INTRODUCCIÓN
México tiene muchos Méxicos. Es un país de contrastes: muy pocos muy ricos y muchos muy pobres, mucha agua en Tabasco y poca en Coahuila, mal repartidas las oportunidades.
El destino, y sólo el destino, me ha dado la oportunidad de vivir en muchos Méxicos. Y no sólo he vivido, he sido protagonista: he trabajado la tierra, he migrado, he formado una familia, he abierto la puerta de muchas empresas, he participado en proyectos trascendentes para la sociedad, he generado conciencia y he encabezado distintos proyectos de carácter social. Después de Dios, nadie me ha dado más que México. Ésa es la razón que me motiva a luchar para hacer un país mejor, porque estoy convencido de que del bien común germina el bien individual.
Un Estado libre y soberano, como nuestro país, se compone de tres grandes partes: un territorio, un gobierno y la población. El territorio es nuestro patrimonio, lo tenemos que cuidar, proteger y defender. El gobierno tiene que mantener el Estado de derecho, salud y educación, entre otros. Como sociedad, nos corresponde participar responsablemente en el destino de nuestro país.
Una sociedad es grande por la calidad de sus ciudadanos, pero no es suficiente; exige su participación activa. Hasta el momento, los mexicanos no hemos podido ponernos de acuerdo para mirar hacia el mismo horizonte, necesitamos dejar de victimizarnos para ser una población activa, propositiva y generadora de mejores condiciones para todos.
Los problemas y las necesidades que genera la sociedad son superiores a la capacidad del Estado para resolverlas, por ello debemos de participar desde la sociedad civil, porque es claro que nuestros gobiernos no han podido solos. Culparlos es un recurso hace tiempo gastado, agotado. Sin embargo, nuestra memoria histórica nos hace seguir usándolo. La victimización es parte de nuestra cultura; que los caciques, que los españoles, que los gringos, que los ricos, que los políticos, que los pobres, sin asumir cada quien su responsabilidad. Si nos quitáramos este mal hábito, nos desharíamos de la mayoría de los problemas que nos aquejan como sociedad y tomaríamos el control de nuestro destino.
Los cambios sociales no son masivos ni instantáneos, son generacionales. Si queremos educar a un hombre tenemos que comenzar con su abuelo, para que su nieto piense diferente. Estoy convencido de que todos queremos un México mejor, y el camino más directo y sostenible es formando mejores mexicanos, hombres y mujeres responsables que amen a su patria. Si empezamos por cambiar la educación sin esperar el relumbrón de los resultados inmediatos, tendremos futuras generaciones de mexicanos con otra visión, mejores condiciones de vida y por supuesto más felices.
Todos estamos en condiciones para contribuir a esta tarea. No importa nuestra condición social, académica, económica, religiosa; formar mejores mexicanos nos corresponde a todos. Es un trabajo que se tiene que hacer por amor a esta tierra, sin esperar aplausos, brillos, gratitudes, sólo por la satisfacción del deber cumplido, con la esperanza de lograr un México más justo, más humano.
La vida no es una breve llama que se apaga con nuestra muerte, es una antorcha que debemos hacer brillar intensamente para entregarla encendida a las siguientes generaciones. Sólo tenemos una vida para participar, pero cuando la vivimos bien, con una es suficiente.
«El hombre entiende el sentido de la vida cuando planta árboles sabiendo que de esa sombra no va a disfrutar.»
PROVERBIO GRIEGO
Escribo este libro desde la trinchera de la sociedad civil, es decir, no busca votos, no pretende vender nada ni cambiar de religión a nadie. Lejos están estas páginas de la política partidista y de intereses comerciales.
Al compartir mis experiencias por largos caminos en diversos escenarios mexicanos pretendo ahorrarles palos de ciego a los jóvenes. Las personas muy inteligentes aprenden de los errores y aciertos de los demás. Las personas normales tenemos que cometer nuestros propios errores para aprender, pero hay también quienes no aprenden ni de los errores propios ni de los ajenos.
