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Joseph Mitchell - El secreto de Joe Gould

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Joseph Mitchell El secreto de Joe Gould
  • Libro:
    El secreto de Joe Gould
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1942
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El secreto de Joe Gould: resumen, descripción y anotación

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Cronista de lo insólito y lo original como lo calificó el New York Times - photo 1

«Cronista de lo insólito y lo original», como lo calificó el New York Times, Joseph Mitchell nació en 1908 y llegó a Nueva York en 1929, el día después del crac de la Bolsa. Desde 1938 formó parte del staff de The New Yorker, la revista de la que surgieron varios de los mejores periodistas y escritores de Estados Unidos. Mitchell se especializó en el retrato literario, lo que él llamaba «perfiles», de los personajes más diversos de Nueva York: desde estrellas de Broadway a magnates de dudosa reputación, desde domadores de circo a poetas y pintores. Cuando alguien le reprochó una vez que escribía sobre «gente ordinaria», él contestó (y la frase se hizo célebre): «la gente ordinaria es tan importante como usted, quienquiera que usted sea». Además fue un enamorado del puerto de Nueva York, sobre el que dejó páginas memorables, así como en general acerca de la arquitectura de la ciudad. Aunque poco conocido fuera de su país, Joseph Mitchell es considerado uno de los maestros indispensables del estilo periodístico y literario en el que se formaron varias generaciones de escritores americanos. Murió en Manhattan en 1996 a los ochenta y siete años.

A mis hermanas Elizabeth Mitchell Woodward Linda Mitchell Lamm y Laura - photo 2

A mis hermanas Elizabeth Mitchell

Woodward, Linda Mitchell Lamm y

Laura Mitchell Braswell, con amor

Título original: Joe Gould’s Secret

«Professor Sea Gull», New Yorker, 1942

«Joe Gould’s Secret», New Yorker, 1964

Joseph Mitchell, 1942

Traducción: Marcelo Cohen Levis Chokler

Diseño de cubierta: Editorial

Editor digital: Castroponce

ePub base r1.2

En 1929 Joseph Mitchell abandonó un pueblo de granjeros llamado Fairmont en - photo 3

En 1929 Joseph Mitchell abandonó un pueblo de granjeros llamado Fairmont, en los pantanos meridionales de Carolina del Norte, para ir a Nueva York y convertirse en periodista. Tenía veintiún años. Llegó a la Estación de Pensilvania el viernes 25 de octubre, un día después del derrumbe de la bolsa que suele considerarse el comienzo de la Gran Depresión. No obstante se las arregló para encontrar trabajo en The World como ínfimo aprendiz de cronista en la jefatura de policía. Durante ocho años fue reportero y columnista en The World, The Herald Tribune y The World-Telegram y luego pasó al New Yorker, en donde permaneció hasta su muerte, a los ochenta y siete años de edad.

Aparte de escribir, a Mitchell le interesaban los muelles de Manhattan, la pesca comercial, los gitanos, la agricultura del sur de su país, la literatura irlandesa y la arquitectura neoyorquina. Cumplió varios mandatos en la junta directiva de la Gipsy Lore Society (Sociedad de la Tradición Gitana), una organización internacional de estudiantes fundada en 1888 en Inglaterra. Entre 1964 y 1965, Bajour, una comedia musical basada en historias de gitanos escritas por Mitchell, fue representada en Broadway 232 veces. Entusiasta de la arquitectura, a menudo vagaba el día entero por la ciudad estudiando fachadas antiguas con un par de binoculares. Participó en la fundación del South Street Seaport Museum, fue uno de los primeros Friends of the Cast-Iron Architecture (Amigos de la Arquitectura en Hierro Fundido) y durante cinco años integró el Comité para la Conservación de los Monumentos de Nueva York. Sus instituciones urbanas predilectas eran el Metropolitan Museum, el mercado del pescado de Fulton, el Oyster Bar de la Estación Central, la cervecería McSorley’s, la iglesia de la Gracia, el hipódromo de Belmont, el ferry de Staten Island, la feria del libro de Gotham (en cuyo tercer piso asistió durante treinta años a los encuentros de la James Joyce Society) y la reserva natural William T. Davis de las marismas de Staten Island. Con los años viajó cada vez más a Carolina del Norte; a veces pasaba allí meses enteros ayudando a reforestar campos talados y exhaustos próximos a las ciénagas de Ashpole, en las cuales de vez en cuando se internaba en busca de flores silvestres o pájaros carpinteros y halcones, sus pájaros favoritos. Una vez, ciénaga adentro, provisto de binoculares, estuvo una hora observando cómo un pájaro carpintero arrancaba la corteza del tronco superior y las ramas de un alto gomero muerto; en su opinión, dijo después, era el acontecimiento más espectacular que había presenciado en su vida.

