Nuestra esencia
No existe algo tal como gente “buena” o gente “mala”. Podríamos decir que las personas son “consideradas” o “desconsideradas”. Tomemos de la mano a las personas generosas, leales, abiertas, espiritualmente sanas.
La bondad y la maldad
Es muy difícil cambiar la esencia con la que has nacido. Puedes ser un árbol noble y, por más que te den hachazos, te quiten las hojas o te sacuda el viento, seguirás dando los frutos más ricos aunque no lo quieras. Puedes haberte enojado por tanto maltrato y jurar nunca más dar un fruto, pero en cuanto alguien te mire con cariño o con ternura, tendrás frutos más dulces que cualquier otro árbol.
Podemos pensar en gente de una esencia sana, cuyo fuego de amor se aviva para ofrecer calor en cuanto alguien se acerca, o en gente enferma de poder, con furia y resentimiento, cuyo fuego se enciende con la fuerza suficiente para devastar un bosque.
Nadie puede saber qué es bueno y qué es malo. Todo siempre dependerá de lo que pienses frente a las circunstancias que te toquen vivir. Algunas personas que calificamos como buenas, con un corazón de pollo, tienen tal generosidad que no miden hasta dónde y cuándo dar. Esa gente, que da sin saber si el otro quiere o no quiere recibir, es más bien inocente.
La maldad, esa maldad fea, dolorosa, la de hacer las cosas adrede para que el otro sufra, esa no es maldad… ¡eso es locura! Y la locura no es un sentimiento, es una enfermedad.
La gente es buena si está sana espiritualmente. La maldad, la que es como la de una cuñada que el día del cumpleaños de su querida pariente vino con un pastel de regalo con la cobertura que detestaba toda la familia; esa maldad no es más que una demostración de no estar atento a las necesidades del otro, de no estar presente en lo que le gusta al otro.
No hay maldad en sí misma, sólo astucia y mezquindad. Nadie vendría a venderte la maldad si no la compras disfrazada de otra cosa: de bondad, de lindura, de imán positivo, de cualquier necesidad que tengas en ese momento. La maldad es como las plantas de almendra, que tienen una flor preciosa, pero de la misma planta se saca el veneno más peligroso. No siempre todo lo hermoso es bello por dentro.
La gente de la vereda del sol
Hay dos tipos de personas: las que van por la vereda del sol y las que van por el lado de la sombra. Las de la sombra son frías, oscuras, egoístas, soberbias y necias. Las del sol son abiertas, confiadas y generosas.
La vereda del sol está enfrente de la vereda de la sombra, así que unos y otros nos vemos cara a cara, pero las del sol siempre queremos traer más gente a nuestra calle. Hacemos mil y una piruetas para llamar su atención. No nos aguantamos dejarlas en la sombra. Queremos que llegue su momento de cruzar o de elegir quedarse. Les hacemos todo tipo de propuestas para que estén cerquita de nosotros.
Las de la sombra simulan ser bondadosas y nos hacen creer que el sol les gusta; aprovechan nuestros ofrecimientos y se cruzan con gusto a nuestra vereda. Pretenden alegrarse con el sol que les damos y se hacen amigas de más personas que están de nuestro lado, pero como no pueden con su esencia, al final no aguantan tanta luz y deciden volver a su oscuridad.
Ese lugar tan triste es donde se sienten cómodos. Cuando llegan a la sombra no lo hacen arrepentidos por lo que nos hicieron, ni con culpabilidad porque saben que hicieron daño. Llegan a su lugar simplemente para esperar a otros y engañarlos. Las personas de la sombra nunca crecen, nunca se miran, nunca se aceptan.
Las personas del sol siempre confiarán, aunque con el paso del tiempo se puedan volver un poco escépticas al ver que todos a los que invitan les pueden quitar un poco de luz. Sin embargo, esa luz es infinita, nunca se acaba. En la vereda del sol sufren cuando alguien los lastima, se preguntan si ellos tendrán la culpa de tanto maltrato o de tanta envidia.
Los miembros de la vereda del sol son leales, aunque también se cuestionan si es bueno serlo tanto. Después de muchos años de preguntarse internamente, terminan convenciéndose de que nadie cambia su esencia y que es maravilloso ser parte de la vereda del sol.
Reflexiona: ¿De qué parte estás? ¿Te sientes feliz de estar en la vereda donde te encuentras? ¿Por qué? Si estás en la vereda del sol, ¿cuántas personas puedes hallar en tu vida que consideras que están en la vereda de la sombra? ¿Cuántas veces has podido rescatar a alguien de estar en la sombra?
Ser libre
Ser libre implica ser auténtico, aunque corras el riesgo de ser rechazado.
Sentirse seguro es caminar en la luz, aunque la sombra de vez en cuando nos oscurezca el camino.
La verdad siempre sale a la luz
La mentira muchas veces no es tal como la ves. La gente no siempre quiere engañar; muchas veces quiere evitar un dolor y de ese modo dice lo que no es real para tapar ciertas situaciones. Pero como todo esto se hace una enorme maraña de oscuridades, luego no se puede parar tanta mentira. ¿Quién no mintió en algún momento sin sentir culpa por hacerlo? Recuerda que la verdad siempre sale a la luz y quien miente se vuelve tan vulnerable que termina luego confundiéndose todo el tiempo: llega a confundir lo real con lo imaginario.
Una vez, un periódico de un pueblo editó la siguiente historia con el fin de hacerles entender a los habitantes del lugar lo importante que es ser auténtico aprovechando la mejor parte de nuestra esencia:
Una mujer había empezado a serle infiel a su marido. Al principio a ella no le pareció que estuviera haciendo algo malo; sólo era un momento de su vida donde se había dejado llevar por los impulsos de un buen galán. Sin embargo, luego había empezado a mentir porque no podría decir toda la verdad: mentía acerca de dónde había estado, de lo que había hecho durante las horas de la tarde en las que se ausentaba de la casa, etcétera. Después comenzó a involucrar gente porque nunca se miente solo, siempre se miente con el entorno y para el entorno, y para corromper, evidentemente, necesitas a alguien susceptible de ser corrupto.
La mujer seguía mintiendo e involucrando a más y más gente. Llamaba a su amiga y le decía: “Di que estuviste conmigo”. Llamaba a otra y le decía: “No salgas por tal colonia porque te podría encontrar mi marido y se supone que estoy contigo”. Tanto era lo que mentía que ya ni siquiera se acordaba dónde estaba parada. Llegó a creerse sus propias mentiras y a perder por completo su paz interna. Nada de lo que hizo le sirvió, porque de cualquier modo terminó separándose. Todo lo que había querido tapar con mentiras resultó ser inútil para ella y para su esposo.
La gente espiritualmente sana no sabe mentir, no puede hacer el esfuerzo de mantener una mentira y menos sostener aquello en lo que no está de acuerdo; entonces decide aguantar las reacciones y los enojos de los otros cuando dice la verdad. Esa verdad duele, pero sabe que a la larga tendrá el regalo de la confianza de quienes la conocen: recuerda que cuando a alguien le duele la verdad es porque no está preparado para recibirla. Sin embargo, cuando pase el tiempo, reconocerá el favor que le han hecho al abrirle los ojos y lo agradecerá.