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Jiddu Krishnamurti - El conocimiento de uno mismo

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Jiddu Krishnamurti El conocimiento de uno mismo
  • Libro:
    El conocimiento de uno mismo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1950
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El conocimiento de uno mismo: resumen, descripción y anotación

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Esta obra reúne catorce conferencias pronunciadas por el siempre lúcido, implacable y espléndido Krishnamurti: «Antes que nada se necesita una mente serena, una mente no perturbada, para comprender cualquier cosa». Esta serenidad, entre otras cosas, nos la transmite el mismo Krishnamurti con sus palabras, fuertes y alentadoras, siempre vivas.

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I

Es muy importante, a mi entender, que seamos sumamente serios. Los que acuden a estas reuniones, los que asisten a diversas conferencias de este tipo, se creen muy formales y serios. Pero me agradaría descubrir qué entendemos por «ser formal», «ser serio». ¿Es formalidad, demuestra seriedad, eso de ir de un conferenciante u orador a otro, de un dirigente a otro, de un instructor a otro? ¿O que acudamos a diferentes grupos, o pasemos por diversas organizaciones, en busca de algo? Antes, pues, de empezar a averiguar lo que es ser serio, debemos ciertamente descubrir qué es lo que buscamos.

¿Qué es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada uno de nosotros quiere? Sobre todo en este mundo de desasosiego, en el que todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de paz, resulta sin duda importante averiguar —¿no es así?— qué es lo que intentamos buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es probable que la mayoría de nosotros busque alguna especie de felicidad, alguna clase de paz; en un mundo sacudido por disturbios, guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde pueda haber algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización religiosa a otra, de un instructor a otro.

Ahora bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos es alguna clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis buscar la felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción; pero, ciertamente, no podéis encontrar la felicidad. La felicidad, sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de alguna otra cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de cuidado, debemos descubrir —¿no es así?— qué es lo que buscamos; si es felicidad o satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros busquemos satisfacción. Deseamos estar satisfechos, deseamos hallar una sensación de plenitud al final de nuestra búsqueda.

¿Podéis, empero, buscar algo? ¿Para qué venís a estas reuniones? ¿Por qué estáis todos aquí sentados, escuchándome? Sería muy interesante averiguar por qué estáis escuchando, por qué os tomáis la molestia de venir desde largas distancias, en un día caluroso, para escucharme. ¿Y qué es lo que escucháis? ¿Procuráis hallar solución a vuestras dificultades y es por eso que vais de un conferenciante a otro, que pasáis por diversas organizaciones religiosas, leéis libros, etc.? ¿O tratáis de hallar la causa de toda la perturbación, la miseria, las contiendas y las luchas? Eso, por cierto, no exige que leáis mucho, que asistáis a innumerables reuniones, o andéis en busca de instructores. Lo que exige es claridad de intención, ¿no es así?

Después de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy fácilmente. Puede uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y hallar en ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto. Debemos, pues —¿no es así?— descubrir qué es lo que cada uno de nosotros quiere, tanto en lo íntimo como exteriormente. Si esto lo vemos claro, no necesitaremos ir a parte alguna, recurrir a ningún instructor, a ninguna iglesia, a ninguna organización. De modo que nuestra dificultad —¿no es así?— estriba en aclarar para nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad en nosotros? ¿Y esa claridad nos viene indagando, tratando de averiguar lo que otros dicen, desde el más elevado instructor hasta el vulgar predicador de la iglesia a la vuelta de la esquina? ¿Tenéis que recurrir a alguien para descubrir? Y sin embargo, eso es lo que hacemos, —¿no es así? Leemos innumerables libros, asistimos a muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a diversas organizaciones, procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a las miserias de nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos encontrado; esto es, decimos que una organización determinada, tal o cual instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos hallado todo lo que deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y encerrados.

Debemos, pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de un modo realmente serio y profundo, si alguien puede darnos la paz, la felicidad, la realidad, Dios, o lo que os plazca. ¿Puede esta búsqueda incesante, este anhelo, brindarnos ese extraordinario sentido de realidad, ese estado creador, que surge cuando realmente nos comprendemos a nosotros mismos? ¿El conocimiento propio nos llega mediante la búsqueda, siguiendo a alguien perteneciendo a determinada organización, leyendo libros, etc.? Después de todo —¿no es así?— ese es el principal problema: que mientras no me entienda a mí mismo, no tengo base para el pensamiento, y toda mi búsqueda será en vano. Puedo refugiarme en las ilusiones, puedo huir de la contienda, de la lucha, de la brega; puedo adorar a otro ser; puedo esperar mi salvación de otra persona. Mientras sea, empero, ignorante de mí mismo, mientras no me de cuenta del proceso total de mí mismo, no tengo base para el pensamiento, para el afecto, para la acción.

Pero esa es la última de las cosas que deseamos: conocernos a nosotros mismos. Y ese, por cierto, es el único fundamento sobre el cual podemos construir. Pero antes de poder construir, de poder transformar, antes de poder condenar o destruir, tenemos que saber lo que somos. De modo, pues, que el emprender la búsqueda y cambiar de instructores de «gurús», la práctica del «yoga», los ejercicios de respiración, el realizar ceremonias, el seguir a Maestros y toda otra cosa análoga, es totalmente inútil, ¿verdad? Carece de sentido aun cuando las mismas personas a quienes seguimos nos digan: «estudiaos a vosotros mismos». Porqué el mundo es lo que somos nosotros. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos, eso es lo que creamos en torno nuestro, esa es la sociedad en la cual vivimos.

Paréceme, pues, que antes de emprender un viaje para hallar la realidad, para encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que podamos tener relación alguna unos con otros —y eso es la sociedad— resulta por cierto esencial que empecemos por entendernos a nosotros mismos en primer término. Y yo considero persona seria a aquella a quien eso le interesa completamente, ante todo, y no cómo llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos entendemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una transformación en la sociedad, en la convivencia, en nada que hagamos? Y ello no significa, de seguro que el conocimiento propio se oponga a la convivencia o esté aislado de ella. No significa, evidentemente, acentuar lo individual, el «yo» como opuesto a la masa, como opuesto a los demás. No se si algunos de vosotros habéis intentado seriamente estudiaros a vosotros mismos, vigilando toda palabra y las respuestas que ella provoca, vigilando todo movimiento del pensar y del sentir —observándolo, nada más— conscientes de vuestras respuestas corporales, sea que obréis movidos por vuestros centros físicos o por una idea: observando cómo respondéis a la situación mundial. No se si alguna vez y en alguna forma habéis ahondado seriamente esta cuestión. Tal vez de un modo esporádico, último recurso, cuando todo lo demás ha fracasado y os halléis fastidiados, algunos de vosotros lo hayan intentado.

Ahora bien: sin conoceros a vosotros mismos, sin conocer vuestra propia manera de pensar por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer el «trasfondo» de vuestro «condicionamiento», ni por qué tenéis ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de vuestro país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo podéis pensar verdaderamente sobre cosa alguna?, Si no conocéis vuestro «trasfondo», si no conocéis la substancia ni el origen de vuestro pensamiento, vuestra búsqueda resulta del todo vana, por cierto, y vuestra acción carece de sentido. ¿No es así? Tampoco tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o que vuestra religión sea una u otra.

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