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Joseph Horowitz - Arrau

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Joseph Horowitz Arrau

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AGRADECIMIENTOS

Nancy Zannini fue la persona que, en el momento indicado, me impulsó a escribir un libro sobre Claudio Arrau. Robert Gottlieb de Knopf me brindó su entusiasta apoyo desde un comienzo; ningún aspecto de mis proyectos, incluso las numerosas fotografías y ejemplos musicales, fue jamás considerado excesivo. El material del libro fue extraído de bibliotecas y colecciones privadas, así como también, de experiencias memorables de la familia Arrau. Entre todos aquellos que colaboraron en la recopilación de documentos, fotografías, recuerdos orales y grabaciones difíciles de hallar, me siento especialmente endeudado con Agustín Arrau, Ruth Arrau, Daniel Barenboim, Arturo Carvallo, Peter Clancy de Discos Philips, Lucrecia van den Daele, sir Colin Davis, Elba Fuentes del consulado chileno en Nueva York, Loretta Goldberg, Herb Helman de Discos RCA, Ludger M. Hermanns de Deutsche Psychoanalytische Vereinigung, Marcos Klorman, William Melton, Garrick Ohlsson, John Pfeiffer de Discos RCA, Earl Price de Discos CBS, Heidrun Rodewald, Friede Rothe, Gerard Schwarz, T. W. Scragg y Peter Warwick. Steven Gleason, Jacob Horowitz (doctor en medicina), Kathleen Hulser y Virginia Liberatore colaboraron con las traducciones del francés, alemán y español. Daniel Pincus y Wil Tanenbaum (doctor en medicina), proporcionaron ideas y fuentes esenciales. Philip Lorenz, allegado colaborador de Arrau durante varios años, compartió generosamente sus conocimientos conmigo. Dos personas que colaboraron en forma general fueron mi representante, Robert Cornfield, y Kathleen Hulser, siempre dispuesta a leer mis escritos y ofrecer valiosos consejos. Por último, mi mayor cuota de gratitud la debo a Claudio Arrau, tan generoso con su confianza como con su tiempo.

EL MOZART CHILENO
CLAUDIO ARRAU LEÓN

El siguiente artículo, firmado por Antonio Orrego Barros, fué publicado en noviembre de 1909 en la revista Selecta de Santiago de Chile.

Se trata de una transcripción fiel del original, en que se han respetado la ortografía y la sintaxis de la época.

ME parece sentir que algo canta dentro de mi alma. Mientras ese niño realiza sus prodigios en el piano, creo oír una voz misteriosa que murmura en mi oído anunciándome en Claudio Arrau León uno de esos seres privilegiados en quienes la naturaleza derrama sus dones y ante quién el mundo se inclinará como en presencia de un genio.

Pero en aquella alegría con que miraba orgulloso como artista y como chileno, revelarse ese prodigio en nuestra tierra, flotaba ese soplo melancólico de pesimismo que cada día se arraiga en mí más hondamente. ¡El mundo tuerce rumbos, se pierden y malogran las condiciones artísticas, se olvidan y menosprecian los dones del alma!

¡Cómo asombra la ciencia en sus progresos! Se domina el aire, la onda sonora lleva envueltas en su misterio, las palabras del uno al otro continente, los hielos del polo pierden el encanto de lo desconocido, la radio anuncia un mundo de luz; pero en medio de esta demoledora corriente humana que vuela tras una utopía que es cuadratura del círculo en matemáticas, piedra filosofal en la química y libertad é igualdad del hombre para los humanistas, el arte cae aplastado por el comercio barato, por el carácter baladí, de poca duración que tiene todo lo que va de prisa.

Y si á esto agregamos esa fuérza potente que se yergue como una víbora y amenaza toda la sociedad porque establece alarmas, á Dios porque da el privilegio del genio y á la naturaleza porque niega aquí y otorga allá asuntos, y hasta al océano imagino, porque mantiene sus aguas en constante desnivel, más se siente desfallecer el espíritu por la suerte que pueda correr quien se levanta en nombre de una desigualdad.

