Joseph Pulitzer - Sobre el periodismo
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- Libro:Sobre el periodismo
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- Año:1904
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Sobre el periodismo: resumen, descripción y anotación
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JOSEPH PULITZER (1847-1911), húngaro naturalizado americano, fue uno de los más grandes periodistas y editores de la historia. Emigró en los Estados Unidos en 1864, cuatro años más tarde fue contratado como reportero en el periódico alemán Westliche Post de St Louis. Después de haber fundado y llevado al éxito el St. Louis Post-Despatch, en 1883 adquirió un pequeño periódico de Nueva York, el World convirtiéndole en pocos años, gracias a una gráfica y maquetación innovadoras, en un periódico de gran difusión. Desde las columnas del periódico, Pulitzer promovió un periodismo de investigación que originó memorables campañas de denuncia de la corrupción política y financiera. A su nombre va asociado un legado de dos millones de dólares que hizo posible la fundación de la Escuela de Periodismo de la Columbia University en 1912 y un fondo para el más deseado premio americano de periodismo, literatura y música, el Premio Pulitzer.
Como hombre de ideas, Joseph Pulitzer responde al patrón de comportamiento de los poseedores del lenguaje tal como lo describió Julien Benda en La traición de los intelectuales: «Gracias a ellos, durante dos mil años la humanidad ha practicado el mal, pero ha honrado el bien». En este sentido, Pulitzer no hace sino administrar una herencia. Y se debe admitir que fue un albacea ejemplar.
Emigrante húngaro en Estados Unidos, participó en la Guerra Civil Americana, a cuyo término ejerció como reportero en The Westliche Post, el periódico en lengua alemana de San Luis. Tras una breve incursión en la política de la mano del Partido Liberal Republicano, dirigió sus simpatías al Partido Demócrata, al que permaneció fiel el resto de su vida. No obstante, abandonó la política activa para dedicarse a ejercer el periodismo desde la mesa del editor. Tras algunas operaciones de compraventa de diarios en San Luis, en 1883 marchó a Nueva York, donde adquirió el diario matutino The World. Desde ese momento, su gran preocupación consistió en atraer a las masas a sus publicaciones, para lo cual combinó los reportajes de investigación con el periodismo sensacionalista, introdujo las viñetas, amplió el uso de las ilustraciones, incluyó la información deportiva y de moda y practicó una impúdica promoción de sí mismo. Junto a estas innovaciones de carácter populista, no dejó de batallar contra la corrupción política y la injusticia social.
Se le puede considerar, pues, un pionero del infotainment, esa mezcla de información y entretenimiento en la que los periódicos no han dejado de profundizar desde entonces —aunque, naturalmente, él no es responsable de que se practique hoy sin criterio alguno—. Pulitzer saboreó los riesgos de su línea informativa al entablar una dura batalla por la audiencia contra The New York Morning Journal, dirigido por William Randolph Hearst, el magnate de prensa celebrado por Welles en Ciudadano Kane.
La pelea librada por ambos en las páginas de sus respectivos periódicos llevó a la aparición de un nuevo tipo de prensa, para la que se acuñó el término de «periodismo amarillo». No obstante, unos años después, al acercarse el fin de siglo, el periódico de Pulitzer fue poco a poco abandonando el sensacionalismo, y él se dedicó a reflexionar sobre la profesión. Puede decirse, pues, que Pulitzer administró con éxito el legado intelectual recibido y contribuyó a engrandecerlo en lo relativo a la práctica del mal. Por lo que respecta a su aportación a la honra del bien, los textos contenidos en este volumen constituyen un hermoso ejemplo.
En ellos Pulitzer expresa su ambicioso ideal del periodismo, pues, aunque parezca describir la profesión, en el fondo casi siempre prescribe cómo debería ser. Lo hace en un país que santifica la libertad de prensa como pilar indispensable de toda democracia, y con una confianza ciega: «La prensa hace su trabajo inteligente y concienzudamente y con coraje: difundiendo inteligencia como el sol difunde luz». Su punto de vista se encuentra a años luz del escepticismo que, setenta años antes y en un país marcado por la censura, expresaba Larra. En su artículo Un periódico nuevo dejó sentadas sus dudas sobre la limitada moralidad del periodismo: «Los primeros periódicos fueron gacetas; no nos admiremos, pues, si fieles a su origen, han conservado su afición a mentir».
