PRIMERA EDICIÓN
Diciembre 2022
Editado por Aguja Literaria
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Rosa Espinoza
Dejando huellas de libertad
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TAPAS
Imagen de portada: Rosa Espinoza
Diseño: Josefina Gaete Silva
DEJANDO HUELLAS DE LIBERTAD
Rosa Espinoza
Epílogo
Al final de este viaje, saqué como conclusión que todo me trajo un enorme aprendizaje: una parte de mi se reconectó con su verdadero ser. Este fue un viaje que para llegar a realizarse necesitó de una pausa en mi vida, algo que todos deberían hacer.
El agradecimiento a la vida, al universo y todo lo invisible que se hace presente en el corazón, te lleva a un reencuentro con lo esencial. Ese viaje al interior puede darse al ir a otro sitio, como yo, que tuve la oportunidad de hacerlo, pero en pandemia continuó y aún no termina.
Las experiencias te hacen ver la vida de otra manera; muchas veces, la vida te lleva a esas experiencias, ya sea por decisión propia o por arrastre. Para aprender, es mejor no resistirse.
Con el tiempo saboreas las experiencias con risas, nostalgia y mucho cariño. Si miro mi vida hace diez años, nunca imaginé que haría tantas cosas. Hoy me siento contenta, tranquila, ya no me resisto a ciertas situaciones. Soy un ser humano más agradecido, más abierto y empático; he ido dejando los miedos atrás, cuando me he resistido, todo ha sido más duro y amargo. Aprendí a dejar fluir y valorar mi libertad más que cualquier cosa en el mundo.
Prólogo
Los masajes son una parte absolutamente importante en mi vida; así como la madurez de una persona puede llegar a su clímax en un momento determinado, también lo hace la vocación: eso que he decidido llamar don.
Descubrí esta habilidad cuando tenía veintitrés años, tras salir del colegio a los dieciocho de un Liceo Comercial en el que me licencié como secretaria. Nunca pude ejercer, era demasiado inquieta para permanecer sentada, por eso luego de mi práctica nunca logré ser contratada. Por supuesto que el secretariado no era lo mío, fui como el caso de muchos jóvenes recién salidos del colegio que no tienen una idea clara de lo que quieren. Provengo de una familia de bajos recursos, por lo que no había dinero para los estudios superiores. Esos fueron años de exploración a nivel personal y laboral, estuve perdida y sin saber qué hacer, por dónde continuar. Me fui quedando atrás mientras mis amigas comenzaban sus vidas universitarias.
Hasta que un día me hablaron acerca de los masajes, me pareció interesante. Fui a investigar y me gustó, conseguí un trabajo que me permitía estudiar por la tarde. Así llegaron los primeros conocimientos sobre el oficio. Cuando terminé los estudios me puse de inmediato en un gimnasio y arrendé un espacio para trabajar ahí. Aunque me dediqué principalmente al área estética, me fue bien, nació mi único hijo en paralelo, por lo que fue una época de mucha exigencia; estaba por ser madre primeriza e iniciar una pyme. Como ocurre a muchos emprendedores, llegó el momento de querer crecer, pero me dio algo de susto hacerlo sola; busqué una aliada y me cambié a un local más grande. Pero contrario a lo que esperaba, esa aventura me dejó con una deuda más grande que el local; tuve que comenzar de cero después de ocho años en el rubro. Comencé a trabajar a domicilio, además de tomar un trabajo part-time los domingos en un spa exclusivo de Santiago. Tuve una crisis personal y laboral, cuestioné todo lo que había hecho hasta ese momento. Noté la inmadurez de mis decisiones y me sentí vacía.
Luego de esa primera crisis decidí irme a buscar nuevos rumbos. Mi destino: Nueva Zelanda. Lo más gracioso es que terminé por hacer lo mismo allá, pero de manera diferente. Aunque todo era más enfocado en la salud y el cuidado personal, lo que terminó por reencantarme con mi oficio. Me enamoré otra vez de eso que en algún momento había llamado un don. Viajé a Tailandia, España y pronto a Australia.
Ahora me entrego a la novedad. Siempre estoy comenzando algo nuevo. Lo que más me gusta de hacer masajes es la cantidad de seres humanos que he llegado a conocer, con sus increíbles historias, risas, llantos, también son de mis cosas favoritas del trabajo. Me gusta involucrarme con mis clientes-pacientes, no solo porque hay un intercambio de energías importante en las sesiones, sino porque me es imposible no entregarme de manera completa a la situación. En ocasiones, me siento parte de ellos: sentir sus venas, músculos, nudos e inflamaciones; también sus penas, rabias y dolores, ha intensificado eso.
He sentido muy cerca a los maestros, considerando que yo solo soy un canal de energía. Hago cada masaje con mucho amor porque me siento conectada con el otro, y también me desahogo porque es un espacio de comunicación. Además, tengo la certeza de que somos iguales, pero con vibraciones diferentes. En la camilla no hay fronteras, razas, estratos sociales ni religiones, ahí somos seres humanos, cuerpos que desprenden emoción, energía, dolor y alivio.
Pasados veintiún años de hacer masajes, encuentro que sin importar su tipo (estéticos, terapéuticos, tailandeses o descontracturantes), son parte de un conjunto. Depende de quién lo haga y quién lo reciba, en qué sintonía estamos lo recibimos o damos. Hoy soy feliz con lo que hago y estoy muy agradecida con cada uno de mis pacientes-clientes. Gracias a ellos he aprendido no solo a hacer masajes, también a escuchar, crecer, investigar, dar amor y desahogarme. Ha sido terapéutico para ambos lados, con muchos he generado amistad.
En Nueva Zelanda conocí gente que me hizo sentir acogida y cómoda, en varias ocasiones me quedé a compartir alguna cena después de un masaje. Con gente de la India experimenté comer el arroz con las manos, tenía que moldearlo y formar bolitas. A pesar de que me cansaba y terminaba por pedir un tenedor para volver a mis costumbres, aunque se extrañaban, me aceptaban igual. Con los tailandeses comíamos en el suelo el arroz blanco, las ensaladas sin aliños y muchas crudas. Cómo no acordarme que en varias ocasiones olvidé que comíamos en el suelo y caminé a través del mantel que para ellos era la mesa. Sus miradas de espanto anunciaban que nunca habían compartido con una latina a la hora de comer.
Una vez al mes, en Nueva Zelanda tenía que ir por mis clientes-pacientes a Wellington para atender a los filipinos; era muy emocionante, me quedaba un fin de semana completo trabajando sin parar. Me daban comida a toda hora, era increíble el cariño que nos teníamos y cómo lo expresábamos a través de los alimentos: mucho ají, verduras y arroz. Creo que son los asiáticos más amorosos que he conocido.