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Manuel Rivas - El periodismo es un cuento

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Manuel Rivas El periodismo es un cuento
  • Libro:
    El periodismo es un cuento
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    1998
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El periodismo es un cuento: resumen, descripción y anotación

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Luz

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A Luis Pita que me enseñó el oficio en la redacción y en el bar del puerto - photo 1

A Luis Pita, que me enseñó el oficio en la redacción y en el bar del puerto.
— Warum? —le pregunté en mi pobre alemán. — Hier ist kein warum («aquí no hay ningún porqué»), me ha contestado, echándome dentro de un empujón. Si esto es un hombre, P RIMO L EVI

LAS PREGUNTAS

I

Gracias a los organizadores por haberme invitado

a este simposio sobre la crisis de las vanguardias.

Señoras y señores:

Decía Allan Poe que la ametralladora…

En esa fase del armamento,

se podía ser simbolista, futurista, dadaísta, surrealista,

constructivista e incluso optimista,

aunque ya Vladimir Maiakovski devolvió el uniforme

al cabo furriel,

eso sí, sin la gorra con la estrella roja de la esperanza

que le sirvió de blanco

en la garita del adiós.

El imaginario de los estorninos cambió con Gernika.

Hasta entonces volaban en bandada instintiva,

dibujando con gracia un sueño protector

de poderosa ave

que espantase lo real.

Poco después comenzó a producción industrial

de la muerte.

Gunther Anders recuerda el aspecto inofensivo

de los recipientes de Ciclón-B en Auschwitz.

También recuerda que había hecho el ridículo en Francia,

con gente culta,

cuando auguró que aquel payaso, Hitler,

iba a traer un horror nunca visto.

Con la obligación moral de odiar,

Anders se había convertido,

son sus propias palabras,

en un hombre sombrío,

un bicho raro,

pero pudo escribir un libro de denuncia.

En Nueva Inglaterra,

en algún lugar de Mount Washington,

Gunther Anders

se sentó al pie de un nogal

con un cuaderno en la mano.

No descubrió la ley de la gravedad

pero sí una pregunta

que ahora les traslado:

¿Por qué?

II

Los hombres que ascendieron al Everest

reaccionaron de diversa manera,

pero casi todos dieron gracias a Dios,

clavaron en la cumbre la bandera de su país

y se fotografiaron con la sonrisa algo congelada.

Si hubiera allí la puerta de un retrete

tendríamos mensajes más espontáneos,

del tipo Aquí llueve, aquí nieva

y el que puede se la menea.

O también: Desde lo más alto,

Dios,

no se ve nada.

y III

Esa mala película, Independence day, movía a risa

porque los invasores eran monstruos,

una especie de encabronada de pulpos de Walt Disney

picados de viruela.

El miedo, el miedo de verdad,

surge cuando los extraterrestres son hombres

inteligentes

que se descubren porque no tienen lágrimas

y no aprecian los sabores amargos

como el vino.

Dentro de cinco mil millones de años,

el sol será una de esas estrellas marchitas

que llaman gigantes rojas,

vomitará un demonio

y la tierra, dicen, estallará como una bola de Navidad.

En algún lugar,

un invasor con lágrimas

tomará vino algo ácido

y preguntará quién es al culo de su vaso.

MANUEL RIVAS

La educación sentimental de un periodista

La luz es muy tenue pero estoy viendo a mi madre. En la cocina no hay lámpara. Una bombilla cuelga pelada, como un fruto paso y fosforescente. Vuelvo de buscar la zapatillas de mi padre debajo de la cama matrimonial. Una noche de invierno. El viento del norte aúlla en el tejado de uralita. El agua de la lluvia gorgotea en las junturas, como el mar en los trancaniles de un barco. Mi padre es albañil. Ha llegado empapado de la intemperie del trabajo. En el suelo, los zapatones parecen dos extraños seres exhaustos, escurriendo el lodo de una vida perra.

Mi madre me mira con un destello húmedo y, de repente, me dice: «Cuando seas mayor, busca un trabajo donde no te mojes».

Pensé que el de escritor podía ser uno de esos trabajos. Por supuesto, me equivoqué. El destino de mi linaje es mojarse.

