William Ospina - De la Habana a la paz
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- Libro:De la Habana a la paz
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2016
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De la Habana a la paz: resumen, descripción y anotación
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En 1996, José Raúl Jaramillo, de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, me invitó a hablar en la universidad. Allí presenté el texto “Colombia y el futuro”, que da comienzo a este libro. En 1997, Ana María Cano, de La Hoja de Medellín, me invitó a participar en el seminario “Ay país”, para hablar de la franja amarilla. Allí nació la exposición “De chigüiros y cipreses”, que marcaría la pauta de buena parte de mis reflexiones posteriores sobre Colombia y la paz. En 1999, con Gabriel García Márquez, comenzamos a soñar un gran proyecto cultural para la paz de Colombia, y con un numeroso grupo de amigos emprendimos los diálogos que darían origen al ensayo Colombia en el planeta, publicado por la Gobernación de Antioquia, con el apoyo entusiasta de un querido amigo, el entonces gobernador Guillermo Gaviria, más tarde asesinado en medio del conflicto. El texto Colombia en la encrucijada fue leído en Londres, en The London School of Economics, en el año 2000, y presentado por el entonces embajador Humberto de la Calle. En esos años, Álvaro Lobo, de la Dann Regional de Medellín, me invitó repetidas veces a reflexionar sobre el tema de la paz. De allí salieron buena parte de los textos que aquí se reúnen con el título “En tiempos del Caguán”, publicados en Medellín por Dann Regional en el libro Lo que se gesta en Colombia. La mayor parte de los textos de la sección “En tiempos de La Habana” han sido publicados en mi columna semanal de El Espectador, y en artículos especiales para el mismo diario. La “Oración por la paz” fue escrita para la Marcha por la Paz del 9 de abril de 2013, y fue leída por Piedad Córdoba en la plaza de Bolívar de Bogotá. El “Diálogo sobre la Paz”, que cierra este libro, tuvo lugar en la cátedra Manuel Ancízar de la Universidad Nacional, en noviembre del 2015.
Ahora sí comenzó la campaña
Colombia está cansada de la guerra.
No es sólo ahora: ya lo estaba en 1997 cuando se votó masivamente el Mandato Ciudadano por la Paz, que dio pie al proceso de Andrés Pastrana en el Caguán.
Colombia votó por Pastrana porque prometió que mediante la negociación terminaría el conflicto armado, que ya cumplía 34 años.
Cuatro años después, en 2002, Colombia votó por Álvaro Uribe porque este la convenció de que no sería el diálogo sino la mano dura lo que acabaría la guerra.
Para entonces completábamos ya 38 años de conflicto. Transcurrieron ocho más de gobierno de Álvaro Uribe, quien fue reelegido para que acabara de acabar con las armas la guerra sin cuartel contra las FARC. Y con ese mandato completamos 46 años de guerra.
En 2010, Colombia votó por la mano derecha de Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos, para que terminara de terminar el conflicto interminable, e inesperadamente Santos optó por proponerle al país la paz negociada.
Esta decisión del ministro que había dirigido la guerra es tal vez suficiente prueba de que quienes abogamos siempre por la paz negociada teníamos razón. Que la paz sólo es alcanzable por la vía de una negociación política, es algo que muchos colombianos creemos desde los tiempos de Belisario Betancur.
Betancur, visionariamente, propuso la negociación cuando la guerra llevaba sólo 20 años. Y si no hubiera sido por los famosos enemigos ocultos de los que se habló entonces, tal vez Colombia se habría ahorrado 30 años de incalculables gastos en defensa, y sobre todo miles y miles de vidas humanas.
Ahora todos sabemos que hay que ponerle fin por vías políticas al monstruoso conflicto y que hay que hacerlo lo más pronto posible.
Lo que estamos viviendo se recordará en el mundo como la guerra de los Cincuenta años, una de las más largas e inútiles de la historia. Una guerra, no contra enemigos externos sino con los propios connacionales: una guerra entre hermanos.
