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Andrés Barba - Caminar en un mundo de espejos (Biblioteca de Ensayo)

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Andrés Barba Caminar en un mundo de espejos (Biblioteca de Ensayo)
  • Libro:
    Caminar en un mundo de espejos (Biblioteca de Ensayo)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2014
  • Índice:
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Caminar en un mundo de espejos (Biblioteca de Ensayo): resumen, descripción y anotación

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Créditos Edición en formato digital mayo de 2014 Colección dirigida por - photo 1

Créditos

Edición en formato digital: mayo de 2014

Colección dirigida por Ignacio Gómez de Liaño

© Andrés Barba, 2014

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

www.siruela.com

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16120-73-4

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

A Carmen M. Cáceres,

por haber venido de la mano conmigo

hasta este lugar.

«Es como caminar en un mundo de espejos

pidiendo a cada persona que te encuentras que te

describa. Todo el mundo responde: "Tienes una cara

como la mía, mi sonrisa, cuando te miro, eres tú", pero tú no

lo crees. Luego, un día te das de narices contra un muro de

cemento y todo tu problema se soluciona.»

Diane Arbus, Diarios

Índice

Sobre Muhamad Alí

Sobre Sacha Baron Cohen, Peter Capusotto y Aristóteles

LA VIDA DEL ESPÍRITU

Recuerdo una playa de Huelva y a una chicajoven que se acercó hasta mí, me pidió que mirara y me hizo un retrato con una cámara Polaroid. Se trataba seguramente de una de mis primas, son tantas que en mi imaginario infantil forman todas un conglomerado indefinido, una criatura fascinante de mil cabezas. Yo debía de tener unos ocho años, pero estaba muy acostumbrado a que me hicieran fotos. Mi padre era fotógrafo aficionado y quien haya tenido en casa a uno sabrá que pueden llegar a ser mucho más obsesivos que los fotógrafos profesionales. Había sido fotografiado ya –no exagero– tal vez un par de miles de veces junto a mis hermanos y hermanas en todo tipo de posturas y escenarios. Muchos años después, hace relativamente poco tiempo, descubrí en un maravilloso relato de Italo Calvino la explicación a esa compulsión de mi padre (que con el paso del tiempo se ha ido apagando hasta dejarle convertido en un fotógrafo más bien perezoso y luego de nuevo compulsivo, con el nacimiento de su primer nieto): el primer instinto de un progenitor después de tener un hijo es fotografiarlo. Le impulsa a ello precisamente la rapidez del crecimiento porque nada es más lábil e irrecordable que un niño de seis meses, borrado enseguida y sustituido por un niño de siete meses, y después por el de un año. Hay que consignar esas perfecciones sucesivas, salvarlas en un álbum del frenesí devorador del tiempo, crear una «iconoteca familiar» (la expresión es de Calvino y no puede ser más acertada), una iconoteca que sea un objeto sagrado. En el caso particular de mi familia se archivaban luego en unos grandes álbumes negros que organizaba y numeraba mi madre y que guardábamos en uno de los armarios del despacho de mi padre en el que apenas entrábamos para nada. De cuando en cuando llegaba a casa un invitado lo bastante ilustre y lo bastante ajeno como para que fuera necesario mostrarle aquellos álbumes. Los llevábamos como los rabinos la Torah, con una mezcla entre respeto y hastío reverencial que se transfiguraba al instante en intensísimo interés, el que siempre produce ver a esa extraña persona que uno fue en alguna ocasión consignada allí.

Recuerdo que en otros álbumes mi madre guardaba (luego, en invierno) los negativos, esas fantasmagóricas imágenes invertidas en las que uno aparecía con los dientes negros y el pelo blanco, y que yo miraba con mi hermano Santi, pegados los dos a la ventana del cuarto de estar. Peor aún era que se «perdieran los negativos». Mi madre pronunciaba aquella frase a veces con un tono bélico, como si se hubiese declarado la guerra, otras con tono bíblico, como si hubiese pasado la sombra del ángel exterminador, y la mayoría de las veces (añadiéndole un conmovedor «otra vez») con un fatalismo españolísimo. Perder los negativos «otra vez» convertía aquellas imágenes, que mi padre había positivado en el cuarto oscuro del colegio en el que trabajaba entonces y que nadie había tomado muy en serio porque podían positivarse una y mil veces, en objetos únicos de pronto. Resultaba extraño comprobar cómo una vulgar copia seriada y sustituible se convertía de inmediato en una pieza de museo. Y las familias felices tienen algo en común: todas pierden los negativos porque están pensando en otra cosa.

