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Jesús Silva Herzog - Breve historia de la Revolución mexicana I

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Jesús Silva Herzog Breve historia de la Revolución mexicana I

Breve historia de la Revolución mexicana I: resumen, descripción y anotación

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En esta obra ya clásica, Jesús Silva Herzog expone los momentos principales de la Revolución mexicana, narrados y analizados desde su trasfondo económico, social e histórico. A la exposición de los hechos, el autor añade una selección de documentos fundamentales para entender este episodio: desde decretos y programas de partidos hasta testimonios personales. Este primer volumen abarca desde los últimos años del Porfiriato hasta el asesinato de Francisco I. Madero.

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JESÚS SILVA HERZOG 1892-1985 fue fundador del Instituto Mexicano de - photo 1

JESÚS SILVA HERZOG (1892-1985) fue fundador del Instituto Mexicano de Investigaciones Económicas y de la revista Cuadernos Americanos, además de miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. De su vasta obra destacan El pensamiento económico, social y político de México. 1810-1964 y Trayectoria ideológica de la Revolución mexicana, 1910-1917 , publicados por el FCE.

CAPÍTULO I

La propiedad territorial en México hasta 1855. Las leyes de desamortización y nacionalización de las propiedades rústicas y urbanas del Clero. En el Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-1857 , los diputados Ponciano Arriaga e Ignacio Vallarta se pronuncian en contra de los grandes hacendados. Lo que Justo Sierra opinaba sobre el problema de la tierra. La colonización por extranjeros y la obra nefasta de las compañías deslindadoras. La requisitoria de Wistano Luis Orozco contra esas compañías. El censo de 1910. Un folleto de Toribio Esquivel Obregón. El Gobierno de Díaz entrega tierras a extranjeros en la frontera norte del país.

A LA DISTANCIA de sesenta y un años de haberse iniciado la Revolución Mexicana, con la claridad que da el tiempo, puede asegurarse que la causa fundamental de ese gran movimiento social que transformó la organización del país en todos o casi todos sus variados aspectos, fue la existencia de enormes haciendas en poder de unas cuantas personas de mentalidad conservadora o reaccionaria. Por esta razón, hemos juzgado necesario comenzar esta breve historia con un esquema de la concentración de la tierra en México.

Desde antes de la conquista existían en México grandes propiedades territoriales: las de los templos, las del rey, las de los nobles y guerreros. Grandes propiedades para aquellos tiempos y aquella organización; medianas o pequeñas si se las compara con las de épocas posteriores en las mismas zonas geográficas.

Al terminar la conquista recibieron los conquistadores grandes extensiones territoriales, premio a sus crueles y a la par brillantes hazañas. Hernán Cortés recibió, junto con el título de Marqués del Valle, veintitrés villas con veinticinco mil vasallos. Los españoles que después vinieron a poblar los nuevos dominios recibieron a su vez dilatadas extensiones de tierras para ser cultivadas con el trabajo del indio. Por su parte el Clero fue poco a poco adueñándose de numerosas fincas rústicas y urbanas, gracias a las donaciones piadosas y a otros medios que supo utilizar hábilmente.

De manera que al finalizar la época colonial existían en la Nueva España las enormes propiedades del Clero, el más poderoso latifundista en tan inmensos territorios. Existían también haciendas productivas de extensión considerable, pertenecientes a españoles y criollos. Los pueblos indígenas tenían el fundo legal, en el que a cada familia se le daba un pequeño solar para construir su vivienda; los propios, tierras municipales para aprovechamiento general de los habitantes; las tierras de repartimiento, divididas en parcelas minúsculas que se entregaban al jefe de familia en usufructo, con la obligación de cultivarlas como en el «calpulalli» entre los aztecas; y finalmente el ejido, continuación del «altepetlalli» precolonial, instituido por Felipe II en 1573.

El ejido existía en España y se adaptó en México a las necesidades y costumbres de los nuevos vasallos. Consistía y consiste en una porción de terreno situado en las afueras del poblado, de extensión variable en consonancia con el número de jefes de familia, puesto que su objeto era y es todavía, por lo menos teóricamente, proporcionar medios de vida a la comunidad.

