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Thomas J. Watson Jr. - Padre, hijo & Cía.

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Thomas J. Watson Jr. Padre, hijo & Cía.

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Luz

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A Olive

y a nuestros hijos

Tom, Jeannette, Olive, Lucinda, Susan y Helen

y al

Mayor General Follett Bradley

(1890-1952)

quien me infundió confianza

C A P Í T U L O

En la primavera de 1987, poco después de cumplir setenta y tres años de edad, saqué mi helicóptero para ir a recorrer los escenarios de mi infancia. Fui solo, como vuelo siempre que quiero ver algo. Los helicópteros son ruidosos y a veces difíciles de manejar, pero lo llevan a uno exactamente al lugar a donde quiere ir. Uno puede aterrizar en una peña de tres metros por tres en medio del océano o posarse en el jardín de la casa de un amigo. Aquel día de primavera lo que yo quería era ver qué quedaba del mundo en que me crie.

Volé aguas abajo del río Hudson a lo largo de Manhattan, doblando al Occidente a la altura de Broad Street, donde mi padre tomaba el transbordador después del trabajo. En la otra orilla del río, en Nueva Jersey, solía tomar un tren. Volé sobre la vía férrea hacia el Oeste, sobre las colinas ondulantes y los campos de Nueva Jersey, siguiendo el mismo recorrido que él hacía conversando de política con otros de los primeros habitantes de los suburbios como Malcolm Muir, fundador de la revista Business Week, y André Fouilhoux, ingeniero arquitectónico y uno de los principales proyectistas del Rockefeller Center.

Mi niñez transcurrió en el pueblo de Short Hills, a 32 kilómetros de Nueva York. En los años 20 era una pequeña comunidad elegante poblada principalmente por familias cuyos jefes se movilizaban a diario como mi padre, por lo cual los conocían como «los de la ciudad». Tenía estación de ferrocarril, iglesia episcopal, una escuela privada y otra pública y casas grandes levantadas en terrenos de una a dos hectáreas. No me costó trabajo encontrar la nuestra, con su tejado de dos aguas. Está situada sobre una colina baja y es un duplicado casi exacto de la primera que ocupamos en ese mismo sitio y que mi papá incendió accidentalmente, tratando de demostrar cómo se debe utilizar una chimenea. Después de ese episodio cuidaba mucho de que todo fuera a prueba de incendio; la techumbre de la casa actual es de pizarra.

Detrás de la casa teníamos gallineros, una huerta grande y un corral para un pony; todo eso había desaparecido, pero divisé el largo camino de acceso donde mi madre me enseñó a conducir automóvil cuando yo tenía once años. Cerca de allí distinguí dos lagunas que fueron parte muy importante de mi niñez. Tan rural era entonces aquella región de Nueva Jersey que todavía en las afueras del pueblo había gente que se ganaba la vida poniendo trampas en los pantanos. Cerca de estos no vivía nadie cuando nosotros llegamos. Solo había un gran depósito de hielo, construido de madera, a donde llegaban trineos tirados por caballos para acarrear grandes bloques de hielo en el invierno. Cuando yo tenía once o doce años, mis compañeros y yo llevábamos a las niñas detrás del depósito para jugar a besarnos.

Me hubiera gustado aterrizar y pasear un poco a pie, pero hoy las orillas de las lagunas están llenas de casas y no había dónde aterrizar, de modo que me volví a elevar y volé sobre un camino serpenteante que seguíamos para ir a una finca que mi papá compró en 1927, cuando empezó a sentir la primera oleada de riqueza después de dirigir la IBM durante trece años. La finca, que bautizamos «Hills and Dales», quedaba cerca del pueblo de Oldwick, 32 kilómetros al oeste de Short Hills. Localicé muy fácilmente a Oldwick, pero cuando busqué a «Hills and Dales» en las afueras del pueblo había tantas carreteras y sedes de corporaciones que no la encontré.


En Short Hills me conocían a mí como Tommy el Terrible, pues dondequiera que hubiera travesuras no podía faltar yo. En los años 20 no estaba de moda la rebelión juvenil, de manera que yo no era popular. Mis condiscípulos sabían que estaba dispuesto a ir a divertirme a la primera oportunidad, y ninguno me creía capaz de hacer nada de provecho. Solo tenía un puñado de amigos. Los demás chicos se consideraban superiores; y, lo que es peor aún, yo era muy sensible al hecho de que evitaran mi compañía.

