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Primera edición impresa en México: abril de 2018
ISBN: 978-607-07-4871-4
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Para Lucy y Virgi,
A la suerte de tenerlas
Rondando mi vida
Si el invierno dijese:
«En mi corazón está
la primavera», ¿le creerías?
GIBRÁN JALIL GIBRÁN
Ser hombre, al menos en los términos que demanda la cultura, no es tan fácil. Esta afirmación, descarada para las feministas y desconcertante para los machistas, refleja una realidad encubierta a la que deben enfrentarse día a día miles de varones para cumplir el papel de una masculinidad tonta, bastante superficial y potencialmente suicida.
Pese a que la mayoría de los hombres aún permanecen fieles a los patrones tradicionales del «macho» que les fueron inculcados en la niñez, existe un movimiento de liberación masculina cada vez más numeroso, que se rehúsa a ser víctima de una sociedad evidentemente contradictoria frente a su desempeño. Mientras un grupo considerable de mujeres pide a gritos mayor compasión, afecto y ternura de sus parejas masculinas, otras huyen aterradas ante un hombre «demasiado suave». Los padres hombres suelen exigir a sus hijos varones una dureza inquebrantable, y las maestras de escuela un refinamiento tipo lord inglés. El mercadeo de la supervivencia cotidiana propone una competencia tenaz y una lucha fratricida, mientras que la familia espera el regreso a casa de un padre y un marido sonriente, alegre y pacífico. De un lado el poder, el éxito y el dinero como estandartes de autorrealización masculina y del otro la virtud religiosa de la sencillez y la humildad franciscana como indicadores de crecimiento espiritual.
Una jovencita de diecinueve años describía su hombre ideal así: «Me gustaría que fuera seguro de sí mismo, pero que también saque su lado débil de vez en cuando; tierno y cariñoso, pero no empalagoso; exitoso, pero no obsesivo; que se haga cargo de una, pero que no sea absorbente; intelectual, pero que también sea hábil con las manos…». Cuando terminó su larga descripción le contesté que un hombre así sería un interesante caso de personalidad múltiple.
No es tan sencillo ser, al mismo tiempo, fuerte y frágil, seguro y dependiente, rudo y tierno, ambicioso y desprendido, eficiente y tranquilo, agresivo y respetuoso, trabajador y casero. El desear alcanzar estos puntos medios, que entre otras cosas aún nadie ha podido definir claramente, creó en la mayoría de los hombres un sentimiento de frustración permanente: no damos en el clavo. Esta información contradictoria lleva al varón, desde la misma infancia, a ser un equilibrista de las expectativas sociales: a intentar quedar bien con Dios y con el diablo.
No me refiero a los típicos machistas, sino a esos hombres que aman a sus esposas y a sus hijos de manera honesta y respetuosa, pero que no han podido desarrollar su potencial humano masculino por miedo o simple ignorancia. Hablo del varón que teme llorar para que no lo tilden de homosexual, del que sufre por no conseguir el sustento, del que no es capaz de desfallecer porque «los hombres no se dan por vencidos», del que ha perdido la posibilidad de abrazar y besar tranquilamente a sus hijos. Estoy mencionando al hombre que se autoexige exageradamente, que ha perdido el derecho a la intimidad y que debe mostrarse inteligente y poderoso para ser respetado y amado. En fin, estoy aludiendo al varón que se debate permanentemente entre los polos de una difusa y contradictoria identificación, tratando de satisfacer las demandas irracionales de una sociedad que él mismo ha diseñado y que, aunque se diga lo contrario, aún no está preparada para ver sufrir realmente a un hombre de «pelo en pecho».
Muchos hombres reclaman el derecho a ser débiles, sensibles, miedosos e inútiles sin que por tal razón se los cuestione. El derecho a poder hablar sobre lo que sienten y piensan, no desde la soberbia ni para justificarse de los ataques malintencionados, sino desde la más honda sinceridad.
Afirmar que el hombre sufre no significa desconocer los problemas del sexo femenino. Las mujeres se han preocupado por su emancipación desde hace tiempo y han expresado su sentir por todos los medios disponibles a su alcance; son un ejemplo a seguir por los hombres. Sin embargo, no creo que la liberación masculina deba establecerse sobre la base de la incriminación, la condena y la subestimación por el sexo opuesto, tal como lo hicieran los pensadores de finales del siglo XIX como Schopenhauer, Nietzsche y Freud; ni tampoco a partir de una autodestructiva culpa milenaria por todos los desastres de la raza humana, como lo han querido sugerir algunos varones arrepentidos de su propio género. El mundo ha sido construido y depredado por ambos sexos. La frase lapidaria de Krishnamurti va dirigida tanto a hombres como a mujeres: «Si realmente amáramos a nuestros hijos, no habría guerras». Asumir la responsabilidad absoluta del deterioro del planeta y de la humanidad es un sacrificio innecesario, además de injusto.
Si consideramos las aparentes prebendas con las que cuenta el sexo masculino, algunas mujeres se asombran de que ciertos varones mostremos insatisfacción con el papel que nos toca desempeñar: «¿Liberarse de qué?», «¿Más liberación?», «¿No les parece que nos han hecho ya bastante daño apropiándose de todo cuanto hay?». Basta hacer referencia a la insatisfacción masculina, para que algunas voces femeninas se alcen: «¿Y acaso nosotras no sufrimos?». Nadie lo niega.
Una mujer que conocí no hace mucho era incapaz de sostener una conversación con un hombre sin esgrimir alguna consigna antimasculina. Cuando pude expresarle mis opiniones frente a los problemas que debemos enfrentar los varones, me echó la culpa de las paupérrimas condiciones laborales a las cuales eran sometidas las mujeres durante la Revolución industrial. Cuando le repliqué que yo todavía no había nacido en aquella época, se levantó furiosa y se fue, no sin antes hacerme personalmente responsable por la explotación que el señor feudal ejercía sobre las siervas de la gleba (obviamente, no sobre los siervos).
¿Por qué se subestima el sufrimiento masculino? ¿De dónde viene esa extraña mezcla de asombro e incredulidad cuando un varón se queja de su papel social? Se da por sentado que las supuestas ventajas de las que goza el hombre son incuestionables, y por lo tanto, cualquier queja al respecto debería ser considerada como una prueba más del afán acaparador y de la ambición desmedida que lo ha caracterizado. «¿Cómo es posible que quieran más?». La respuesta es sencilla: