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Steven Weinberg - El sueño de una teoría final

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Steven Weinberg El sueño de una teoría final
  • Libro:
    El sueño de una teoría final
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1992
  • Índice:
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El sueño de una teoría final: resumen, descripción y anotación

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STEVEN WEINBERG Nueva York 1933 es físico teórico y obtuvo el Premio Nobel - photo 1

STEVEN WEINBERG, (Nueva York, 1933) es físico teórico, y obtuvo el Premio Nobel de Física, la Medalla Nacional de Ciencias, el Premio Lewis Thomas (que se concede a los mejores escritores divulgativos de Ciencia), entre otras numerosas condecoraciones y galardones. Es miembro de la National Academy of Science, de la Royal Society de Londres, de la American Philosophical Society, entre otras academias. Fue durante muchos años colaborador de The New York Review of Books, y, además de importantes tratados de física teórica, es también autor de libros como Los tres primeros minutos del universo o Explicar el mundo.


Prólogo
Si alguna vez alcancé una belleza que hubiera visto y deseado,
tan sólo fue un sueño de ella.

JOHN DONNE, The Good-Morrow

E l siglo que está a punto de finalizar ha visto una deslumbrante expansión de las fronteras del conocimiento científico en el campo de la física. Las teorías de la relatividad especial y general de Einstein han cambiado para siempre nuestra idea del espacio y el tiempo, y de la gravitación. En una ruptura aún más radical con el pasado, la mecánica cuántica ha transformado el propio lenguaje que utilizamos para describir la naturaleza: en lugar de partículas con posiciones y velocidades definidas, hemos aprendido a hablar de funciones de onda y probabilidades. De la fusión de la relatividad con la mecánica cuántica ha surgido una nueva idea del mundo en la que la materia ha perdido su papel central. Este papel ha sido usurpado por los principios de simetría, algunos de ellos ocultos a la vista en el estado actual del universo. Sobre esta base hemos construido una teoría satisfactoria del electromagnetismo y de las interacciones nucleares débil y fuerte entre las partículas elementales. A veces nos hemos sentido como Sigfrido después de probar la sangre del dragón, cuando descubrió, para su sorpresa, que podía entender el lenguaje de los pájaros.

Pero ahora estamos bloqueados. Los años transcurridos desde mediados de los setenta han sido los más frustrantes en la historia de la física de partículas elementales. Estamos pagando el precio de nuestro propio éxito: la teoría ha avanzado tanto que futuros progresos requerirán el estudio de procesos a energías mucho más allá del alcance de las instalaciones experimentales existentes. Para salir de este punto muerto, los físicos comenzaron en 1982 a desarrollar planes para un proyecto científico de una envergadura y coste sin precedentes, conocido como el Supercolisionador Superconductor. En su forma final el plan exigía un túnel oval de 85 kilómetros de longitud que debería ser excavado en un lugar al sur de Dallas. En el interior de este túnel subterráneo, miles de bobinas magnéticas superconductoras guiarían dos haces de partículas cargadas eléctricamente, conocidas como protones, para que dieran millones de vueltas en direcciones opuestas en torno al anillo, al tiempo que dichos protones se acelerarían hasta alcanzar una energía veinte veces mayor que la energía más alta conseguida en los aceleradores de partículas ya existentes. En varios puntos a lo largo del anillo, los protones de los dos haces se harían colisionar cientos de millones de veces por segundo, y enormes detectores, algunos con un peso de decenas de miles de toneladas, registrarían lo que sucede en estas colisiones. El coste del proyecto se estima en unos 8000 millones de dólares.

