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Loquillo - Loquillo. El hijo de nadie

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Los rockeros también piensan

El pensamiento de un rockero. ¡Ja! Hace no demasiado tiempo hubiese parecido un chiste. Los rockeros no piensan, los rockeros hacen, tiran hacia delante sin dejar resquicio al pensamiento, simplemente actúan. Si piensan se rompen, los pobres. La música popular vinculada originalmente a la cultura juvenil, no es música que vaya más allá del entretenimiento, del ocio, de la disipación. Su relevancia social atiende solo a la diversión y no es ni necesario, ni conveniente, ni adecuado que los músicos se metan en camisas de once varas. Además, ha afirmado siempre la industria de la música, cuanto más opine un rockero, más disensión introducirá en su propio público, que puede caracterizarse por tener un perfil ideológico muy amplio. No digas negro, pues entre los que compran tus discos y van a tus conciertos puede haber quienes no vivan sin el blanco. Ese ha sido tradicionalmente el discurso aplicado a la música pop y rock en nuestro país. O bien había que callar porque la música solo divierte, o bien era precisa la prudencia para no levantar ampollas entre tus propios seguidores. Ah, bueno, bien, si la situación es tan manifiestamente injusta que hay que decir algo, pues para eso están los festivales benéficos, para que los músicos hablen por el mero hecho de participar en ellos.

Paralelamente, la historia de nuestra sociedad ha ido dando cada vez más influencia a los artistas, a alguno de los cuales ha convertido en referente no ya solo artístico, sino incluso social. En un mundo en el que la política se está viendo cada día más arrinconada por la bravuconería económica, en un contexto en el que la ideología pierde solidez hasta casi evaporarse, aquellos que se suben a un escenario y utilizan la cabeza como algo más que el soporte de una gorra, tienen ante sí un campo de acción cada día más amplio. Sí, el rock, la música, al igual que muchas otras manifestaciones artísticas, ya no solo sirven para entretener, sino para hacer pensar. El artista que se compromete con su arte acaba comprometiéndose con su realidad y con sus propios seguidores, de manera que puede acabar convertido en ejemplo de actitud, pensamiento y obra.

¿Quiere ello decir que esta es la única opción que le queda a un artista? En absoluto. La forma en la que cada individuo afronta la vida es el resultado de una serie de circunstancias que no funcionan con la precisión matemática de sumar dos y dos. Que la música esté ocupando espacios que antes tenía vedados es una realidad, pero no lo es menos que no todos los artistas necesitan para legitimarse abordar un discurso social o político. Es más, cada artista encuentra su manera de afrontar los temas que le preocupan como ciudadano, y no son la letra explícita, la consigna o el mitin los únicos caminos para comprometerse. La manera en la que los artistas embocan su carrera, toman decisiones sobre sus actos, escogen el repertorio, seleccionan los temas de sus letras, planifican su relación con los medios de comunicación o piensan en sus seguidores, a los cuales se puede considerar como masa o como conjunto de personas dotadas de criterio propio, son en realidad los ejes en los que se cimienta el contenido social y político de un artista.

Llegados a este punto, no olvidemos que el nacimiento del rock está vinculado al despegue económico de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Hasta entrados los años cincuenta los jóvenes eran un sujeto pasivo más de la historia, y como tal no entraba en la toma de decisiones sino en su simple acatamiento. La bonanza económica posterior a la Segunda Gran Guerra creó las bases de lo que hoy conocemos como sociedad de consumo, dando a los jóvenes los recursos económicos para que ellos mismos comenzasen a tomar sus propias decisiones estéticas y vitales. El nacimiento del rock, una música opuesta al orden establecido por los adultos, es fruto de una juventud que tiene trabajo, que por lo tanto dispone de dinero y de la subsiguiente capacidad para administrarlo. En ese contexto, la cultura del rock nace entre otras cosas para dar opciones de consumo y autoafirmación a un colectivo que hasta entonces solo servía para trabajar, obedecer o morir en las guerras.