Lo que sucedió en la playa, sin embargo, era algo absolutamente inédito en mi amplia experiencia fotográfica de los ocho años. Aquel cacharrazo oscuro regurgitó de pronto un papel blancuzco, mi atención se desvió por un breve instante de los biquinis y mi prima anunció algo que el lector perspicaz adivinará sin mucho esfuerzo:

–Mira, Andresito, magia.

Y magia fue, efectivamente. El lector perspicaz sabe también en qué consistía, lo que quizá no sepa es que para mí la magia estaba en otra parte.

–¿Y el negativo?

–No hay negativo.

–Imposible.

–Que no hay, te digo.

–Te lo has escondido por ahí –aseguré yo con aire detectivesco, o con la esperanza, quizá, de que me dejara inspeccionar aquel biquini en el que objetivamente no podía caber nada porque ya era un milagro que cupiera lo que cabía. Mi prima (ninguna fue muy de discutir, por eso poco importa cuál de ellas fuera en realidad) resolvió la cuestión con una frase que me acompañó toda la infancia:

–Este niño es tonto.

Y mi hermano Santi, que a pesar de ser un año más pequeño siempre lo ha sabido todo un año antes que yo, sentenció muy digno:

–Es una Polaroid.

Polaroid. Los labios se cierran y la punta de la lengua hace un breve viaje hasta el borde de los dientes. La boca se abre de pronto como si anunciara una sorpresa que se convierte primero en un amago de beso y después en una sonrisa tenue. Po-la-ro-id. Aquel prodigio sin negativo tenía nombre de constelación, de medicamento salvífico para la humanidad, de nombre científico de algún extraño pez abisal. Polaroid.

No sé si conservé o no aquella Polaroid (lo más probable es que mi prima no confiara demasiado en mí), lo que sí sé es que tardé algún tiempo en volver a ver otra y que cuando lo hice fue en el cumpleaños de un compañero de mi clase, al regreso del verano.

La madre del homenajeado nos puso en fila, nos peinó como pudo, amenazó con dejar sin tarta a quien pusiera cuernos a su vecino y nos hizo gritar a todos una palabra premonitoria: whisky.

Al ver regurgitar por segunda vez en mi vida aquel papel blancuzco cometí por enésima vez el error básico de mi infancia: hacerme el listo. Me volví con gran solemnidad hacia mi compañero y le anuncié:

–Las Polaroid no tienen negativo. A lo que mi compañero contestó en primer lugar con la sonrisa que le debió dedicar Muhamad Alí a Liston cuando entró en el ring , y en segundo lugar, con un anuncio más sorprendente que el mío:

–Claro que tienen negativo. El negativo está debajo .

No recuerdo si añadió: «Imbécil». El negativo estaba debajo . Aquello sobrepasaba con mucho mis expectativas: una fotografía que era, a la vez, un negativo, que estaba superpuesto a él, como si los colores hubiesen saturado de pronto nuestros dientes negros y nuestros pelos blancos, hubiesen llenado la estancia y nuestros rostros sofocados de correr y hasta los cuernos inevitables, que gracias a Dios no me habían caído a mí en aquella ocasión, de aquella luz lechosa. Y aquel color... ¿cómo se podía describir? No era, desde luego, como el de las fotografías de mi padre, no tenía ni aquella nitidez, ni aquel realismo; era a ratos como si todos nos hubiésemos situado, en vez de en una calle, frente a un póster en el que estaba fotografiada una calle. Aquel cielo no era, desde luego, de verdad. Parecía hecho de papel brillante y nosotros un poco plastificados quizá, o un poco borrosos, a veces como si nos hubiesen barnizado y otras como si nos hubiesen bañado en leche.

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