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SINOPSIS
Inge, la bella y distante abuela de la autora, nunca habló sobre su pasado. Todo lo que su familia sabía era que había crecido en una ciudad que ya no existe en ningún mapa: Königsberg en Prusia Oriental, una nota al pie de la historia, un lugar del que casi nadie ha oído hablar hoy. Pero cuando Svenja visita esta ciudad báltica azotada por el viento e impulsivamente llama a su abuela, algo se desbloquea en ella y, finalmente, empieza a contar su historia.
Una historia que comienza en los bares de jazz secretos del Berlín de Hitler. El relato de un primer amor apasionado y también de traición, terror, huida, hambre y violencia. Mientras Svenja descifra los hilos de la vida de su abuela, volviendo sobre sus pasos por una Europa convulsa, se da cuenta de que hay sufrimiento en una escala con la que nunca había soñado. Y finalmente, descubre el trágico secreto que su abuela ha estado guardando durante sesenta años.
La guerra de Inge escucha las voces que a menudo faltan en nuestra narrativa histórica: las de mujeres atrapadas en el lado equivocado de la historia. Es un libro sobre memoria y patrimonio que interroga el legado transmitido por aquellos que sobreviven, y que también nos plantea otras preguntas: ¿Qué queremos decir con familia? ¿Qué haríamos para sobrevivir?
SVENJA O’DONNELL
La guerra de Inge
Una mujer alemana, secretos de familia
y supervivencia en la Alemania de Hitler
Traducción castellana de David Paradela
Para mi madre, Beatrice.
Esta también es su historia.
¿Por qué, a ver, no ha de llamarse el pájaro
Cáucaso, Roma, Königsberg, y bien?
Cuando hay alrededor solo piedras y cascotes,
objetos no hay, quedan solo palabras.
Pero a falta de labios, suena un gorjeo.
Joseph Brodsky, Einem alten Architekten in Rom
(traducción de Ricardo San Vicente)
Mapa de Königsberg y Prusia Oriental
Mapa de la huida de los Wiegandt
Prólogo
K ÖNIGSBERG, JUNIO DE 1932
Albert Wiegandt dobló el periódico por la mitad, ocultando el titular de primera plana: «Siete heridos en los disturbios de Königsberg». Lo colocó en una pila junto con el resto de los papeles y cerró el escritorio. Todos los viernes sin falta salía de la oficina temprano, a las tres y media de la tarde, para llevar a Inge, su hija, a tomar chocolate caliente en el Café Berlín. El pequeño establecimiento de fachada azul, próximo a la Paradeplatz de Königsberg, lleno de turistas en verano y de estudiantes de la cercana Universidad Albertina el resto del año, no resultaba demasiado atractivo a primer golpe de vista. Las sillas y las mesas eran sencillas y de madera, nada que ver con los lujosos tapizados de los restaurantes de moda del casco antiguo. El éxito del café residía en que su chocolate caliente estaba considerado el mejor de esa zona de la ciudad. Era tan espeso que la cucharilla prácticamente se quedaba erguida cuando uno intentaba removerlo, y lo servían en unas tazas grandes de porcelana blanca que olían a canela y cacao, con abundante nata montada y una jarrita de leche al lado para aclararlo.
El de los viernes por la tarde era uno de sus rituales favoritos. Albert había empezado a llevar a Inge al café cuando esta tenía cinco años para que Frieda, su esposa, pudiera practicar una hora al piano sin que nadie la interrumpiera y, de paso, darle un gusto a la niña. Agradecida, Frieda, que había perdido soltura desde que la maternidad imponía sus exigencias, secundó la costumbre desde el primer momento. Albert e Inge se sentaban juntos y él la ponía al corriente de los últimos acontecimientos en el negocio de los vinos y licores: qué restaurante había hecho el pedido más grande o quién elaboraba los mejores destilados. Inge le explicaba cómo le había ido en el colegio esa semana, qué clases le habían gustado más, qué niñas se habían metido en problemas con la profesora y qué bromas se gastaban las unas a las otras; Albert se reía a gusto escuchando sus penas y se conmovía con las pequeñas tribulaciones de la vida de las colegialas.
Inge había nacido en julio de 1924, dos años después de la boda de sus padres. Su nacimiento fue recibido poco menos que como un milagro, pues tanto Albert como Frieda se habían conocido y enamorado a una edad avanzada. Albert tenía cuarenta y cinco años, y Frieda, treinta y nueve cuando nació Inge. Ahora la pequeña ya contaba ocho años y era una chiquilla agraciada, de ojos azules, rizos oscuros y tupidos, sonrisa fácil y ademanes vivaces. No tenía hermanos y, aunque era encantadora, podía llegar a exigir mucha atención. Tanto sus padres como, a veces, los vecinos de su bloque de apartamentos la consentían más de lo que habría sido conveniente.
Albert se quitó la chaqueta de camino a Altstadt, el barrio donde vivían, en el centro mismo de Königsberg, para recoger a su hija. Era una tarde templada que presagiaba el intenso calor que a menudo se abatía sobre la ciudad en el punto álgido del verano. Hijo de un granjero de Grünwalde, unos 150 kilómetros al este de Königsberg, Albert renunció de bien joven al trabajo de la tierra, con sus rigurosos inviernos y su aislamiento, para labrarse un nombre como comerciante. Amaba la ciudad con el celo del converso; en ella encontraba la sofisticación, el bullicio y el éxito que se le habían negado de niño, y en los que se deleitaba. Su atractiva, culta y musical esposa y su pequeña hija eran para Albert todo cuanto pudiera desear, aunque en los últimos tiempos había empezado a sentir una ligera inquietud.