El Supercolisionador se ha atraído una intensa oposición, no sólo por parte de los austeros congresistas sino también por parte de algunos científicos que preferirían ver este dinero invertido en sus propios campos. Hay muchas críticas soterradas sobre la llamada Gran Ciencia, y algunas de ellas han encontrado un blanco en el Supercolisionador. Mientras tanto, el consorcio europeo conocido como CERN está considerando la construcción de una instalación en cierto modo similar, el Gran Colisionador de Hadrones, o LHC. El LHC costará menos que el Supercolisionador ya que aprovechará un túnel ya existente bajo las montañas del Jura, cerca de Ginebra, pero, por esta misma razón, su energía estará limitada a menos de la mitad de la del Supercolisionador. En muchos aspectos, el debate norteamericano sobre el Supercolisionador tiene un paralelo en un debate europeo sobre si construir o no el LHC.

Cuando este libro va a las prensas en 1992, la financiación para el Supercolisionador, que fue cortada en junio por un voto en la Cámara de Representantes, ha sido reanudada en agosto por el voto del Senado. El futuro del Supercolisionador estaría asegurado si hubiera un importante apoyo externo, pero hasta ahora esto no se ha producido. Tal como están las cosas, incluso si la financiación para el Supercolisionador ha sobrevivido este año en el Congreso, se enfrenta a la posibilidad de cancelación por el Congreso el próximo año y en cada año venidero hasta que el proyecto esté completo. Pudiera ser que los años finales del siglo XX vieran cómo la investigación sobre las bases de la ciencia física llegaba a detenerse, quizá para ser reanudada muchos años más tarde.

Éste no es un libro acerca del Supercolisionador, pero el debate sobre el proyecto me ha involucrado en conferencias públicas y en comparecencias ante el Congreso para tratar de explicar lo que intentamos conseguir en nuestros estudios sobre las partículas elementales. Podría pensarse que después de treinta años de trabajo como físico yo no tendría problemas con esto, pero la cosa no es tan fácil.

Por lo que a mí respecta, el placer del trabajo siempre me ha proporcionado justificación suficiente para hacerlo. Sentado a mi mesa de despacho o a alguna mesa de café, yo manipulo las expresiones matemáticas y me siento como Fausto jugando con sus pentagramas antes de la llegada de Mefistófeles. De vez en cuando, las abstracciones matemáticas, los datos experimentales y la intuición física convergen en una teoría precisa sobre las partículas, los campos y las simetrías. Y aún más de tarde en tarde, la teoría resulta ser correcta; a veces los experimentos muestran que la naturaleza realmente se comporta como la teoría dice que debe hacerlo.

Pero esto no es todo. Para los físicos que trabajan sobre partículas elementales existe otra motivación que es muy difícil de explicar incluso para nosotros mismos.

Nuestras teorías actuales son de validez limitada, provisionales e incompletas, pero tras ellas observamos, aquí y allá, retazos de una teoría final que sería de validez ilimitada y enteramente satisfactoria en su perfección y consistencia. Buscamos verdades universales acerca de la naturaleza y, cuando las encontramos, intentamos explicarlas demostrando cómo pueden ser deducidas a partir de verdades más profundas. Consideremos el espacio de los principios científicos como si estuviera lleno de flechas que apuntan hacia cada principio desde otros principios por los que los primeros son explicados. Estas flechas explicativas han revelado ya una notable estructura: las flechas no forman grupos separados e inconexos que representan ciencias independientes, ni tampoco corren sin rumbo. Por el contrario, todas ellas están conectadas y, si las seguimos hacia atrás, todas ellas parecen surgir de un punto de partida común. Este punto de partida, hasta el que todas las explicaciones pueden ser rastreadas, es lo que yo entiendo por una teoría final.

Ciertamente no tenemos aún una teoría final, y es probable que tardemos en descubrirla. Pero de tanto en tanto tenemos indicios de que no estamos muy lejos de ella. A veces, en discusiones entre físicos, cuando queda de manifiesto que las ideas matemáticamente bellas son realmente relevantes para el mundo real, tenemos la sensación de que hay algo tras la pizarra, alguna verdad más profunda que prefigura una teoría final que hace que nuestras ideas funcionen tan bien.

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