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Miguel Ángel Revilla - Nadie es más que nadie

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Miguel Ángel Revilla Nadie es más que nadie

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UNA TIERRA DE ENSUEÑO, UN TIEMPO DE PENURIA
LA MARCA INDELEBLE DE LOS ORÍGENES

A veces aún subo, solo, en verano, a un lugar paradisiaco llamado la Cruz de Cabezuela desde donde diviso el valle en el que nací. Y apelo a mi memoria y me pregunto cómo era posible que allí, en los años cuarenta, subsistieran dos mil personas.

Mi vida está condicionada por mis orígenes. Nací en Polaciones, un valle situado entre Peña Labra y Peña Sagra, donde nace el río Nansa. Una zona durísima, con inviernos de cuatro meses en los que la nieve lo sepulta todo. Solo se da la patata y una ganadería de vacas autóctonas, llamadas tudancas, de poca leche y poca carne, aptas para labores de acarreo. Hay también ovejas, cabras y cerdos, que allí llamamos chones y que en aquel entonces eran el complemento básico en la alimentación.

Nací el 23 de enero de 1943. Posguerra y racionamiento. El hospital Valdecilla a ciento diez kilómetros de distancia, unas siete horas de viaje como mínimo. El 23 de enero de 1943, con tres metros de nieve. Daba igual. Las madres asistían a las hijas en los partos.

Rodeado por las penurias de las gentes de mi pueblo, yo podía considerarme un privilegiado. Mi padre era guarda de montes y mi madre, maestra, la única persona titulada en Polaciones en aquellos años gracias a que un hermano de mi abuelo, Pedro Roiz, emigró a Madrid y se hizo con cierto capital en el negocio de coloniales. Como no tenía descendencia, le pagó la carrera de Magisterio a mi madre. Tener como madre a una maestra fue una ventaja decisiva para mi futuro.

Viví en Polaciones hasta los once años. Y allí seguí pasando los veranos hasta los diecisiete. El valle está formado por nueve núcleos de población y en el año de mi nacimiento había dos mil habitantes. Hoy, el último censo electoral apenas recoge ciento ochenta personas.

De los nueve pueblos que conforman Polaciones, yo nací en Salceda, uno de los más pequeños. Solo contaba con ciento cincuenta habitantes. Junto con Cotillos, es el de mayor altitud. Mi casa distaba en línea recta cinco kilómetros del mítico pico Peña Labra, cuya inmensa mole pétrea preside la orografía de los purriegos, que así nos llaman a los nacidos en Polaciones.

Mi padre era Ángel Revilla Mantilla. Llegó a Polaciones como guarda de montes acabada la Guerra Civil, procedente de la comarca campurriana. De su capital, Reinosa, procede mi estirpe paterna.

Campoo y Polaciones son dos comarcas cántabras separadas por Peña Labra y el Pico Tresmares. Mi familia materna es entera de Polaciones, con apellidos que —al igual que en el caso de los pasiegos— reflejan una clara endogamia. Mi abuela se llamaba Emilia Morante Morante Morante Morante. Mi madre, Rosa Roiz Morante, nació en Lombraña, a siete kilómetros de Salceda, el pueblo donde la destinaron de maestra en 1940.

Mis padres se casaron en 1941 y se mudaron a Salceda. Allí, como no tenían dónde vivir, alquilaron la mitad de una casa al matrimonio formado por Atanasio Caloca y Demetria Morante, que tenían cinco hijos. Atanasio y Demetria fueron mis segundos padres y sus hijos, como mis hermanos. Las viviendas no tenían separación. En el interior, pasábamos de una cocina a otra sin puertas ni tabiques. Todo era de todos.

Allí pasé los once primeros años de mi vida, los mejores; los recuerdos de entonces, sobre todo a partir de los siete años, son más intensos que los de hechos ocurridos mucho después. Sin duda soy, en mi manera de ser y de comportarme, el resultado de esos orígenes. Para lo bueno y para lo malo, estamos condicionados por los genes y la tierra. Pero «la tierra» no es solo geografía: es también cultura, vivencias, es lo que has mamado de niño. Y allí, en aquella tierra, se practicaba la solidaridad con mayúsculas.