Todas las propiedades de los pueblos estaban sujetas a normas jurídicas especiales. No pertenecían a los individuos sino a las comunidades y no podían ser enajenadas en forma alguna. Había seguramente una relación correcta entre tales normas y el grado evolutivo del indígena.

Las tierras de los pueblos resultaron en numerosos casos insuficientes para llenar las más elementales necesidades humanas, en contraste con las inmensas propiedades del Clero y también con las de los españoles y criollos. El historiador Riva Palacio escribió a fines del siglo pasado sobre tal asunto, en México a través de los siglos, lo siguiente: «Esas bases de división territorial en la agricultura y esa espantosa desproporción en la propiedad y posesión de las tierras, constituyó la parte débil del cimiento al formarse aquella sociedad, y ha venido causando grandes y trascendentales trastornos económicos y políticos; primero en la marcha de la colonia y después en la de la República. El desequilibrio en la propiedad, la desusada grandeza de muchas posesiones rústicas al lado de multitud de pueblos entre cuyos vecinos se encuentra apenas un solo propietario, ha mantenido, durante más de tres siglos, la sorda agitación que ha hecho tantas manifestaciones con el carácter de movimientos políticos, pero acusando siempre un malestar social, y fue causa sin duda, en el segundo siglo de la dominación española, de algunos tumultos, porque la magnitud y el estancamiento de la propiedad alientan y facilitan el monopolio produciendo la escasez artificial de los efectos de primera necesidad para conseguir por ese medio el alza de precios y la segura y fácil ganancia». De modo que desde ahora puede decirse que muchos de los males que ha sufrido el país tienen su origen en la desigual e injusta distribución de la tierra desde los comienzos de la dominación española. Hay siempre una relación directa entre la tierra y el hombre. A una mejor distribución de la propiedad agraria, corresponde un mayor adelanto social.

Un economista irlandés de origen, Bernardo Ward, que pasó la mayor parte de su vida en España, que fue consejero de Fernando VI y ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda, decía en su libro titulado Proyecto económico que la medida más importante para resolver los problemas de América, consistía en dar en propiedad tierras a los indios para que así gozaran de la plena y pacífica posesión de todo el fruto de su trabajo. Pero las opiniones de Ward, del hombre de ciencia desinteresado, no fueron atendidas por los gobernantes y políticos españoles, y la realidad se impuso decenios más tarde al desgajarse de España sus vastos y ricos territorios de América. Claro está que de todos modos no era posible evitar la independencia de los pueblos sojuzgados; mas la lucha hubiera sido distinta si las tierras se hubieran repartido con inteligencia y equidad, creándose así intereses vitales entre un gran número de pobladores. La pequeña propiedad —dice un autor— es la espina dorsal de las naciones.

Entre los caudillos de la Independencia no faltaron quienes vieron con claridad la cuestión relativa a la tierra. Morelos pensaba que debía repartirse con moderación, «porque el beneficio de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo». Pero como la Independencia la consumaron los que combatieron a Morelos, los criollos acaudalados que llegaron a comprender las ventajas económicas y políticas que obtendrían con la separación de España, nada hicieron para resolver el problema fundamental y de mayor trascendencia para el nuevo Estado. De 1821 a 1855 no se puso en vigor ninguna medida de significación tendiente a encontrarle solución al serio problema de la tenencia de la tierra. Por supuesto que durante ese tercio de siglo no faltaron hombres preocupados y patriotas que se dieron cuenta de la mala organización de la propiedad territorial. El doctor Mora fue siempre adversario de las grandes concentraciones territoriales y siempre se pronunció a favor de la pequeña propiedad. Pensaba que nada adhiere al individuo con más fuerza y tenacidad a su patria, que la propiedad de un pedazo de tierra; y Mariano Otero, el notable pensador cuyo pulso dejó de latir prematuramente, decía en 1842: «Son sin duda muchos y numerosos los elementos que constituyen las sociedades; pero si entre ellos se buscara un principio generador, un hecho que modifique y comprenda a todos los otros y del que salgan como de un origen común todos los fenómenos sociales que parecen aislados, éste no puede ser otro que la organización de la propiedad». Así, Otero, por estas y otras de sus ideas cabe ser catalogado entre los que se anticiparon a la interpretación materialista o económica de la historia.

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