SECCIÓN DE OBRAS DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA
LA NATURALEZA Y LA NORMA:
LO QUE NOS HACE PENSAR
Traducción:
CARLOS ÁVILA FLORES
JEAN-PIERRE CHANGEUX Y PAUL RICOEUR
La naturaleza y la norma:
Lo que nos hace pensar
Primera edición en francés, 1998
Segunda edición en español, 2001
Primera reimpresión, 2012
Primera edición electrónica, 2017
© 1998, Éditions Odile Jacob, 15 Rue Soufflot, 75005, París
Título original: La Nature et la règle: ce qui nous fait penser
D. R. © 1998, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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Diseño de portada: Laura Esponda
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ISBN 978-607-16-5232-4 (mobi)
Hecho en México - Made in Mexico
PRELUDIO
¿SERÍA RAZONABLE ENFRENTAR un científico a un filósofo respecto a las neurociencias, sus resultados, sus proyectos, su capacidad de sostener un debate sobre la moral, sobre las normas, sobre la paz? Del lado de la ciencia, habría que afrontar los prejuicios de una opinión pública que, alternativamente, pone su confianza en ella, hasta le manifiesta su entusiasmo, y, a la vez, teme su dominio sobre la vida y su amenaza sobre el porvenir común. Del lado de la filosofía, habría que superar el narcisismo de una disciplina preocupada por su supervivencia y, en general, poco interesada por los avances recientes de las ciencias, de tan replegada que vive sobre su inmensa herencia textual.
Para superar los obstáculos opuestos a una cultura científica razonada, Odile Jacob apeló a un científico en acción, que ha hecho del cerebro humano el objeto preferido de su investigación y cuyos trabajos son bien conocidos del gran público desde la publicación de L’Homme neuronal. Para hacer que la filosofía saliera de su ámbito, el editor eligió a un filósofo que, después de haber recapitulado su obra en Soi-même comme un autre, se ha aventurado en el campo de lo que los medievales llamaban las cuestiones disputadas al lado de magistrados, de médicos, de historiadores, de politólogos.
Dicho todo lo anterior, la elección del editor fue de un diálogo en dos voces, que tenía que ser contradictorio. Y lo ha sido, con todo lo que eso incluye de pruebas para la paciencia de cada uno de los protagonistas: el dolor del argumento mordaz del filósofo, el dolor de los hechos desconcertantes presentados por el científico. Para terminar, voto de confianza a la madurez del lector que así es invitado a entrar en el debate como participante y no como árbitro; pues el debate de ideas es demasiado escaso en Francia. Afirmaciones perentorias, críticas unilaterales, discusiones incomprensibles y burlas fáciles no dejan de obstaculizar el terreno sin cuidarse de argumentos que, antes de ser convincentes, aspiran a ser considerados plausibles, es decir, dignos de ser presentados.
A este respecto, vivir un diálogo totalmente libre y abierto entre un científico y un filósofo constituye una experiencia excepcional tanto para el uno como para el otro. El diálogo, que al principio fue conversación sin programa y luego fue debate en toda forma, se vuelve, una vez escrito, más incisivo y a veces acerbo. ¿No es éste un modelo reducido de las dificultades que encuentra todo debate cuando se pliega a una ética exigente de la discusión? Deseemos que entre las manos del público, este diálogo entre dos se vuelva una intercomprensión entre varios.
Juliette Blamont, quien ha logrado armonizar las voces por escrito, y Odile Jacob, que provocó, alentó y siguió con ojo vigilante el desarrollo de este diálogo, reciban aquí las gracias por su intensa participación en esa comunicación.
PAUL RICOEUR. JEAN-PIERRE CHANGEUX
I. UN ENCUENTRO NECESARIO
EL SABER Y LA SABIDURÍA
JEAN-PIERRE CHANGEUX: Usted es un filósofo reconocido y admirado. Yo soy investigador. Mi vida está consagrada al estudio teórico y experimental de los mecanismos elementales del funcionamiento del sistema nervioso, y muy particularmente del cerebro del hombre. Si trato de comprender el cerebro del hombre abordándolo por sus estructuras más microscópicas, es decir las moléculas que lo componen, ello no excluye —por lo contrario— el deseo de comprender sus funciones más elevadas, que tradicionalmente han sido el dominio de la filosofía: el pensamiento, las emociones, la facultad de conocimiento y, ¿por qué no?, el sentido moral. Los biólogos moleculares, entre los cuales yo me cuento, se enfrentan, en efecto, a un problema temible: el de encontrar las relaciones entre esas partículas elementales, o sea las moléculas, y unas funciones tan integradas como la percepción de lo bello o el poder creador científico. Después de Copérnico, Darwin y Freud, ¡falta la conquista del espíritu! Tal es uno de los desafíos más impresionantes para la ciencia del siglo XXI.
Desde la más remota antigüedad han sido los filósofos quienes han enunciado tesis, debatido, y argumentado sobre lo que, según la tradición francesa, se llama el espíritu, no el Espíritu con E mayúscula, sino el equivalente del mind de los autores anglosajones. Y aun si parece que partimos, uno y otro, de los polos más opuestos posibles, el encuentro entre filosofía y neurobiología debe ser, según yo, bienvenido. Siento una gran admiración por la obra de usted. No he encontrado en Francia muchos autores —tal vez la culpa sea de mi ignorancia— que hayan desarrollado una reflexión tan profunda sobre los problemas de moral y de ética. ¿Por qué no intentar unirnos, construir un discurso común? Tal vez no lo lograremos. Pero la tentativa habrá tenido al menos el interés de definir los puntos de acuerdo y, lo que es aún más importante, de designar las líneas de fractura, de poner en relieve los espacios que un día u otro habrá que colmar.
PAUL RICOEUR: Voy a responder a sus palabras con un saludo, igualmente caluroso, dirigido al hombre de ciencia reconocido, al autor de L’Homme neuronal, esa obra digna del estudio más respetuoso y más atento.
Lo que emprendemos es un intercambio, en el sentido más fuerte del término. Fue suscitado, para empezar, por la existencia de una diferencia de enfoque entre nosotros con respecto al fenómeno humano; dicha diferencia se debe a nuestra condición respectiva de científico y de filósofo. Pero también fue suscitado por nuestro deseo, si no de resolver las diferencias ligadas a esta diferencia inicial de punto de vista, al menos de elevarlas a un nivel tal de argumentación que las razones del uno sean consideradas plausibles por el otro, es decir, dignas de ser sostenidas en un intercambio colocado bajo el signo de una ética de la discusión.
Quiero precisar, desde el principio, cuál es mi posición de partida. Yo pretendo descender de una de las corrientes de la filosofía europea que se deja caracterizar por cierta diversidad de epítetos: filosofía reflexiva, filosofía fenomenológica, filosofía hermenéutica. En el primer vocablo —reflexividad— se hace hincapié en el movimiento por el cual el espíritu humano intenta recuperar su capacidad de actuar, de pensar, de sentir, capacidad en cierto modo perdida, hundida en los saberes, las prácticas y los sentimientos que la exteriorizan en relación consigo misma. Jean Nabert es el maestro emblemático de esta primera rama de la corriente común.
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