Naturalmente, había familias que dentro de la escasez general tenían algo más. La diferencia entre unas y otras en términos de estatus se medía por el número de chones que se mataban: tres los más pudientes, uno los más humildes. Era una diferencia considerable, que se traducía en mayor o menor facilidad para «tirar de lo colgau». Pero nadie consentía que otro pasara hambre. Aquello funcionaba como una comuna, donde un «hombre bueno» (cada pueblo tenía el suyo) resolvía los pequeños litigios, casi siempre relacionados con los pastos. En Salceda, el hombre bueno era el «tío Federico».

Conservábamos costumbres ancestrales maravillosas. Un vecino, por turnos, guardaba las trescientas ovejas de todos, a razón del número de ovejas que cada uno tenía. Cada diez ovejas, un día. Luego contaré la traumática historia que me ocurrió a los ocho años, un día que me tocó ser pastor de esas ovejas.

Cuando un vecino mataba el chon, era obligado que todos los demás ayudasen. Y uno por casa era invitado a cenar.

Era corriente que, a lo largo del año, se despeñase un determinado número de animales. Daba igual a quién le ocurriera la desgracia. Los restos del animal se troceaban y todos los vecinos compraban, o hacían trueque con otro producto, para compensar la pérdida que había ocasionado la res. Esta costumbre no estaba escrita, pero se cumplía con absoluto rigor.

En invierno era terrible la soledad bajo los inmensos neveros. Cenábamos a las siete de la tarde, y a las ocho todos los vecinos inundábamos la amplísima cocina de Antonio Morante y María Morante, los únicos que tenían radio. Alrededor del fuego nos pasábamos tres horas oyendo Radio Andorra y las canciones de Antonio Molina.

Como guarda de montes, mi padre tenía un rifle y una escopeta. Creo que era el invierno de 1950, extremo en su dureza. Y cuando los inviernos eran duros, nos resentíamos las personas y los animales. Se agotaba la hierba almacenada, los víveres también. Recuerdo que llegaron a la cocina de mi casa varios vecinos encabezados por el tío Federico. Venían a ver a quien tenía la obligación de proteger la fauna y la flora del valle.

Un vecino llamado Felipe se dirigió a mi padre y le dijo: «Ángel, a quinientos metros del pueblo, atrapados en el río y rodeados de un nevero, hay seis jabalíes. El invierno es muy duro y esa carne, repartida entre todos, nos arregla la vida». Mi padre, que tenía mucho carácter, puso el grito en el cielo. «¡Pero cómo se os ocurre!».

Mi madre, que fue siempre la que mandó en casa, era la bondad personificada. Intervino rápidamente y se puso de parte de los vecinos. Mi padre, el teórico protector de los animales, encabezó la marcha hacia el río Nansa, donde se habían quedado varados los jabalíes. Mataron cinco, los despiezaron y los repartieron casa por casa, entre el júbilo general.

¿Y el sexto? Se escapó herido y fue a morir a veinte kilómetros, cerca del cuartel de la Guardia Civil, con un tiro en una de las patas traseras. Los guardias avisaron a mi padre y se puso en marcha una operación para descubrir a los culpables. La sangre del jabalí herido les llevaba directamente a Salceda. Pero todos los vecinos, alertados por mi padre, borraron las huellas de la matanza. Y por si acaso, escondieron la carne en los pajares. Nunca llegó a descubrirse. No habría contado yo esta historia si mi padre aún viviese.

EL HERMANO DE DEMETRIA

Entre los siete y los diez años me ocurrieron cosas que solo podrán entender gentes de mi edad, nacidos como yo en núcleos rurales muy apartados. Para los jóvenes de hoy no son más que batallitas. Pero estas historias reflejan cómo ha cambiado España y nuestro modo de vida en sesenta años.

Como ya he comentado, compartía casa con la familia de Atanasio y Demetria. Un hermano de Demetria había emigrado a México a finales del siglo XIX y nunca más había dado señales de vida. Se le daba por desaparecido. Pero en 1951 ocurrió un acontecimiento en Salceda. Por la tortuosa y estrecha carretera de acceso al pueblo, los niños vimos un coche que se acercaba. ¡Todo un acontecimiento!

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