Dolor de uno,
dolor de todos
Prólogo
Bien pudo el autor de esta obra haber empezado declarando con gran dramatismo y solemnidad, como lo hizo el médico francés Marc-Antoine Petit (1766-1811) en un discurso sobre el dolor que pronunció en el hospital Hôtel-Dieu de Lyon:
Ciudadanos, vengo a hablaros por un momento de uno de vuestros enemigos; del eterno enemigo del género humano; de un tirano que golpea con igual crueldad a la infancia y la vejez, la debilidad y la fuerza; que no respeta ni talento, ni rango; que jamás es enternecido por el sexo o la edad; que no tiene amigos a quienes perdonar ni esclavos que tratar con consideración; que ataca a su víctima en medio de sus seres queridos, en el seno de los placeres, y sin temer la brillantez del día o el silencio de las noches; contra el cual la previsión es vana y la defensa insegura, y que parece armarse contra nosotros de todas las fuerzas de la naturaleza.
Para fortuna nuestra, el estilo de la escritura contemporánea —al menos en los buenos autores, como el de la obra que aquí nos ocupa— tiende a dejar un poco de lado esos inflados vuelos retóricos en favor de mayor atención a la sustancia del tema tratado. Pero el tono solemne no hubiera desconvenido enteramente en el caso presente, porque este libro aborda uno de los problemas fundamentales de la existencia humana: el dolor. Hasta puede decirse que es la experiencia que más perentoriamente nos obliga a mirar de frente, sin tapujos y a plena luz, los rasgos esenciales de nuestra condición de seres humanos, con sus excelsitudes y sus miserias. Pero esta experiencia es sumamente difícil de poner en palabras; hay quien dice que es esencialmente incomprensible e incomunicable, incapaz de ser englobada por el lenguaje.
Quienes tras haberlo padecido escriben sobre el dolor, generalmente terminan lamentando su incapacidad de transmitir fielmente la naturaleza de sus sensaciones. No es el menor mérito de la presente obra que su autor, el doctor Arnoldo Kraus, demuestra que la palabra tiene un papel central en hacernos comprender este fenómeno. Si no en describir su índole radical para satisfacción de quienes priorizan lo intelectual por encima de todo, al menos en arrojar luz sobre algunos aspectos de la compleja experiencia dolorosa, y, sobre todo, en incitarnos a romper la valla de soledad y enajenación que aprisiona a los pacientes que viven bajo la insoportable tiranía del dolor. Una de las más valiosas lecciones de este libro es, para el que sabe escuchar, que “gracias al lenguaje, es posible comprender los significados y las percepciones del enfermo”. Destaco también esta frase que encuentro en uno de los postreros capítulos: “El dolor transformado en palabras duele distinto”.
¿Qué es, en rigor, el dolor? El diccionario de la Real Academia Española de la lengua dice: “sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Admite también una segunda acepción: “un sentimiento de pena y congoja”. La circularidad es el pecado original de las definiciones de diccionario, y nunca tan palmaria como en este caso. Porque decir que una cosa es molesta y aflictiva es tanto como decir, vía un corto rodeo, que es dolorosa: de manera que el dolor —¡quién lo hubiera dicho!— es lo doloroso. Pero lo que queremos saber es cuál es la naturaleza íntima del fenómeno, lo indispensable para que el dolor sea lo que es, y a tal punto necesario que sin ello no podría ser. En una palabra, la esencia del dolor. Sólo que en este respecto, como es bien sabido, los diccionarios suelen ser insuficientes. A poco que reflexionemos, comenzamos a sospechar que no hay palabras enteramente capaces de entregarnos lo que buscamos.
Empecinados, dirigimos nuestro cuestionamiento a quienes sufren el dolor, y constatamos un hecho interesante: que para ellos es un monstruo, un maligno ser destructor. En el imaginario del sufriente, el dolor se encarna en un ente malévolo. El escritor austriaco René Fülop-Miller observó que las palabras que todavía en la época actual usamos para referirnos al dolor son las mismas que siglos atrás se usaron para describir la posesión por demonios o por espíritus malignos. Decimos que hay algo que nos quema, atenacea, corta, raja, muerde, pica, distiende, golpea, corroe, punza, oprime.
