La unidad de vida más pequeña —una simple bacteria— es un monumento de estructuras y procesos sin parangón en el universo conocido.
Es aterrador darse cuenta de que no hay nada que pueda detener la implacable evolución de los virus en su búsqueda de nuevas estrategias para facilitar su supervivencia, una supervivencia que bien podría significar la muerte de todos los humanos.
C. J. P ETERS
P RÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN
ENTRE LA ALARMA Y LA PRUDENCIA
No aprendemos. Cuando se publicó por primera vez este libro, justo en el momento en que la pandemia de gripe de 2009 comenzaba a remitir, me entrevistaron en unos cuantos periódicos y repetí lo mismo en diversas ocasiones: volvería a haber otra al cabo de unos años, eso era innegable, y más nos valía prepararnos por si el virus que circulara fuese más agresivo que el A (H1N1), el responsable de lo que entonces se denominaba «gripe porcina» y que tanta preocupación nos estaba generando. Es fácil lanzar este tipo de profecías a largo plazo porque, si no aciertas, nadie te lo va a recriminar años después. Pero en este caso no se trataba de un pronóstico, sino de una certeza: todos los expertos con los que había hablado o a los que había leído coincidían en que era inevitable. Y cualquiera que estudiase el tema lo suficiente llegaba a la misma conclusión: la cuestión no era ver si pasaría, sino cuándo pasaría.
En el momento en que dices esto la gente te mira con gesto divertido o incrédulo, más que asustado. Otro alarmista, deben de pensar. En el epílogo de este libro cuento cómo los editores también se sorprendieron cuando predije con unos meses de antelación la pandemia de 2009. Ellos tenían una excusa, porque entonces todavía no habían vivido una enfermedad infecciosa de aquellas dimensiones, pero la actitud debería haber cambiado después de la gripe A (H1N1), la que puede considerarse la primera pandemia de nuestra época, la primera en atacar un mundo globalizado y sin fronteras. Aquello debería habernos puesto sobre aviso de lo que puede pasar cuando aparece un virus desconocido contra el cual no tenemos defensas y que nos obliga a actuar rápidamente para evitar una posible tragedia. En cambio, la llegada de la COVID-19, la enfermedad que causa el nuevo virus llamado SARS-CoV-2, aún ha pillado a mucha gente por sorpresa, extrañada ante el hecho de que el mundo se detenga por lo que parece un resfriado un poco fuerte. Realmente, no aprendemos.
Repasando el capítulo correspondiente a la gripe, me he dado cuenta de que esta segunda gran crisis sanitaria del siglo XXI (en lo que se refiere a virus) que estamos viviendo en la actualidad ha provocado respuestas muy similares a la primera. Ha habido confusión, pánico e incertidumbre. De nuevo se ha gestionado mal la información y se ha creado desconfianza entre la ciudadanía. Tal vez una cosa ha mejorado un poco: en muchos países se ha actuado con mayor rapidez y se han compartido con mayor eficacia los datos importantes (sobre todo en China, que, como se describe en el libro, había gestionado de una manera muy opaca las crisis anteriores). Las medidas de protección se han tomado con mayor firmeza porque ahora sabemos lo que nos estamos jugando, pero aún tenemos que resolver muchos temas si queremos estar bien preparados para las pandemias del futuro.
El SARS-CoV-2 no es el «supervirus» que pronosticaba en estas páginas (por fortuna), pero plantea más problemas logísticos que cualquiera de los virus de la gripe que hayamos visto recientemente. En el momento de escribir estas líneas, aún no lo conocemos lo suficientemente bien, pero sabemos que se propaga muy rápidamente (en parte porque los enfermos son contagiosos durante una larga fase sin síntomas) y que tiene una letalidad media relativamente baja, seguramente cercana al 1 por ciento (para tener perspectiva, diez veces más que el 0,1 por ciento de la gripe estacional, pero mucho menos que el 50 por ciento del ébola). Además, podría ocurrir que permaneciese oculto en algún lugar del organismo, como hace el VIH, y rebrotase cuando el paciente ya se ha curado. Si sumamos estos factores, más las numerosas incertezas, existen motivos de sobra para ser cautelosos y actuar con toda la celeridad posible. Es cierto que el cuadro que da, parecido al de la gripe, es relativamente leve en la mayoría de los casos, pero para determinados grupos de población (sobre todo personas mayores y aquellas que padecen otras enfermedades serias) puede ser mortal. Esto, en combinación con la gran facilidad de contagio, puede crear problemas de salud global muy importantes. Por este motivo es necesario ser contundentes para detenerlo lo antes posible, aunque a algunos les pueda parecer que estamos exagerando.
Pero aunque la COVID-19 esté acaparando todos los focos mediáticos, no es la única enfermedad infecciosa que debe preocuparnos. Pese a que hace diez años que se publicó la primera edición de este libro, todo lo que en él se recoge sigue vigente. Las cuatro grandes epidemias, por su impacto sanitario, continúan siendo la gripe, el sida, la malaria y la tuberculosis. Últimamente hemos tenido el brote más importante de ébola de la historia, pero no deja de ser una enfermedad restringida a ciertas áreas del globo. El SARS, que a principios de siglo se veía como un posible riesgo a largo plazo, parece por el momento bastante controlado. Pero a lo largo de esta década hemos visto cómo aparecían algunos parientes cercanos de la familia de los coronavirus capaces de crear una alerta mundial. Después del SARS vino el SROM (síndrome respiratorio de Oriente Medio), en 2012, que también se quedó bastante localizado. No ha sido hasta la aparición del tercer gran coronavirus, el SARS-CoV-2, cuando han saltado todas las alarmas.
Así pues, ¿son los coronavirus el nuevo peligro? ¿Merecerán un capítulo nuevo al lado de las otras cuatro grandes enfermedades infecciosas si este libro se reedita dentro de diez años? Es difícil saberlo. Los coronavirus suelen provenir de los murciélagos, que actúan como reservorios, el lugar donde los virus sobreviven y se reproducen, y es muy probable que otras cepas acaben saltando a los humanos en zonas donde existe un mayor contacto con animales (China es uno de los principales focos de problemas, por sus tradiciones y por el poco control sobre los mercados públicos que venden animales salvajes).