El tres de junio de 1950, Maurice Herzog y Louis Lachenal llegaban a la cima del Annapurna, convirtiéndose en los primeros seres humanos que coronaban una montaña de más de ocho mil metros, escapando milagrosamente de la muerte.
En los meses siguientes, mientras se recuperaba en el hospital de sus terribles amputaciones (que le dejarían sin los dedos de las manos y los pies), Herzog dictó Annapurna primer ochomil, una de las obras cumbre de la literatura expedicionaria de montaña.
Gocemos de la fuente de inspiración más rica que podamos imaginar: las huellas de estos aventureros que nos dejaron una historia real de valor y camaradería. De exploración y pasión por la aventura.
Maurice Herzog
Annapurna. Primer ochomil
ePUB r1.1
akilino22.09.13
Título original: Annapurna. Premier 8000
Maurice Herzog, 1953
Traducción: María de Quadras
Diseño de portada: akilino
Editor digital: akilino
Segundo editor: JeSsE
Corrección de erratas: JeSsE
ePub base r1.0
Prólogo
Es la primera vez que escribo un libro.
Ignoraba que fuera un trabajo tan largo.
Aunque en ciertos días me costara hacerlo, empecé la tarea para dar testimonio, en nombre de todos mis compañeros, de una terrible aventura a la que hemos sobrevivido gracias a una sucesión de milagros que todavía hoy me parecen increíbles.
Las páginas que siguen relatan los hechos de unos hombres asidos a una naturaleza despiadada, y expresan sus tormentos, sus esperanzas y sus alegrías.
Concienzudamente, he intentado ceñirme a la verdad; he procurado, en todo lo posible, destacar el aspecto humano de estos acontecimientos y la atmósfera extraordinaria en que se desarrollaron.
Este libro ha sido enteramente dictado en el Hospital Americano de Neuilly, en el que estoy pasando todavía tristes momentos.
El fondo del relato es, desde luego, el recuerdo que me queda de los acontecimientos. Si es completo y preciso, lo debo al diario de la expedición, llevado con admirable tenacidad por Marcel Ichac. Este documento esencial fue escrito a veces en el mismo minuto en que la acción se desarrollaba. El diario personal de Louis Lachenal y las precisiones de todos mis camaradas me han sido de la mayor utilidad. Este libro es, pues, también obra de mis compañeros.
El texto, muchas veces en estilo «hablado», ha sido corregido y puesto en su punto por mi hermano Gerard Herzog, con quien compartí los primeros goces de la montaña, así como también las primeras vicisitudes de la vida. Sin la confianza que tenía en esta interpretación y sin su apoyo cotidiano no hubiera podido nunca llevar a buen término la empresa.
El nombre de Robert Boyer, que tanto hizo por nuestra expedición, no aparece en este relato, y, sin embargo, su lúcida amistad fue un cálido estímulo para mí en las horas más duras.
Esta obra nos será cara a los nueve del equipo por varios conceptos.
Fuimos iguales en el trabajo, en la alegría y en el dolor. Mi más ferviente deseo es que estos nueve compañeros, unidos ante la muerte, sigan siendo hermanos durante toda la vida.
Al superar la medida de nuestros medios, al alcanzar los límites del universo del hombre, nos dimos cuenta de su verdadera grandeza.
En las horas de agonía me pareció descubrir el profundo significado de la vida, que no había comprendido hasta entonces; vi que era más digna la sinceridad que la fuerza. Los recuerdos de esta prueba han quedado grabados en mi carne. Al salvarme, conquisté mi libertad, una libertad de la que ahora poseo un agudo sentido y que provoca en mí ese estado de lozana serenidad del hombre que ha conseguido realizarse, llenándome de la alegría inmensa de amar aquello que antaño despreciara. Una vida nueva y muy hermosa comienza para mí.
Esta narración es más que el relato de una aventura: es un testimonio. Lo que en apariencia carece de sentido, tiene a veces un significado: la justificación de un acto presidido por el desinterés.
Capítulo I.
La revolución en el palacio
La salida está próxima. ¿Conseguiremos despegar?
Todo el personal del Club Alpino Francés está en pie de guerra.
No queda ni un minuto para arreglar nada. El correo afluye de todas partes. Impresionantes pilas de papeles se amontonan sobre las mesas.
Los repartidores, en medio de un ruido ensordecedor, traen pesadas cajas de trajes de montaña, calzado, balones de oxígeno, paquetes de galletas, clavos de todas las medidas, montones de abrelatas automáticos, sacos de tiendas de campaña, cantinas…
En el número 7 de la calle de la Boétie las luces están encendidas hasta muy tarde. La sobreexcitación es general. El Comité del Himalaya se reúne casi todas las noches. A las nueve, puntuales como relojes, van entrando uno tras otro estos personajes de los que depende la suerte de la expedición. En sus concilios secretos se preparan las más graves decisiones. El Comité fija el presupuesto, prevé los azares, sopesa los riesgos y, finalmente, designa a los participantes.
Desde hace pocos días sabemos quiénes componen la expedición. Estaré bien acompañado.
Jean Couzy, alto y distinguido, es el benjamín del equipo con sus veintisiete años; es un brillante politécnico, ingeniero de aviación, y desde el primer momento fingimos tomarlo por hombre perdido en sus ecuaciones. Recién casado, no vacila en dejar a su esposa Lise para intentar la gran aventura. Silencioso, con la mirada lejana, parece siempre estar meditando en los últimos problemas de la electrónica. Una noche, en medio de la fiebre general, se acerca a mí y, traicionando su origen meridional (es de Nérac), empieza una interminable discusión, apoyada por gestos, sobre el arte y la manera de determinar las dificultades en la escalada.
—Mira este gráfico —me dice.
—¡Hermosa escalera!
—¡Es la pared norte de los Drus! —exclama triunfante—. Aquí está todo explicado.
—¿Y si sobreviene una tempestad en el recorrido?
—Evidentemente, pero… ¡Bueno, entonces el gráfico cambia!
Marcel Schatz será también de los nuestros. Es el compañero habitual de Couzy y constituyen una cordada admirable. Schatz tiene dos años más que su camarada y es ancho de hombros y de aspecto robusto. Viste siempre con elegancia y tiene motivos para ello: es gerente de una de las importantes casas de confección de su padre. Es aficionado a la buena organización, al orden y al método. En las excursiones no se hace rogar para preparar el vivac.
Apasionado por el alpinismo y soltero, nada le impide pasar sus vacaciones en la alta montaña. A pesar de ser parisiense, y por tanto alejado de su paraíso, es raro que un week-end lo halle en la ciudad.
En cuanto a Louis Lachenal, años atrás montañero por afición, es ahora profesor de la Escuela Nacional de Esquí y Alpinismo. Para los de Chamonix es «extranjero», lo cual quiere decir que no es natural del «valle». Es de Annecy. A pesar de este nacimiento, impuro a los ojos de las gentes de allá arriba, que defienden su montaña, ha realizado, como Gastón Rebuffat y Lionel Terray, la difícil hazaña de ingresar en la famosa compañía de Guías de Chamonix, única en el mundo por la calidad y el número de sus miembros. De mediana estatura y de mirada viva y penetrante, tiene en la conversación temibles ocurrencias. Le encanta todo lo excesivo; sus juicios son terribles. Leal consigo mismo, no vacila en reconocer sus faltas cuando es preciso. Siempre que pueden, él y Lionel Terray emprenden como aficionados las ascensiones más importantes de los Alpes.