Joseph Mitchell estaba casado con la fotógrafa Therese Mitchell; tuvieron dos hijas —Nora Sanborn, que vive en Eatontown, Nueva Jersey, y Elizabeth Curtis, que vive en Atlanta, Georgia—, tres nietas, dos nietos y una bisnieta.

Therese Mitchell murió en 1980. Joseph Mitchell murió el 24 de mayo de 1996.

NOTA DEL AUTOR

Este libro consta de dos visiones del mismo hombre, un alma perdida llamada Joe Gould. Ambas fueron escritas para la sección Perfil del New Yorker. Escribí primero «El profesor gaviota», que apareció en el número del 12 de diciembre de 1942. Veintidós años más tarde, en 1964, escribí la segunda, «El secreto de Joe Gould», que apareció en los números del 19 y el 26 de septiembre de 1964.

El profesor Gaviota

Joe Gould es un hombrecillo risueño y demacrado que desde hace un cuarto de siglo goza de notoriedad en cafeterías, comedores, bares y tugurios de Greenwich Village. A veces, con cierto sarcasmo, se jacta de ser el último bohemio. «Todos los demás se han quedado en el camino», dice. «Algunos están bajo tierra, otros en el manicomio y otros en la publicidad».

Gould no vive sin preocupaciones; sufre el tormento constante de lo que llama «la Trinidad»: intemperie, hambre y resacas. Duerme en bancos de estaciones de metro, en suelos de estudios de amigos y en albergues para vagabundos del Bowery. De vez en cuando emprende una penosa marcha hasta Harlem para ir a uno de esos establecimientos conocidos como «Anexos del Cielo», donde los seguidores del padre Divine, el evangelista negro, lo alojan una noche al precio de quince centavos. Mide un metro sesenta y rara vez pasa de los cuarenta y cinco kilos. No hace mucho le contó a un amigo que no comía decentemente desde junio de 1936, cuando fue a Cambridge para asistir a un banquete de los graduados de Harvard de 1911, promoción de la cual es miembro. «En materia de carencias», dice, «soy la máxima autoridad de Estados Unidos».

A la gente le cuenta que vive de «aire, amor propio, colillas de cigarrillos, café de vaquero, sándwiches de huevo frito y ketchup». El café de vaquero, explica, es café fuerte solo y sin azúcar. «Ya hace tiempo que he perdido el gusto por el buen café», dice. «Prefiero con mucho ese café que, si uno lo bebe y lo bebe, a la larga hace que le tiemblen las manos y vuelve amarillo el blanco de los ojos.» Cuando come un sándwich, por lo común Gould vacía en el plato uno o dos frascos de ketchup y da cuenta de ellos con cuchara. Los camareros del Jefferson Diner de Village Square, uno de los paraderos de Gould, guardan todos los frascos de ketchup en cuanto lo ven asomar por la puerta. «No es que esa maldita salsa me guste en especial», dice él, «pero tengo por norma comer todo lo que encuentro. Y que yo sepa es la única cosa que no te hacen pagar».

Gould es yanqui. La rama de los Gould a la cual pertenece existe en Nueva Inglaterra desde 1635 y está emparentada con muchas otras familias de alcurnia, como los Lawrence, los Clarke y los Storer. «En mí nada es casual», dijo él una vez. «Le diré qué ha hecho falta para hacerme como me ve. Ha hecho falta una buena dosis de sangre yanqui añeja, una aversión abrumadora a todas las posesiones, cuatro años en Harvard y veinticinco años de destrozarme las tripas con infames brebajes y mala comida.» Dice que se ha apartado del resto de la humanidad porque no quiere poseer nada. «Si el señor Chrysler pretendiera regalarme el edificio Chrysler, me faltaría tiempo para echar a correr. De ningún modo querría tener ese edificio; me tendría él a mí. Allá en mi pueblo, en Massachusetts, me llamarían yanqui chiflado. Aquí me llaman bohemio. Bien, soy seis partes de lo uno y media docena de lo otro».

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