A Óscar, por su amor y fuerza.
A mis hijos, el centro y la conexión con el presente…
mi cable a tierra
Introducción
Quizás a muchos de ustedes, cuando vieron por primera vez este libro, les llamó la atención el título No quiero crecer. La verdad es que no deseo responder todavía por qué elegí este nombre; lo vamos a descubrir juntos en la medida en que el libro se desarrolle. Pero ¿por qué los adolescentes no querrían crecer? Ésa es una pregunta para los adultos. Tenemos que reflexionar sobre el tipo de ejemplo que somos para nuestros hijos como para que ellos de verdad quieran crecer.
Cuando era chica si me preguntaban qué me gustaría ser de grande, yo siempre quería ser grande… porque me habían contado la historia de que los adultos hacían lo que querían. Al final, uno descubre que eso no es verdad, pero, al menos, cuando yo miraba hacia el futuro había algo que me parecía atractivo. Crecer implicaba tomar decisiones, hacerse responsable, disfrutar de cosas en forma autónoma, sin preguntarle a nadie… Y hoy, justamente, es lo que parece estar en crisis en los jóvenes.
¿Por qué un ¡Viva la diferencia! para jóvenes? Porque creo que el concepto de la diversidad hoy día es un tema fundamental para la sociedad en general. Es aceptar lo distintos que somos y cómo, desde esa diferencia, contribuimos a que todos podamos vivir en un mundo mejor. Eso implica respetar y entender las diferencias entre el niño que estudia mucho y el que no tanto; entre el que tiene déficit de atención y el que no lo tiene; entre el que sufre de bullying y el que lo ejerce.
Debemos respetar también la condición sexual de los jóvenes. Aceptar los sueños y las vocaciones de nuestros adolescentes, porque cada vez hay más diversidad profesional. Ya no existe, como en mi generación, la búsqueda de las doce famosas carreras importantes. Hoy día hay más alternativas.
También existen diferentes tipos de familias, lo que tiene evidentemente consecuencias directas en la generación de distintos tipos de jóvenes. Debemos ser capaces, como sociedad, de incorporarlas, respetarlas, tolerarlas, aceptar las y, por qué no decirlo, quererlas. Creo que la mayoría de los países latinoamericanos tolera muy poco las diferencias, no nos gustan mucho las minorías.
Por tanto, así como en ¡Viva la diferencia! se invitó a vivir la diferencia de género y a decir “qué bueno que hombres y mujeres somos distintos”, este libro también es una invitación a decir “viva la diferencia entre los jóvenes” para que cada uno, desde su propia realidad, desde su propia constitución familiar, clase socioeconómica, condición física o intelectual, tenga la posibilidad de aportar algo a la sociedad, de soñar y sentir de verdad que sí puede cambiar el mundo, si es capaz de asumir ese compromiso en forma vital.
Escribirles un libro a los jóvenes —y también a los padres— con el fin de encauzarlos o educarlos para que sean buenas personas no es fácil. En general, cuando les hablo o les escribo a los adolescentes me aparecen dos temores. El primero es preguntarme cómo hago para romper con el peor mal que padecen los jóvenes, que es la soberbia y la sensación de que no tienen nada que aprender, porque todo lo saben y, por lo mismo, cualquier persona que llegue a decirles o a contarles algo de sus propias vidas parece ser un fastidio, alguien extraño, ajeno, que viene a dar órdenes o a indicarles todo lo mal que lo están haciendo.
El segundo temor es cómo hago para que los adolescentes lean este libro o para que cuando vayan a una de mis charlas no lo hagan con la clásica postura de “¡Qué lata!”, “¿Qué me va a decir esta psicóloga que yo no sepa?” o “No tengo ganas de escucharla”. Cómo hago, en fin, para llegar a ese grupo de jóvenes a través de variables emocionales, porque siento que, al final, el hecho de que ellos lean este libro tiene que ver con mi habilidad para alcanzar sus corazones, que es donde nadie llega o donde nadie intenta llegar.