La fe en la prensa no impide a Pulitzer tener conciencia de los peligros que la acechan, fundamentalmente el comercialismo y la falta de ética. El interés actual de sus textos radica en que esas dos amenazas persisten a pesar de que nos encontremos en una época radicalmente distinta. Cuando él escribió estos artículos, a principios del siglo XX, no existían la televisión, la radio ni Internet, y nadie vaticinaba la muerte de los periódicos, que vivían la constante expansión de sus tiradas. En todos estos medios predomina actualmente un modelo de gestión empresarial basado exclusivamente en la rentabilidad. Y subrayo «exclusivamente» porque, si bien los editores de periódicos han buscado siempre el negocio, sabedores de que constituía la base de su independencia, nunca como ahora consideraron que este fuera el único criterio por el que regirse.
Pulitzer alerta contra el afán comercial obviando el suyo propio, pero sin duda marcado por su experiencia neoyorquina: «Nada menos que los más altos ideales, el más escrupuloso afán por hacer las cosas bien, el conocimiento más minucioso de los obstáculos y el más sincero sentimiento de la responsabilidad moral salvarán al periodismo de la sumisión a los intereses económicos que buscan fines egoístas, antagónicos al bien social», afirma. Y ese peligro se conjura gracias a los principios éticos, la gran obsesión del autor. De ahí que pergeñe, para los aspirantes a periodistas, un programa de estudios vertebrado por la enseñanza moral. Sin inculcarles una clara conciencia de su responsabilidad social, una sólida defensa del bien común y lo que él llama, en una bella frase, la «vocación por lo correcto», no hay instrucción útil para los periodistas. El olvido de estas cualidades generará algo peor que la fatuidad, como él advierte: «Sin unos ideales éticos, un periódico podrá ser divertido y tener éxito, pero no sólo perderá su espléndida posibilidad de ser un servicio público, sino que correrá el riesgo de convertirse en un verdadero peligro para la comunidad».
La prensa no resulta benéfica para una sociedad democrática por el mero hecho de existir, del mismo modo que la lluvia no siempre ayuda a las cosechas, sino que puede arruinarlas cuando cae sobre ellas de forma torrencial. Si el periodismo es honesto, desempeña el papel de «inagotable enemigo del fanatismo». Por el contrario, «una prensa mercenaria, demagógica y corrupta» puede arrasar un territorio y «producir un pueblo tan vil como ella». Basta extrapolar sus reflexiones a las campañas de ciertos periódicos, a las numerosas páginas web entregadas a la práctica del rumor o del libelo y, de forma muy obvia, a la programación televisiva de ciertas cadenas, para darse cuenta de cómo la obsesión por ganar audiencia, sin frenos deontológicos, degrada el periodismo y acarrea el envilecimiento de la sociedad.
Los medios en su conjunto contribuyen hoy a configurar el espacio público en mayor medida que hace un siglo. Tal como ha señalado Manuel Castells en Comunicación y poder, ya «no son el cuarto poder. Son algo mucho más importante, son el espacio donde se crea el poder». Esto significa que todos sus actos tienen consecuencias políticas, y no en lo relativo al triunfo o fracaso de un partido en las urnas, sino en el más amplio sentido de la palabra «política». Todo ocurre fuera de los medios, pero el hecho de que a determinados acontecimientos se les dé cabida en ellos y a otros no condiciona nuestra manera de pensar la realidad y de vivir la democracia. Servir de caja de resonancia a documentos filtrados a través de Wikileaks desnuda al poder, y eso es una postura política. Dar protagonismo a tertulianos de ideas maltrechas, o a predicadores inflamados, contribuye a radicalizar a los ciudadanos, y eso constituye una postura política. Despertar constantemente sospechas respecto al otro, rompiendo el consenso básico sobre lo real, anula la discusión y llega a convencer a los ciudadanos de la irrelevancia misma del debate político. Eso también es una postura política.
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