En otras palabras, la vinculación del rock con aspectos de la vida social, económica e ideológica de la sociedad se estableció desde sus mismos comienzos. Otra cosa bien distinta es que todos los artistas hayan de tener presente esta vinculación y obren en consecuencia. De hecho, la mayor parte de los músicos entiende que su relación con la política y/o ideología o bien resulta inexistente o bien resulta peligrosa. Si bajamos a la arena artística española veremos que, además, quienes han tenido el monopolio de la acción ideológica en el campo musical han sido los cantautores, aquellas voces que se elevaron contra el franquismo para dibujar horizontes bajo cuyo cielo se pudiese respirar. Y dado que quienes depositaban la conciencia política eran los cantautores, ¿para qué preocuparse del pensamiento no siendo cantautor?

Este ha sido un pensamiento bastante extendido en España durante mucho tiempo, de manera que, generalizando con el peligro que ello implica, quien no era cantautor solo debía entretener. Pocos, muy pocos artistas no vinculados a la canción de autor, se han atrevido a pensar en voz alta, y uno de ellos ha sido el protagonista de estas páginas. A estas alturas del partido a nadie se le oculta que los artistas pueden, e incluso deben tener, una ideología, un pensamiento propio, una serie de ideas que les ayuden a entender el mundo que les rodea, dándole una interpretación que en muchos casos va en sintonía con su proyecto artístico.

En estas páginas, Loquillo responde a cuestiones posicionándose sobre los temas más diversos. Algunos ya los había ido desgranando en las suculentas entrevistas que acostumbra ofrecer, llenas todas ellas de titulares y de respuestas categóricas que bien merecerían estar escritas en letras de molde. Otros temas son novedosos, fruto de la curiosidad de quien dispone de horas para que Loquillo responda sobre cualquier cuestión. Este es pues el resultado de eso, de horas de conversación, más de ocho, con un Loquillo que una vez más acepta los riesgos de quien cree que está obligado a pensar y, más aún, a no ocultar lo que piensa.

No en cualquier lugar

—¿Y dónde quedamos? —le dije por teléfono—. Yo lo tengo complicado para subir hasta San Sebastián, y más si como imagino tendremos que vernos varias veces.

—No te preocupes —dijo con ese laconismo tan propio de Loquillo, un hombre que según las circunstancias habla poco y en términos muy escuetos—. Ya encontraré un lugar adecuado, confortable y en el que nadie nos moleste.

—Bueno, si tú lo dices no me preocupo, pero ya dirás.

—Tranquilo, diré.

Así fue más o menos la primera conversación que tuve con Loquillo para concertar los encuentros de los que saldría El hijo de nadie, su repaso al mundo que le ha tocado vivir.

Al cabo de los días sonó el teléfono.

—Ya lo tengo —dijo una voz cuya entonación solo corresponde a Loquillo—. He encontrado el lugar perfecto, una estancia del Hotel Ritz donde podremos estar sin que nadie nos moleste.

El tono en el que lo decía me hizo imaginar su grado de satisfacción. Loquillo es de los que han conseguido muchas cosas en la vida, pero no deja de alegrarse como un chaval de barrio cuando consigue una más. Y la que nos ocupa, aunque él no lo diga, le hace pensar en sus estrecheces de chaval, en el poco dinero que había en su casa, en aquel pasillo que era su dormitorio, en todo ese constante no tener nada. Ahora, cada vez que entra en el Ritz, es como si le dijese a la pobreza ¡ahí te quedas, te gané la partida!, he conseguido abandonarte como a esa novia pelma que no te deja en paz.

—¿No habrás alquilado una habitación? —le pregunté seguro de que no lo había hecho. Antes de gastar, Loquillo es de los que exploran todas las posibilidades ahorrativas. En este sentido no es el típico nuevo rico que sin conocer el valor de las cosas gasta como si estas no tuviesen límite.

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