Generalmente, la información que tratamos de entregarles tiene el propósito de que adquieran conocimientos con los que puedan manejarse en la vida frente a los conflictos que se les presentarán en su proceso de crecimiento. Pero poco nos preocupamos de racionalizar esa información que, en el fondo, debiera ser una transmisión de experiencias más que de datos teóricos.
En consecuencia, lo primero que quiero dejar claro es que, en este libro, no habrá teorías psicológicas; sí habrá experiencias acerca de la preadolescencia, adolescencia y adultez joven, que tienen que ver con investigaciones que he realizado en cada una de esas etapas, a través del contacto permanente con jóvenes en varios países de Latinoamérica, y mediante el diálogo con sus padres y familias. Así se han ido desplegando una serie de reflexiones y miradas acerca de dónde hay que poner mayor énfasis durante las distintas etapas que los adolescentes van pasando.
Por otro lado, creo que es importante mencionar que, de acuerdo con la mayoría de los estudios psicológicos —incluyendo los míos—, todo parece estar adelantado unos dos años como promedio; entonces, lo que antes se vivía a los once, hoy día se vive a los nueve, y así sucesivamente. Esto hace que para los padres sea más complicada la tarea de la educación, porque, mucho antes de lo que esperaban, empiezan a ver en sus hijos conductas y reacciones para las que no están preparados. Todavía esperan a un niño de nueve años relativamente consentido, más casero y con menos necesidad de autonomía, pero se encuentran con que a los nueve años —como lo vamos a ver en el capítulo sobre esa edad— los niños ya están en una búsqueda de conocimiento de sus propios cambios, de su propio cuerpo y de sus emociones, lo que genera ciertas dificultades en la comunicación con los adultos, ya sean sus padres, profesores o cualquier símbolo de autoridad.
Entonces, es relevante establecer que, si bien todo se anticipó dos años, lo que voy intentar reflejar en el libro es cómo funcionaría hoy una parte de los adolescentes. Intentaré mostrar tendencias, no generalizaciones; tampoco pretendo sacar conclusiones categóricas acerca del tema. Es simplemente una invitación a reflexionar sobre cómo los padres están manejando —a veces mal— el crecimiento de sus hijos, y cómo éstos se están aprovechando de este contexto en las distintas etapas que viven.
Por otro lado, también es una invitación a los adolescentes, a que se miren a sí mismos, a que se vean fotografiados en la forma como funcionan y quizá, sólo quizá, puedan cambiar desde ellos mismos, sin que sean presionados por sus padres. Lo que pretendo es que los jóvenes, en forma autónoma, sean capaces de tomar el libro y decir: “Esto a mí me pasa, y si me pasa, ¿cómo lo oriento?, ¿cómo lo cambio?”, y desde allí generar la conversación con los padres. Por supuesto que también podría ser al revés, pero quiero que sea un libro para ellos, porque en general no hay libros de desarrollo escritos para los adolescentes. Los que les hacen leer a lo largo de la etapa escolar, no son libros que les muestren lo que ellos están viviendo.
No quiero crecer debería generar discusiones, conversaciones y, por qué no decirlo, discrepancias entre los jóvenes y sus padres o respecto de los contenidos del libro; pero lo importante es que origine el debate para iniciar los procesos de crecimiento que todos necesitamos y que son fundamentales en una sociedad en la que está todo tan desordenado, donde hay un exceso de información, donde cualquiera puede obtener lo que quiera a través de internet y no necesariamente bien encauzado. Donde los valores han dejado de ser importantes, privilegiando la excelencia académica y lo cognitivo. Donde lo simple, lo obvio, lo cotidiano y el sentido común han dejado de ser vistos, en favor de grandes conceptos o grandes estructuras teóricas que a las personas comunes y corrientes, con menos educación y con menos recursos, les cuesta mucho entender.
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