¡Oh, vanidad humana, limitada inteligencia, espíritu esperimental del siglo, niegas al que se escapa á tu mente mientras el misterio de la creación te mira impasible! Espíritu nivelador, ¡qué podrías ante el eterno desnivel del que va en graduación del sol á la sombra, del cosmos á la nada, tan imposible de nivelar como las ondas del océano!

No sé si era aquel niño sentado al piano ó las armonías de Beethoven quienes me traían estas brumas, pero ante el prodigio era lo que pensaba.

Y aquel niño lo reúne todo. Fino, distinguido, buenmozo, de pelo revuelto y ojos pensadores, sin perder la frescura y el candor del niño que goza con los juguetes y se deleita con los dulces, lleva en su mirada la expresión intensa y luminosa del que tiene la facultad de penetrar los arcanos del arte.

Pasa, con la misma naturalidad y agrado, de los dulces al piano que del piano á los dulces. Asombra pero no espanta; se siente el prodigio pero no se ve el fenómeno. Siempre es un niño, siempre se le encuentra niño, aun tocando: casi llegamos á creer de que el piano es un juguete infantil. Pero es un niño que atrae con su mirada, que despierta interés con sus movimientos: es niño en que se adivina algo.

Vestido de blanco, sentado al piano, con su cabellera revuelta y sus ojos clavados en la música, era para mí algo como una evocación de Mozart.

Su ejecución no era lo que más me sorprendía de él. Me asombraba ese instinto del arte, el que ese niño se abstrajera encantado con las profundas armonías de Beethoven, colocándolas sobre toda música; en esas armonías que él no podía comprender en su corazón de niño, pues hablan de las grandes pasiones del corazón del hombre; emociones, sentimientos y dolores que en sus cortos años aún no puede sospechar, pero que adivina, siente y comprende con esa clarovidencia del arte en los artistas.

Bendita desigualdad, pensaba, que a los que no sentimos rencorosas emulaciones por tener que abrir paso al que se va á la gloria nos permite gozar del encanto de tener algo que admirar en la tierra.

Lo que más agrada á ese niño no es lucirse ejecutando correctamente los trozos musicales que ya conoce, sino, por el contrario, tocar á primera vista. Cada vez que cae á sus manos algún autor de valía, ó algún trozo para él desconocido de sus predilectos Beethoven, Mozart ó Liszt, es difícil conseguir retirarlo del piano.

Nos contaba su madre que á los cuatro años recibió algunas piezas de Mozart, Beethoven y Liszt y fué tal su entusiasmo que se vio en la necesidad de darle de comer en el piano, pues fué imposible conseguir que dejara de tocar.

En aquella velada en que se revelaba ante nosotros, cayó á sus manos, por primera vez, música de Bach. El maestro lo atrajo y era de admirar los esfuérzos de aquel niño para vencer no sólo todas las dificultades de aquellas obras de ejecución casi imposible, sino que todavía la dificultad de su mano que no alcanza á la octava, lo que á menudo lo obligaba á usar de su izquierda para completar un acorde.

Oí decir á mis espaldas:

—¡Por Dios! Si este niñito está tocando á primera vista esta pieza en que he llegado á llorar estudiándola, sin conseguirlo… Miren… Fíjense como toca eso… continuaba con entusiasmo.

¡Y la que hablaba era una gran ejecutante!

Mi vecino le abre un libro de música, se lo pone ante los ojos y le pregunta:

—¿Qué es esto?

Claudito mira, le brillan los ojos y exclama:

—Esto es Beethoven.

Sigue entusiasmado dando vueltas las páginas del libro; en un grupo de hojas pasa un título y cambia el autor.

El lo nota al mirar aquellos signos que, para un lego en la materia parecen hacer morisquetas sobre la pauta, y dice:

—Esto es Liszt.

—¿Por qué?

—Porque Liszt es así, contesta sencillamente.

Y tenía razón: era Liszt.

Vive este niño en una comunidad tan íntima con los grandes maestros del arte, como la intimidad en que vivimos en el seno de nuestra familia. Para saber quién ha pasado ó quien habla, no basta oír el ruido de los pasos ó el eco de la voz. A él le bastan unos cuantos acordes para distinguir á los músicos.

—¿Quiere que transponga esta pieza, mamá? le dice á su madre en secreto.

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