L A PAZ DEL CIELO NOCTURNO
Cuando era joven, el estudio del cielo nocturno me absorbía y me apasionaba de verdad y ahora, que ha pasado más de medio siglo, me encuentro con que aún me asienta el espíritu alzar la vista, buscar a las constelaciones y contemplar la lejanía de las estrellas, y me maravillo ante su longevidad y los grandes vacíos que las separan.
¿Y a es miércoles otra vez? Hacerse mayor es un proceso extraño. El tiempo vuela, una semana se te pasa en un suspiro: los que somos más mayores nos sentimos exactamente igual que cuando teníamos diecisiete años... hasta que nos vemos el pelo gris en el espejo o nos fijamos en la piel del dorso de las manos, con unas cuantas arrugas y lunares («¡Cielos! Mis manos tienen justo el aspecto con el que recuerdo las de mi padre», me sorprendo pensando). Salgo mucho a caminar, a diario, y me encanta..., pero me doy cuenta de que enseguida me canso al subir una pendiente, me pesan las piernas y me detengo a recobrar el aliento, asombrado por que pueda agotarme tanto con una actividad tan ordinaria como esa. No me queda otra que reírme y aprender a tomarme las cuestas con un poco más de calma.
Sin embargo, me considero afortunado, porque he descubierto que tengo más tiempo para vivir de un modo consciente, para practicar la conciencia plena, para ver las cosas tal y como son. El momento presente cobra cada vez mayor importancia, y hay algo reconfortante en la naturaleza física de mi propio cuerpo, aun cuando sea a través de ciertas dificultades como se pone de relieve: respiro y estoy vivo. Todo esto provoca un cambio en lo que respecta a mis prioridades en la vida, y me ayuda a liberarme de ciertas cosas por las que no merece la pena preocuparse.
Uno de mis mayores placeres es el de disponer de tiempo para redescubrir el cielo nocturno, algo que siempre me ha fascinado. El estudio de la astronomía tiene mucho que contarnos acerca de quiénes somos y de cómo llegamos aquí, a este pequeño planeta azul; vivimos en un universo extraordinario, vasto y antiguo hasta un punto inimaginable. La curiosidad y la investigación científica forman parte de la naturaleza humana y son en sí actividades espirituales. Tras siglos de investigación, ahora sabemos que estamos unidos al resto de la vida que evoluciona en el planeta y que tenemos un profundo vínculo con las estrellas. Esto es lo que yo deseo explorar.
Un breve encuentro
De poder asignarle una fecha concreta, creo que comencé a ser consciente de tales cuestiones justo en uno de esos afortunados e imprevistos momentos de los que están llenas nuestras vidas. Tenía nueve años y estaba de visita, con mi padre, en casa de su amigo Tommy Hill, en Eskdale, un hermoso y remoto valle del Distrito de los Lagos, en el noroeste de Inglaterra, donde yo crecí. El hombre tenía unos pesados prismáticos requisados (lo cual les confería cierto romanticismo, recuerdo haber pensado) al capitán de un submarino alemán. Salimos al jardín en pleno crepúsculo y miramos con los prismáticos a la media luna entre las ramas de un haya de tonos cobrizos. Conforme ajustaba el enfoque, las hojas y ramitas del árbol se iban difuminando, y la luna fue surgiendo con una sorprendente claridad, llena de cráteres resplandecientes y sombras negras. Me quedé atónito, arrastrado a otro mundo de paisajes iluminados por el sol, grandes cordilleras y profundos valles.
A la mañana siguiente le pregunté a la señorita Armstrong, nuestra maestra en la diminuta escuela rural de Boot, si les podía hablar al resto de los niños sobre la luna. En la escuela éramos catorce, de todas las edades, y dábamos juntos todas las clases: los más mayores ayudaban a los pequeños a leer. Un pastor local que a veces traía a las ovejas a pastar a nuestra zona de recreo —una pendiente descuidada con afloramientos de roca y helechos— nos llamaba respetuosamente «los escolares».
Cogí la tiza, dibujé una gran media luna en la pizarra y la rellené con un montón de círculos a modo de cráteres, cada uno más grande que el valle de Eskdale, que constituía nuestro universo. Yo no sé qué conclusiones sacarían los demás niños de todo aquello, ni lo que les conté, pero intenté describirles aquel paisaje lunar rugoso y montañoso tal y como lo había visto. Me faltaban las palabras para describir la emoción que había despertado en mi corazón ante aquel panorama.
No hace mucho que pasé por el lugar donde la luna me reveló su rostro por primera vez. Allí sigue esa haya de tonos cobrizos, que da la extraña impresión de no haber envejecido desde entonces, el plácido vínculo entre el asombro de la infancia y la conciencia plena de la vejez. El tiempo ha volado entre aquel entonces y el ahora.