Según este lenguaje metafórico, el dolor es posesión: es algo que ha invadido el cuerpo enfermo y que, desde algún oscuro rincón de la carne, lo hiende, lo devora y lo consume. Bajo la acción del cruel y misterioso invasor, nos dice el doctor Kraus, el enfermo a veces siente la necesidad de retraerse en sí mismo, y cita el ejemplo del escritor francés Alphose Daudet, quien torturado por el dolor de lesiones neurosifilíticas se convirtió en “una persona ensimismada, abrasada por sus penas […] Cuando se padece, algunas personas se refugian en su propio ser. Entran en su persona. Daudet entró en Daudet”. Diríase que van en busca del “intruso” que los tortura (de hecho, Daudet usó el término “invasión” para referirse al mal que lo torturaba), y ante la incapacidad de expelerlo, de lanzarlo fuera, no les queda más remedio que someterse a su terrible poder, aceptar resignadamente la más abyecta sumisión. “Ahí, adentro, cuentan y se encuentran, lloran y se desgarran, y, con el tiempo, aceptan.” En otras palabras, descubren que el torturador es su propio cuerpo; que no hay “intruso” que viene de fuera; que el cuerpo quema, lacera, golpea o desgarra la propia conciencia que lo habita; se hiere a sí mismo. Ésta es una de las mil paradojas del dolor: que su imperio nos convierte en verdugo y víctima al mismo tiempo.
En un esfuerzo por capturar el dolor con palabras, recurrimos a la terminología profesional. La medicina nunca se queda corta en locuacidad; en 2 500 años de discurso ininterrumpido ha logrado acuñar suficientes términos para entendérselas con mil formas de sufrimiento. Pero frente al dolor, demuestra la misma insuficiencia que el lenguaje común. Si decimos que el dolor de la migraña es “de origen vascular”, dependiente de la distensión de terminaciones nerviosas con las pulsaciones arteriales; si decimos que el dolor de la gota es “de origen inflamatorio” causado por irritación nerviosa debida a depósitos de ácido úrico y sus derivados en los tejidos, ¿habremos logrado una cabal descripción de la esencia del dolor? El enfermo de migraña que siente su cabeza próxima a estallar, como si la tuviera atorada en el hueco entre dos placas metálicas que un diabólico dispositivo estrecha poco a poco, hasta hacerle aullar de dolor; el gotoso que siente como si alguien hundiera un clavo a martillazos en las pequeñas articulaciones de su pie, o como si un mastín rabioso lo mordiera, hincando sus enormes y afilados colmillos en lo profundo de su carne, hasta triturar los huesos; estos infelices ¿quedarían satisfechos de que la terminología técnica de la medicina da cuenta exacta de lo que es el dolor, su dolor? Seguramente no. Ni la modalidad específica de su dolor, ni los múltiples ecos, retumbos y susurros que suscita el dolor en el alma del enfermo quedarían reflejados en el lenguaje técnico médico.
Para el médico, el dolor es un fenómeno neurológico que resulta de un estímulo determinado que afecta a determinados receptores, y que se transmite en el organismo a lo largo de conductos nerviosos en esta forma o aquella. Para el sufriente, el dolor es mucho más; es también, entre muchas otras cosas, el miedo y la angustia que lo acompañan. Si el dolor es un “síntoma” quiere decir que algo anuncia, que algo señala o significa. ¿La muerte, tal vez? El paciente pregunta, angustiado: “¿Estoy muy grave, doctor?; este dolor, esta punzada, ¿es cosa seria?” Lo que realmente quiere saber es qué significa la sensación dolorosa en el contexto global de su existencia; la pregunta real es: “¿me voy a morir de esto?” Y el galeno explica que el dolor se debe al paso de un cálculo a través del conducto colédoco, o al espasmo vascular de cierta arteria de nombre críptico, o a reacciones químicas entre las enzimas pancreáticas y la grasa del mesenterio. En sus explicaciones, con frecuencia suelta términos que el paciente no conoce y que no lo ayudan. El lenguaje médico, en lugar de reforzar las murallas y organizar la resistencia contra el invasor, es infamantemente derrotado por éste, se arrodilla frente al victorioso enemigo. Más de un enfermo ve su dolor empeorar después de la docta explicación. En