Cuando tenía diez años, un día estaba jugando con un amigo llamado Joe, cerca de una casa que estaban reparando en el vecindario. La puerta estaba abierta y vimos dentro latas de pintura, brochas y trementina. Tomamos un par de latas y, no sé cómo, acabamos pintando toda la calle.

Mi madre nos sometió a interrogatorio y confesamos que la pintura era robada. Ya con anterioridad ella me había prevenido contra el robo, sin éxito, y esta vez resolvió, según creo, que debía hacer algo dramático para que yo no acabara por ser un ladronzuelo. Mi madre era por lo general de un temperamento suave y dulce, pero si le parecía que las cosas se le estaban saliendo de las manos, era muy capaz de actuar en forma drástica. Así, pues, nos llevó a la estación de policía. Supongo que le había avisado antes al jefe, pues este nos estrechó la mano y nos dijo: «Me alegro de verlos. Quiero hablarles de los presos que tenemos aquí. Unos están presos por asesinato, otros por robo, pero la mayor parte por simple ratería».

Ya para entonces teníamos los ojos muy abiertos. En la estación de policía tenían una cosa que no he vuelto a ver jamás: una especie de jaula, como del tamaño de una casilla telefónica, que se abría por el frente. El prisionero montaba sobre una barra y lo encerraban con llave. Debía ser para interrogar a los sospechosos. Se podían mover un poco, pero salirse no. Recuerdo muy bien como se sentía uno. Después el jefe nos llevó atrás y nos metió en un calabozo. «Estar en la cárcel es una cosa terrible», nos dijo. «Muchos se vuelven reincidentes, y ahí tienen ustedes una vida perdida». Después de este incidente tuve pesadillas. Soñaba que me metían en el calabozo sin haber cometido ningún delito.

A mi madre le dábamos realmente no poco que hacer. Se casó tarde, a los veintinueve años, y tuvo cuatro hijos en el lapso de seis años: yo, mis hermanas Jane y Helen, y Arthur, a quien todos llamábamos Dick. Aunque yo era el mayor, mi mamá no esperaba que le ayudara a cuidar a mis hermanos menores, de modo que de niño anduve más o menos por mi cuenta. Quería mucho a Dick, pero él era muy pequeño para ser un compañero interesante. Helen, inmediatamente mayor que él, fue siempre mi fiel amiga. Si me veía con un paquete de dulces robados, quería saber qué era pero yo podía estar seguro de que delante de mis padres no diría una palabra. Más difíciles eran mis relaciones con Jane, cuya edad era más próxima a la mía. A veces me acompañaba en alguna de mis pilatunas, pero luego se arrepentía y confesaba y me metía en problemas. Además, era la consentida de mi padre. No había nada que él no hiciera por darle gusto, y ella lo llamaba con el curioso nombre de «Mi Alegría» en vez de decirle papá o padre. Esto comenzó como palabras cariñosas, pero siguió diciéndole así toda la vida. Mi madre consideraba inapropiado que él tuviera preferencias, pero no podía hacer nada por impedirlo.

El hecho de que no fuera yo el preferido de mi padre no me sorprendía, pues desde muy temprano en mi vida me convencí de que algo me faltaba. Nunca pude adaptarme del todo a lo que los demás hacían. Hay por ahí una película que filmó mi padre de la representación que hicimos en la escuela cuando yo estaba en primer grado, en 1921. Todos los niños aparecíamos disfrazados de abejas, revoloteando en torno a las niñas, que representaban flores. En la película es fácil distinguirme a mí; soy el más alto, huesudo y desgarbado, y mientras los demás chicos conservan sus alas desplegadas y firmes, las mías se me caen y se me tuercen y yo aparezco tratando constantemente de enderezarlas.

Mi torpeza de modales no incomodaba para nada a mi padre, que iba ascendiendo en la sociedad de Short Hills. Ingresó en el club de tenis, formó parte de la junta de educación y de la junta directiva del banco local, y era tal vez el único residente del pueblo que llevaba a su familia a Europa en los veranos cada dos años, si bien en viajes de negocios. Rápidamente llegó a ser un pilar de la iglesia episcopal de Short Hills, pese a sus raíces de humilde metodista. Unas pocas familias consideraban que era un

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