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Jiddu Krishnamurti - La libertad interior

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Jiddu Krishnamurti La libertad interior

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Jiddu Krishnamurti es sin duda uno de los personajes más fascinantes del - photo 1

Jiddu Krishnamurti es, sin duda, uno de los personajes más fascinantes del siglo XX. Durante años, su centro de acción en Occidente fue en la localidad de Saanen, un bellísimo lugar de los Alpes suizos al cual acudían personas de todo el mundo para escuchar su enseñanza.

Enseñanza paradójica, pues Krishnamurti invitaba a sus oyentes a prescindir de la autoridad de los maestros; no hacen falta gurús ni principios generales; lo esencial es la propia liberación, el descondicionamiento, la libertad interior.

Al hilo de esta libertad. Krishnamurti va enfocando en el presente libro los grandes temas del amor, la religión, las ideologías, el dolor, la belleza, la felicidad, la meditación… Sus palabras son un estímulo y no una imposición. Un estímulo para que cada lector acceda, por sí mismo, a su propia e irreductible realización.

Jiddu Krishnamurti La libertad interior ePub r13 Titivillus 060517 Título - photo 2

Jiddu Krishnamurti

La libertad interior

ePub r1.3

Titivillus 06.05.17

Título original: Talks and dialogues Saanen 1968

Jiddu Krishnamurti, 1968

Traducción: Agustín Pániker

Diseño de portada: rosmar71

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Capítulo 8 Lo inexpresable Lo conocido La aceptación la autoridad y la - photo 3

Capítulo 8

Lo inexpresable. Lo conocido. La aceptación, la autoridad y la fórmula. El dolor. El pensamiento. El morir y el vivir. La vida de bienaventuranza.

Creo que todo ser humano desea alguna experiencia trascendente, alguna emoción o un estado mental que no esté preso en la monotonía cotidiana, en la soledad y el fastidio de la vida. Todos queremos un objeto por qué vivir. Queremos dar un significado a la vida, porque la encontramos más bien aburrida, llena de turbulencia, y al parecer, sin sentido; por eso inventamos un propósito, una significación, llenamos la vida de palabras, de símbolos, de sombras. La mayoría de nosotros aceptamos involuntariamente una vida superficial, pero rodeándola de gran misterio.

Existe un misterio —algo muy increíble— que no puede ser apresado por una creencia, por una experiencia ni por ningún anhelo. Hay un «misterio» —en realidad no debería usar esa palabra— hay algo que no puede expresarse en palabras; no tiene nada que ver con el sentimiento, ni con una explosión emotiva y sólo puede advenir cuando no estamos presos en lo «conocido». Pero la mayoría de nosotros no sabemos siquiera lo que es «lo conocido» y así, sin comprender fundamentalmente nuestra naturaleza con sus crudos instintos animales, su violencia y agresividad, tratamos de alcanzar mentalmente o por algún proceso meditativo, una visión, un sentimiento de «algo diferente». Creo que esto es lo que muchos buscamos a tientas, no importa lo que seamos, comunistas o católicos o adeptos de alguna pequeña secta que tomamos como entretenimiento. Todos queremos algo que sea increíblemente bello, inviolable, que no se halle sujeto en la red del tiempo.

Estamos presos en lo «conocido»; y «lo conocido», el conocimiento de nosotros mismos, es muy difícil de comprender. ¡Es tan difícil mirarnos a nosotros mismos cara a cara, sin que medie ningún prejuicio, ninguna opinión, ningún juicio, simplemente mirarnos tal como somos! Hemos heredado del animal, del mono, todos los instintos y reacciones; hemos crecido con todas las tradiciones y culturas; ésas son las cosas que no nos gusta mirar; esas cosas constituyen lo «conocido».