Digo escritor y no periodista a sabiendas. Para mí siempre fueron el mismo oficio. El periodista es un escritor. Trabaja con palabras. Busca comunicar una historia y lo hace con una voluntad de estilo. La realidad y parte de mis colegas se empeñan en desmentirme. Pero sigo creyendo lo mismo.

De mi primera experiencia «periodística» salí ya muy mojado. Fue en el instituto de Monelos, en un barrio de Coruña. Ese centro inauguró la enseñanza mixta en Galicia. De los colegios privados venían a vernos salir juntos a chicos y chicas. Era también un instituto especialmente rebelde. Conseguimos autorización para una revista a ciclostil. Cuando el primer número cayó en manos de la dirección, la prohibieron de inmediato. Para protegernos, insinuó el director: «Hay verdades que no se pueden decir». Fue una lección inolvidable. De ahí en adelante supimos que había que optar entre el rey poder y la reina libertad. Decidimos hacernos clandestinos.

En ese tiempo, vi llorar a mi hermana María delante de un periódico, La voz de Galicia. Traía la noticia del golpe militar de Pinochet que derrocó a Salvador Allende. Recuerdo que las páginas de internacional de este periódico, dirigido entonces por Francisco Pillado, eran muy buenas. Un espacio de libertad. Mi hermana es muy importante en esta historia. Ella, que ya no está aquí, era en realidad la escritora. De chiquilla, las viejas del barrio la subían a una mesa para que les leyera el periódico, especialmente las páginas de sucesos y las esquelas. La premiaban con frutas y unos tofes muy ricos que llamaban La vaca vieja. Yo le tenía envidia. Por eso traté de aprender a leer cuanto antes.

Mi primer trabajo propiamente dicho fue en El Ideal Gallego, que en aquel tiempo empezaba a ser también una isla de libertad. Todavía estaba en el instituto y mis posibilidades de estudiar periodismo eran muy remotas. Sólo había facultades en Madrid y Barcelona. Antonio López Mariño, un joven periodista de espíritu anarquista, que firmaba con las iniciales P. Q. F. (Para Qué Firmar), me animó a presentarme en la redacción. Y lo hice con la única credencial de mi libro de notas escolares y unos poemas escritos en gallego. Tenía entonces quince años. Por supuesto, no me recibió el director y aquellos amuletos quedaron en la mesa de una secretaria tan amable como sorprendida. Pero el de verdad sorprendido fui yo cuando al día siguiente me hicieron pasar a un despacho de sillones de cuero, donde colgaba la foto del Papa. Bueno, por lo menos no estaba Franco. El Ideal Gallego pertenecía a la rancia Editorial Católica, pero en aquella época, dirigido por Rafael González, era un medio vanguardista. El público reaccionario lo desayunaba como una sopa de ortigas. González, de origen sevillano, era un demócrata. Y un hombre de afectos espontáneos. Fue mi caso. Aceptó que me acercase por la redacción como meritorio. Ya no salí de allí. Aquélla fue mi verdadera universidad. Gente como Antonio, mi querido Toño, PQF, la nacionalista Margarita Ledo, Gabriel Plaza, y dos maestros del periodismo y del compromiso vital, José Antonio Gaciño y Luis Pita. Fue Pita quien, en una investigación seriada que se leyó como un thriller, consiguió algo impensable en aquel tiempo. El cese del jefe superior de Policía. En la zona portuaria, un perro pastor alemán había mordido seriamente a una transeúnte. El propietario del animal lo llamó por su nombre y huyó sin atender a la herida. El dueño resultó ser el jefe de Policía. En aquellas circunstancias, lo que hizo Luis Pita tenía más valor que el Watergate. En 1975, antes de la muerte de Franco, fui testigo desde la ventana del periódico de una manifestación de ultraderechistas que pedían la cabeza de Pita y Gaciño. Por cierto, Gaciño sería detenido. El gobernador lo acusó de ser ¡el secretario general del Partido Comunista de Galicia!

En la redacción estaba también un veterano, Javier Guimaraens, un periodista de visera y manguitos, que me enseñó a titular con menos de diez palabras. Y luego todo aquel mundo fascinante de los talleres, con su olor al plomo de las linotipias. Estoy viendo, como una estampa de mina de palabras, a los linotipistas con sus botellas de leche al lado de la máquina.

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