La COVID-19, provocada por el coronavirus SARS-COV-2, es un episodio más, ni siquiera el más trágico, de una guerra interminable que libramos contra los virus desde hace varios miles de millones de años. Los virus son uno de los seres vivos —o casi vivos— más antiguos y sencillos del planeta. Se conocen miles de especies, y, seguramente, se ignoran muchos miles más, pero parasitan todas las formas de vida. Los autores no escatiman en relatar historias que atraviesan el tiempo y la geografía, anécdotas, datos científicos y estrategias para luchar contra ellos.
El mundo sería mejor si estuviesen más reconocidos.
Nada en la vida debe ser temido, solo entendido.
Ahora es el tiempo de entender más,
para que podamos temer menos.
A L MODO INMERECIDO DE LOS DIOSES
«Hay una guerra», decía una canción del gran Leonard Cohen. Una guerra total, que se daba también entre los que afirmaban su realidad inminente y los que la negaban.
Durante los primeros meses del año 2020, la mayor parte del mundo se alineó con los que aseguraban que la guerra ocurría en la distante China. Pues bien, los gobernantes de todo Occidente parecían convencidos de que la muerte se quedaría rondando la remota provincia de Wuhan.
Incluso cuando la mano invisible del miedo escribía nuestro destino en la pared, seguíamos pretendiendo que nuestro Macondo particular no se hallaba en los mapas de la Parca. Llegaba la plaga a Italia, arrollando a nuestros vecinos como una locomotora y en España pretendíamos tener «solo unos pocos casos, todos importados, todos bajo control».
Y entonces, de repente, nuestros gobernantes cambiaron de bando, pasando de pacifistas que nada querían saber con el enemigo que nos invadía, a generales dispuestos a movilizar a todas sus tropas, empezando por una primera línea de fuego de personal sanitario que ha estado combatiendo heroicamente la pandemia desde el principio, jugándose —y perdiendo en no pocas ocasiones— la vida en ello.
Tras meses de confinamiento, se consiguió ganar la primera batalla. A finales de junio la prevalencia del virus era muy baja, los contagios habían descendido hasta menos de cien diarios (según las discutibles cifras oficiales) y el número de muertes se contaba con los dedos de las manos. Pero cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia podía comprender que la victoria —cuyo precio ronda las 45.000 muertes— no era ni mucho menos definitiva.
Y entonces, sin más, nuestros gobernantes mutaron con la facilidad y la rapidez con que lo hace un virus de ARN. El estado de excepción se trocó en «Nueva Normalidad», sin restricciones en las reuniones públicas y privadas y sin un sistema eficiente de rastreo de casos, una de las claves esenciales para combatir una pandemia. Daba la impresión de que los gobernantes habían decidido que el virus podía desaparecer por decreto. Y desde luego, muchos ciudadanos, hartos de tantos meses de secuestro, desinformados y desconocedores —en mitad de la sobreabundancia de información que también incluye un repertorio siempre creciente de exageraciones y falsedades— de los mecanismos de propagación del nuevo coronavirus, dieron, también, por terminada la batalla.
Pero la guerra no ha hecho más que empezar. Completamos este libro a principios del mes de agosto, cuando la pandemia excede ya los 20 millones de contagios en el mundo y empieza a repuntar una segunda oleada del virus en España y otros países. El futuro es incierto (quizás el futuro es siempre incierto, pero solo nos damos cuenta en tiempos de pandemia). Todos esperamos la vacuna como el maná celeste, pero nadie sabe exactamente cuándo llegará. El día que haya suficientes dosis para vacunar esencialmente a toda la población mundial, se habrá ganado esta guerra.
O tal vez deberíamos decir esta escaramuza, ya que, en el contexto de la contienda entre los virus y el resto de las formas de vida, la actual pandemia mundial no es más que un episodio insignificante. Esta guerra lleva librándose más de mil millones de años y sigue provocando, a día de hoy, auténticos holocaustos (por ejemplo, en los océanos, donde los cadáveres de las bacterias y las arqueas exterminadas por los virus contribuyen de manera muy significativa a las emisiones totales de carbono). Comparado con la contienda entre bacteriófagos y bacterias o arqueas, las luchas entre los virus y el resto de los seres vivos son casi amistosas.
En toda contienda es necesario conocer al enemigo. Cuando el enemigo es un virus, «conocer» adquiere un matiz profundo. A los virus no se les derrota con balas y cañones, sino con antivirales y vacunas. Nuestras armas, en esta contienda, son las que nos proporciona la ciencia, y la ciencia se basa, en primer lugar, en observar y comprender.
Los virus son uno de los seres vivos —o casi vivos, la discusión a ese respecto no es baladí y la abordaremos en estas páginas— más antiguos y más sencillos de la historia del planeta, poco más que una pizca de código genético envuelta en una cápsula de proteína, aunque esa sencillez es engañosa, como todo lo que les concierne. En realidad, son nano-robots asombrosos, dotados de poderosas estrategias evolutivas para infectar a sus huéspedes y multiplicarse a sus expensas.
En la primera parte de este libro nos ocuparemos de entender mejor estos nanobots prodigiosos. Veremos cómo funcionan, cuáles son los mecanismos de los que se sirven para infectarnos y cómo nuestras formidables defensas se enfrentan a ellos. Veremos también que sus estrategias son muy diferentes. Algunos virus, como el TTV, coexisten con nosotros sin dañarnos y, de hecho, todos llevamos en nuestro genoma rastros de antiguos invasores que se quedaron allí. Otros, como el del ébola, lanzan un ataque suicida, que, si prospera, destroza literalmente a su víctima en cuestión de días. Hay virus asesinos, okupas, hackers y mutantes, virus cuyo efecto no pasa de unos estornudos o un grano en la nariz y otros capaces de licuar nuestros órganos internos. Hay incluso virus esquizofrénicos, que conviven con nosotros pacíficamente durante décadas y de repente nos provocan un cáncer fatal. Los virus son parásitos de todos los animales y plantas, de las bacterias y las arqueas e incluso de otros virus. Peligrosos como pueden llegar a ser, no dejan de asombrarnos.
La segunda parte de este libro narra —siguiendo una perspectiva histórica que arranca hace milenios— algunos de los episodios cruciales en la guerra contra los virus, que, dicho sea de paso, no pueden desligarse de las batallas libradas contra las bacterias y otros patógenos, no solo porque estos últimos son en ocasiones tan peligrosos como los nanobots que protagonizan nuestra historia, sino porque, como veremos cuando hablemos de los bacteriófagos, se pueden dar extrañas alianzas entre enemigos mortales como los virus y los humanos a la hora de enfrentarse con un tercero, las bacterias.
La perspectiva histórica es esencial. El SARS-CoV-2 es la primera noticia que muchas personas, en particular las más jóvenes, tienen de un virus peligroso. En los países occidentales, los virus —o las bacterias— se consideraban hasta hace seis meses problemas de otra gente. Y, sin embargo, la gripe española mató a 50 millones de personas hace solo cien años, y enfermedades como la polio, la viruela o la tuberculosis han segado incontables vidas —los números se cifran en cientos de millones— en los últimos dos siglos. Comparada con algunas de estas armas de destrucción masiva, la COVID-19, con toda su gravedad, no deja de ser un peso medio. Saber de dónde venimos —comprender el sufrimiento que virus y bacterias han ocasionado a las generaciones que nos precedieron— es importante para comprender mejor los tiempos que nos ha tocado vivir.