Ya ha empezado a salir a la luz la aterradora lista de víctimas, no sólo de muertos, heridos y mutilados, sino de expropiados y desplazados, de guerreros envilecidos por una rutina atroz, mentes degradadas y sueños vueltos pedazos.
No sobra recordar que esta guerra, en cuyas trincheras no participa la aristocracia colombiana, y ni siquiera las clases medias altas, es una guerra en que los muertos son los mismos en todos los bandos: los hijos del pueblo.
Son los hijos de los pobres los que mueren como guerrilleros, como soldados y como paramilitares. A veces, incluso, hay hijos de una misma familia enrolados en los distintos bandos, tan dura es la guerra para las gentes humildes.
Tal vez la prueba suprema de que ya no podemos caer más, y que por fin hay consenso en que la solución negociada no es la mejor sino la única, son las palabras de Óscar Iván Zuluaga esta semana diciendo que también el partido Centro Democrático está dispuesto a negociar la paz con las FARC, y seguramente también con el Eln, que en días pasados invitó a algunos intelectuales a mediar para que se abra un diálogo con ellos.
El anuncio de Zuluaga es importante por dos razones: porque deja atrás el discurso uribista de que la única opción frente a las guerrillas es la guerra total, o sea, la guerra eterna; y porque nadie ignora que el principal enemigo de la guerrilla en Colombia es el uribismo. Y la paz, como lo ha dicho Santos, se hace es con los enemigos.
Hasta ahora, Santos se ha erigido no sólo en el audaz mandatario que se atrevió a proponer la paz cuando su deber era hacer la guerra, con lo cual mostró criterio e independencia, sino en el único camino para una paz negociada en Colombia.
Hasta ahora, Santos tenía muy fácil su camino a la Presidencia, pues nadie parecía disputarle esa estrategia. Pero ello, a la vez, hacía muy frágil el proceso de paz, porque lo ponía a depender exclusivamente de la voluntad de un gobernante, y de uno que no se caracteriza precisamente por cumplir los acuerdos ni por explicar con claridad sus propósitos.
Un sector del electorado estaba convencido de que había que votar por Santos porque era el único que ofrecía la paz, aunque fuera una paz a ciegas, sin claridad de objetivos, en medio de grandes secretos y con inquietantes mensajes contradictorios.
La declaración de Óscar Iván Zuluaga, quien llevaba meses siendo el tema de los caricaturistas por su falta de iniciativa y su aparente sumisión a la voz cantante de su jefe Álvaro Uribe, lo convierte de repente en un candidato con voz propia y cambia el escenario de la política en Colombia, por dos razones muy sencillas: porque significa que Álvaro Uribe ha aceptado finalmente una negociación con sus enemigos y porque pone a Santos en la obligación de explicar su proyecto.
Mucha gente, aunque desconfía de Uribe por su espíritu pendenciero, sus pésimas amistades políticas, su autoritarismo y su enemistad jurada con los gobiernos vecinos, sabe que es alguien que cumple lo que promete. Harto sabemos que Uribe es el principal adversario de la guerrilla y eso casi significa que una paz sin él, y sin los poderes a los que él representa, no llegaría muy lejos en Colombia.
Con esta declaración por fin Óscar Iván Zuluaga ha comenzado su campaña. Ahora Santos sabe que si quiere ganar las elecciones tendrá que echar a andar un proceso de paz más claro, menos contradictorio, más preciso y más verosímil, porque ya no es el único que está dispuesto a resolver políticamente el conflicto.
15 de febrero de 2014
Ante las puertas de la ley
Durante 50 años el problema político colombiano fue tratado por los dueños del país como un problema militar.
Cuando hace cuatro años el gobierno Santos aceptó que el conflicto era político, creímos que venían en marcha las soluciones políticas correspondientes. Pero la vieja dirigencia sabe que la paz verdadera resulta costosa en términos sociales: que exigirá no sólo cuantiosas inversiones, sino darle al pueblo un protagonismo que aquí nunca ha tenido.
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