Introducción
Fumar mata. Hoy día casi nadie lo duda. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que, en el siglo XX , más de cien millones de personas han muerto a causa del tabaco. Sin embargo, durante mucho tiempo se hizo caso omiso del carácter nocivo del tabaco, por buenas razones pero también por razones muy malas. La floreciente industria del tabaco, preocupada por la repercusión mediática que esta revelación podía tener, temió por sus ventas y elaboró un plan de comunicación cuya lógica se explicaba en una nota interna así: «Tenemos que sembrar la duda porque la duda es el mejor medio de rivalizar con la serie de hechos que hay presentes en la conciencia del público. Desde el punto de vista de éste, hay consenso en que el tabaco, de algún modo, perjudica la salud... La duda también es el límite de nuestro producto. Por desgracia, no podemos adoptar una postura que se oponga directamente a las fuerzas antitabaco y decir que fumar es bueno. No disponemos de información que sustente esta afirmación». En otras palabras: A partir de los años cincuenta la industria del tabaco sabía que fabricaba veneno, pero, para poder seguir vendiéndolo, decidió fabricar otro producto no menos peligroso: la duda de hechos establecidos.
Este negacionismo fue muy eficaz. Para sembrar la duda, la industria del tabaco criticaba el «pensamiento dominante» que se expresaba en los artículos publicados en revistas científicas. Pero lo peculiar de estos artículos es que han pasado por el tamiz de los mejores especialistas del ramo. Este proceso es uno de los fundamentos del método científico. Es un proceso que descarta las contribuciones incoherentes o no suficientemente sustentadas en hechos. Daba igual: la industria del tabaco afirmaba que ese proceso no tenía otro objeto que el de acallar a la disidencia. ¡La industria del tabaco se erigía así en baluarte contra el «pensamiento único»! Afirmaba que los científicos que advertían de los peligros del tabaco conjuraban en realidad para hundir la economía estadounidense y coartar las libertades individuales. Estos científicos no eran otra cosa, según los industriales del tabaco, que agentes o cómplices del comunismo internacional. Los desacreditaban alegando que eran incapaces de explicar por qué personas que llevaban fumando desde su más tierna infancia llegaban a octogenarios, pasando deliberadamente por alto el hecho de que los estudios «sólo» señalaban el importante aumento del riesgo de que los fumadores desarrollasen enfermedades graves. Pagaban a expertos, creaban y financiaban centros de seudoinvestigación para que avalaran una seudociencia que sostuviera que el tabaco no era realmente nocivo. Para colmo de cinismo, arremetieron también contra la OMS movilizando a pequeños productores de tabaco de países en vías de desarrollo para reforzar la imagen de industria ética y responsable.
En los años noventa, 46 estados estadounidenses interpusieron demandas por estas conductas. La industria del tabaco aceptó pagar más de 240.000 millones de dólares en indemnizaciones para poner fin a esas demandas. Siguieron muchas más demandas y condenas. Y entretanto, el negacionismo científico profusamente difundido por la industria del tabaco ha causado millones de muertos.
Emplear el término «negacionismo» para definir las conductas de los industriales del tabaco puede parecer exagerado, incluso inapropiado. No lo es. Esta palabra remite a la negación del genocidio que los nazis perpetraron contra los judíos en la segunda guerra mundial. También se ha usado para referirse a la negación del genocidio armenio cometido por las autoridades otomanas en la primera guerra mundial. Tanto en un caso como en otro, se niegan unos hechos y unos conocimientos que los historiadores han documentado sobradamente. Cuando esta negación afecta a un campo del saber en el que el conocimiento se asienta sobre bases científicas, como es el de la medicina en el caso de los peligros del tabaco, hablar de «negacionismo científico» es perfectamente apropiado.
Los negacionistas del conocimiento científico obedecen a motivaciones diversas. Pueden dejarse seducir por dádivas de grupos de presión poderosos, actuar por influencia ideológica o por fe, buscar notoriedad mediática o simplemente querer desmarcarse. Los ejemplos abundan. Hay creacionistas que, como Sarah Palin, candidata a la vicepresidencia de Estados Unidos en 2008, afirman que los dinosaurios convivieron con los seres humanos en nuestro planeta hace cuatro mil años, pese a las muchas pruebas que existen de que desaparecieron hace sesenta y cinco millones de años. El expresidente sudafricano Thabo Mbeki impidió que miles de personas seropositivas recibieran tratamiento antirretroviral alegando que no había ninguna relación entre el virus de la inmunodeficiencia adquirida y la enfermedad del sida. Decía que todo era un complot de las grandes farmacéuticas occidentales para vender sus presuntos tratamientos y recomendaba curarse con plantas, ajo y limón. Se calcula que este negacionismo médico fue responsable de la muerte de 365.000 personas entre los años 2000 y 2005. Luego retiró sus palabras por miedo a que hubieran parecido ofensivas. No tendría que haberse retractado: los escépticos del clima son, en efecto, negacionistas climáticos.
En realidad, el negacionismo afecta a todas las disciplinas: la historia, la biología, la medicina, la física, la climatología... Ningún campo se libra de él. Tampoco el económico. La economía es incluso la disciplina que se enfrenta al negacionismo más virulento. Y no sorprende: en economía, las apuestas financieras son más importantes que en ningún otro ámbito, y los medios de comunicación hablan constantemente de la actualidad económica. El negacionismo económico, por tanto, puede salir muy a cuenta. Pero sus consecuencias son devastadoras. A escala planetaria, unas políticas fundadas en ideas falsas se traducen en millones de desempleados, otros tantos muertos y el empobrecimiento de cientos de millones de personas. No sólo las mentiras sobre los efectos del tabaco hacen estragos. El negacionismo económico es una plaga y hay que combatirlo.