclo y su sentido, o bien porque se conecta con una cierta concepción del tiempo y con otras tantas ideas que hoy determinan nuestra sociedad.
Pero aquí estoy otra vez, intentando contarles el maravilloso recorrido que hice y las desafiantes conclusiones a las que llegué al finalizar la investigación. Y el mejor indicio de que escribir este libro era necesario, al menos para mí, es que es el primero que redacté con lentes de aumento, porque ya casi no veo de cerca. Ésa es una de las evidencias que nos dicen que el tiempo pasa, y hay que aceptar que debemos guardar los lentes en el bolso junto con el celular y la billetera, o deberíamos tener varios para dejarlos en lugares estratégicos porque los perdemos todo el tiempo. Nunca olvidaré cuando una mañana en un hotel me lavé el pelo con acondicionador porque no alcancé a reconocer las letras en el envase. Esta imagen (patética, pero muy divertida) inauguró una nueva etapa en mi vida; a ésta se le sumaban los cambios en el cuerpo, lo que cuesta a cierta edad bajar de peso, la necesidad vital de hacer ejercicio y tantas otras variables que, junto con los miles de testimonios recogidos durante casi cuatro años me hicieron pensar que aquí había un tema que tratar.
En el curso de esta investigación, la frase que más escuché fue: “¡No quiero envejecer!”, y yo me preguntaba por qué repetimos tanto esa frase absurda, la cual, en parte, motivó este estudio. Resulta curioso que, antes, la gente envejecía y nadie hablaba mucho de eso, era un proceso que simplemente ocurría y no había mucha discusión social al respecto, ni muchos médicos dando vueltas al asunto; yo diría que era una etapa que se recibía con cierta dignidad, que era una oportunidad hermosa de culminación personal. Son curiosos estos procesos que se viven, pero de los que no se habla... Una buena analogía es lo que ocurre con los trastornos de alimentación. Hay casas en las que se compra y consume comida, pero no se habla de ella. En otras, en cambio, la alimentación es todo un tema que incluye discutir sobre calorías, kilos, gimnasios, productos light que han salido al mercado, etcétera. Esto es algo que se da especialmente entre las mujeres y está probado que en ese tipo de familias existen ciertas características de personalidad que predisponen la aparición de trastornos ansiosos y obsesivos como la bulimia y la anorexia, entre otros.
Aunque en la actualidad la llegada de la etapa final de la vida se recibe con cierta reticencia, es un tema del que se habla frecuentemente; a todas las edades se afirma quién es viejo y se escuchan constantemente apasionados comentarios en la línea de: “Está súper bien para su edad”, “¡Qué joven se ve!”, “No se le notan los años”, “¿Qué haces para mantenerte así?”, y cientos de frases que instalan el tema en todos los espacios sociales, sobre todo después de los cuarenta años. Las razones de este cambio parecen ser muchas. Nos regalaron alrededor de treinta años más de vida que a nuestros abuelos, pero no sabemos (ni como personas ni como sociedad) qué hacer con ellos. Esto genera mucha ansiedad y preocupación a muchos niveles y, por lo tanto, hablarlo es una forma de encarar esa inquietud permanente.
Vivimos además en una época que sobrevalora la juventud, considerándola como el mejor momento de la vida, una etapa en donde existe la posibilidad de adquirir bienes materiales y de consolidar ciertos valores asociados al éxito, como tener y disfrutar de la belleza, ganar dinero y prestigio, y muchos otros que iremos revisando a lo largo de este libro.
Otro elemento que vale la pena poner sobre la mesa es la conciencia de la muerte y de otros procesos respecto a los cuales nos han educado inculcándonos miedo y desconfianza. La proliferación de todo tipo de seguros, ahorros, fondos y otros productos que nos hacen sentir “protegidos” frente a la vida, es una forma de pensar continuamente que “algo nos va a pasar”. Antes, el riesgo de la vida, de la enfermedad y de la muerte simplemente se vivía; hoy necesitamos controlarlo para sentirnos más seguros y confiados ante las inestabilidades propias de la existencia. Esto mismo ocurre con el envejecimiento.
Existe una contradicción muy marcada que consiste en que, por un lado, hablamos mucho del tema y, por otro, utilizamos todos los recursos posibles para evitar el contacto con él. Hay varios indicios que nos reflejan esa contradicción: los abuelos quieren ser llamados por sus nombres, no se les ponen velas a los pasteles de cumpleaños (para que no se sepa qué edad tenemos), nunca querer decir nuestra fecha de nacimiento, sentirnos bien cuando nos dicen que nos vemos jóvenes o que estamos muy bien para la edad que tenemos, las cirugías estéticas (hoy tan abundantes). Todas éstas son señales que reflejan nuestra resistencia a envejecer. En cualquier caso, el énfasis del asunto debe centrarse en cómo enfrentamos la vejez.
En la cultura occidental, la vida (a mi modo de ver) se entiende como una carrera en pos de que a uno “le vaya bien”, y esto significa cumplir ciertas metas que nos hacen sentir que avanzamos. Pero esto no siempre ha sido así. Antes, se trabajaba toda la vida en un solo lugar y eso era garantía de ser una persona estable; hoy, los cambios son signo de liderazgo y dinamismo. Antes, si se conseguía tener una casa propia, se hacía cerca de los cincuenta, mientras que hoy, la gran señal de éxito es alcanzarla antes de los cuarenta.
El tema es que, finalmente, nos pasamos toda la vida persiguiendo algo: un oficio o profesión, una pareja, el amor, dinero, hijos; incluso para muchos sigue siendo una meta tener una casa, un auto, o poder viajar y tener un cuerpo saludable. Todo esto, por supuesto, en el contexto de un trabajo que nos dé la posibilidad de acceder a estos signos de bienestar. A veces importa poco si ese trabajo nos llena el alma y mucho menos si con él aportamos algo al desarrollo del país; lo importante es que nos proporcione los recursos para financiar esta loca carrera que, aparentemente, no tiene límite ni fin. Es como si viviéramos sin tener la más mínima conciencia de que nos vamos a morir. Por otro lado, hacemos lo que sea necesario para sentirnos seguros cuando llegue el momento de retirarnos y acercarnos al final de la vida. Entonces las preguntas que surgen son: ¿cuáles son nuestras metas después de los cincuenta?, ¿cuáles son los desafíos después de los sesenta y cinco?, ¿hay sueños a los ochenta? A lo mejor, la clave está en aprender a no vivir buscando el éxito, sino a recorrer la vida con pasión y disfrute.
Este proceso se hace más visible cuando el sistema social nos dice que tenemos que jubilarnos, que es mejor que descansemos, y nadie nos pregunta si queremos hacerlo, si nos sentimos preparados, si podemos resolver económicamente nuestra situación sin trabajar, entre otras cosas. Muchos de los abuelos encuestados (incluidos los míos) trabajaron toda su vida y dejaron de hacerlo cuando ya no podían, por razones de salud. Eso los hace sentirse útiles e importantes hasta el final de sus días, lo cual nos indica el valor que antes se le daba al trabajo y la mala reputación que hoy tiene. Nos quejamos si hay trabajo o si no lo hay, si hay mucho o si hay poco, y las palabras
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