Al finalizar este libro, mis experiencias serán suyas y espero que hagan una diferencia en sus proyectos futuros, conocerán mejor a México y el tipo de mexicanos que necesitamos para los retos que tenemos como país.
Los invito a leer con la mente abierta, pero criterio firme. Mente abierta para aprender, y criterio firme para no desviarnos de nuestros sueños.
ARNOLDO DE LA ROCHA Y NAVARRETE
Una hermosa tarde a principios de julio mi papá barbechaba las tierras del llano de Buenavista muy cerca de nuestra casa. Labraba con una yunta de bueyes prestada. Mis hermanos y yo ayudábamos espantando a los chanates para que no se llevaran las semillas. La tarde aún era joven cuando empezó a llover. Suspendimos las labores, arriamos rápidamente la yunta para dejarla uncida debajo de los capulines que crecían frondosos a orillas del llano. Regresaríamos a soltarla cuando pasara la lluvia. Dimos por terminada la jornada de trabajo.
Al llegar a mi casa, mi mamá lavaba el nixtamal para hacer tortillas al tiempo que hervían los frijoles en una enorme olla de barro. Los perros, caballos, gallinas y vacas buscaban lugares para resguardarse. Nos quedamos en la puerta de la casa observando la lluvia.
De pronto aparecieron pequeños arroyos de agua rebotada con color a tierra rojiza que se fueron juntando y formaron un caudal que por algunos minutos se salió de los límites del cauce del arroyo grande que cruza las tierras de Zarupa. El viento zarandeaba de un lado a otro los árboles parecía que los madroños, pinos, encinos y capulines se habían puesto de acuerdo para bailar juntos la misma danza. Los pájaros a mitad de la tormenta salían expulsados de su primer refugio escapando en zigzagueantes vuelos de un árbol a otro. Sólo el estruendo de los rayos nos alejaba por momentos de la puerta desde donde mirábamos entretenidos. Mi papá mantenía la vista fija en los capulines que cubrían la yunta de bueyes, le preocupaban los rayos que no dejaban de caer. Algunos años atrás, una centella había terminado con la yunta mientras esperaba que la lluvia pasara.
La tormenta fue perdiendo intensidad siguiéndole una llovizna de grandes pero ralas gotas que no dejaban de mojar. En algún momento, sin que nadie se diera cuenta, mi papá en sus pensamientos fue más allá de los capulines, al infinito. Se fue con el viento o siguiendo la luz de un rayo y desde muy lejos nos dijo: «¡Algún día la yunta será nuestra y tendremos muchas vacas y una gran partida de chivas!». Al ver nuestra cara de asombro nos asignó tareas para no dejarnos fuera del hermoso viaje que lo mantenía ausente y nos metió en ese vuelo. «Joel, Arnoldo y yo con una yunta cada uno barbecharemos las tierras del Bayado y del Rincón, Manolete cuidará más de cien chivas en el cerro de la Cruz. Su mamá, Gloria y Linda, junto con los vaqueros que trabajarán con nosotros, ordeñarán más de veinte vacas, todas con nuestro fierro de herrar».
Por ese tiempo sólo teníamos dos vacas, quince chivas, la yunta era prestada, nadie trabajaba para nosotros. Mi papá se fue más lejos que el viento y muy pronto todos juntos planeábamos el futuro, volamos tan alto y tan lejos que no nos dimos cuenta cuándo dejó de llover. Nos despertó la enérgica voz de mi mamá, quien nos dijo con determinación: «¡Ya pasó el agua, pueden regresar a barbechar de nuevo!». El agua marcaba la pauta y de acuerdo con sus reglas había que regresar a soltar la yunta y dar por terminada la jornada, pero mi mamá nunca estuvo de acuerdo con el horario establecido por la lluvia, así que nos mandó a barbechar en medio de la húmeda tarde. «Ya salió el sol, secó la tierra, es temprano. ¡Algo podrán avanzar en lo que oscurece!».