¡Si sólo pudiéramos mirar dentro de nosotros mismo! Muchos de nosotros, por desgracia, no parecemos dispuestos a hacerlo. Queremos hallar algo extraordinariamente bello, algo noble, pero sin querer admitir lo que es, lo real, conocido consciente o inconscientemente, aunque la mayoría de nosotros no lo sabemos. ¡Tenemos tanto miedo de ir más allá de esto «conocido»! Para ir más allá, tenemos que examinarlo, tenemos que estar en completa intimidad y familiarizarnos con ello, comprender su estructura y naturaleza. La mente no puede trascender los hechos de lo conocido si no los ha comprendido y vivido totalmente, por completo, en íntimo contacto con los movimientos del pensamiento y del sentimiento, con la brutalidad, con los instintos animales. Sólo entonces puede uno ir más allá y encontrar algo que puede llamarse la verdad, y una belleza que no está separada del amor; un estado, una dimensión diferente, donde hay un movimiento siempre nuevo, fresco, joven, decisivo.

¿Por qué estamos tan inclinados a aceptar? No importa lo que sea. ¿Por qué accedemos tan fácilmente y decimos que «sí» a las cosas? Seguir es una de nuestras tradiciones; como los animales en una manada, todos seguimos al líder, a los maestros y gurús, y por eso existe la «autoridad». Donde hay autoridad, evidentemente tiene que haber miedo. El miedo da cierto impulso y la energía para triunfar, para, lograr algo prometido, como la esperanza, la felicidad, etc. ¿Es posible, pues, no aceptar nunca, sino examinar, explorar?

Ya sabemos, cuando usted está sentado ahí, y el orador está arriba, en el estrado, una de las cosas más difíciles es no concederle cierta autoridad. De modo inevitable, esta relación (lo alto y lo bajo, físicamente hablando) produce cierto grado de aceptación. «Usted sabe, nosotros no sabemos»; «usted nos dice lo que hay que hacer, nosotros lo seguiremos, si podemos». Y esto, me parece, es la acción más destructiva que jamás pueda emprender una mente: seguir a cualquiera, imitar un patrón establecido por otro. Una fórmula impuesta por otro lleva inevitablemente al conflicto, a la desdicha, a estar psicológicamente amedrentado. Y así es como vivimos. Parte de esa armazón de autoridad se apoya en la aceptación de la forma en que vivimos y en el hecho de no poder trascenderla. Queremos que otro nos diga lo que debemos hacer.

Para examinarnos como somos realmente —y esa realidad es en efecto más bien ilusoria— necesitamos humildad; no la severa humildad cultivada por un hombre vanidoso, no esa severidad del sacerdote o del disciplinante. Necesitamos humildad para mirar de otro modo. No somos humildes por naturaleza. Somos más bien arrogantes, creemos saber mucho. Cuanto más envejecemos, tanto más arrogantes llegamos a ser, más audaces. No hay humildad donde hay un juicio, una valoración, una hipótesis de lo que deberíamos ser, una ideología, una fórmula.

Uno de nuestros mayores problemas es el dolor. Hemos aceptado el dolor como una forma de vida lo mismo que hemos aceptado la guerra como una forma de vida —guerra, no sólo en el campo de batalla, sino guerra dentro de nosotros mismos— la perpetua lucha, tanto interna como externa. Hemos aceptado el dolor como un modo de vivir, pero nunca nos hemos preguntado si es del todo posible terminar con él por completo.

Me pregunto por qué tenemos que sufrir. Sufrimos, tal vez, porque no estamos bien físicamente, sentimos mucho dolor y quizás sin remedio; o el dolor es tan agudo, tan penetrante, que nos quita toda razón. En eso hay gran dolor, como lo hay en todo caso de enfermedad, de incapacidad física, de envejecimiento físico acompañado de la pena y el miedo a la vejez. Luego están todo el dolor y la aflicción en el campo psicológico de la existencia; la pena que nos invade cuando no tenemos amor y queremos ser amados, cuando no hay caridad, cuando no podemos mirar lo que es con ojos inmaculados. Hay el dolor de la ignorancia —no de los libros, ni de la técnica; las máquinas calculadoras están extraordinariamente bien informadas, pero son máquinas ignorantes— la ignorancia con respecto a la comprensión de uno mismo, de lo que uno es, en realidad. Esa ignorancia causa gran dolor, no sólo dentro de uno mismo, sino en toda la comunidad, en la raza, en los pueblos del mundo. Hay el dolor de aceptar el tiempo como medio de logro, de ganar alguna bendición en el futuro. Y hay, desde luego, el dolor de una vida que termina, de la muerte, la muerte de otro, la de uno mismo.

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