Tatiana de Rosnay
Boomerang
A la memoria de Pierre-Emmanuel (1989-2006),
con todo el cariño
«Deja que mi nombre continúe siendo la palabra cotidiana
que siempre fue. Deja que se pronuncie sin esfuerzo,
y que no la cubra el menor atisbo de sombra».
Henry Scott Holland.
«Manderley ya no existe».
Daphne du Maurier, Rebeca
Entré en una salita de paredes pintadas con colores apagados y me senté a esperar, tal y como se me había indicado. Sobre un desgastado suelo de linóleo descansaban seis sillas de plástico situadas en dos filas de a tres, una frente a otra. Me habían dicho que me sentara allí, y eso hice. Me temblaban los muslos, tenía las manos humedecidas y la garganta reseca. La cabeza iba a estallarme de un momento a otro. Tal vez debiera llamar de inmediato a nuestro padre; sí, debería informarle antes de que fuera demasiado tarde, pero ¿qué iba a contarle cuando le telefonease?, y ¿cómo se lo decía?
Los tubos de neón del techo proyectaban una luz cegadora sobre las amarillentas paredes llenas de grietas. Me senté ahí, atontado, impotente, perdido, muñéndome de ganas de fumarme un pitillo. Me extrañó no tener aún arcadas ni estar a punto de vomitar el café frío y el bollo de leche que me había tomado hacía un par de horas.
En mi interior todavía sonaba el chirrido de los neumáticos y sentía el súbito bandazo del vehículo mientras giraba bruscamente hacia la derecha, escorándose hasta chocar contra el guardarraíles. Y el grito, todavía escuchaba el grito de Mel.
«¿Cuánta gente habrá esperado aquí? -me preguntaba-. ¿Cuántas personas se habrán sentado en este mismo asiento a la espera de noticias sobre sus seres queridos?». No pude evitar imaginarme cuánto habían tenido que ver esas paredes, amarillas como si padecieran ictericia; qué no sabrían esos tabiques; cuántos sentimientos encontrados no recordarían. Lágrimas, gritos, voces de alivio. Esperanza, dolor o alegría.
Observé el rostro esférico del sucio reloj de pared situado encima de la puerta, donde la manilla desgranaba los minutos. Sólo cabía hacer una cosa: esperar.
Una enfermera de rostro caballuno y finos brazos blanquecinos entró en la sala de espera al cabo de una media hora.
– ¿Monsieur Rey?
– Sí -respondí, con el corazón en un puño.
– Debe rellenar todos los datos de estos documentos.
Me hizo entrega de un par de cuartillas y un bolígrafo.
– ¿Cómo está? -farfullé con voz débil y forzada.
La interpelada bizqueó con unos ojos casi sin pestañas antes de mirarme.
– La doctora vendrá a explicárselo.
La sanitaria se dio la vuelta y se marchó. La miré mientras caminaba de espaldas a mí. Tenía un culo plano y poco provocativo.
Me entró tembleque en los dedos al extender los papeles sobre las rodillas.
Nombre, fecha y lugar de nacimiento, estado civil, dirección, número de la Seguridad Social, póliza del seguro médico. La mano me temblaba mientras lo cumplimentaba: Mélanie Rey, nacida el 15 de agosto de 1967 en Boulogne-Billancourt, soltera, calle de la Roquette, 75011 París.
No tenía ni idea de cuál era el número de la Seguridad Social de mi hermana ni mucho menos el de la póliza. Los dos debían de figurar en su documentación, y ésta se hallaba dentro del bolso. Por cierto, ¿dónde estaba el bolso? No tenía la menor idea del posible paradero del mismo. Sólo era capaz de recordar el cuerpo desmadejado de Mélanie mientras la sacaban a tirones del coche accidentado y cómo sus miembros pendían flácidos de la camilla. Y yo estaba ahí, sin despeinarme, sin un rasguño a pesar de haber ocupado el asiento del copiloto en el momento del impacto. Aún pensaba que era un mal sueño del que iba a despertarme de un momento a otro.
La enfermera regresó con un vaso de agua, lo acepté y me lo bebí de un trago. El líquido tenía un regusto rancio y metálico. Le di las gracias y le expliqué que ignoraba el número de la Seguridad Social de Mélanie. Ella asintió, recogió los documentos cumplimentados y se marchó.
Los minutos avanzaron muy despacio. La habitación permanecía en silencio. Era un hospital pequeño de un pueblo igualmente pequeño situado a las afueras de Nantes, o al menos tal era mi suposición, pues no estaba muy seguro de mi paradero. No había aire acondicionado y me di cuenta de que mi cuerpo empezaba a oler. Podía percibir la transpiración acumulada en las axilas y en la ingle. Era el sudoroso hedor del pánico y la desesperación. La cabeza me seguía latiendo. Intenté respirar más despacio y me las arreglé para lograrlo durante un par de minutos, hasta que se apoderó de mí una espantosa sensación de desamparo y me sentí completamente desbordado.
París estaba a poco más de tres horas. Volví a considerar la posibilidad de avisar a mi padre. Me obligué a recordar la necesidad de esperar. Ni siquiera disponía del diagnóstico médico. Miré el reloj. Eran las diez y media. ¿Dónde estaría ahora mi progenitor? ¿Habría salido a cenar o estaría viendo la tele por cable en su estudio mientras en la habitación contigua Régine se arreglaba el esmalte de las uñas al tiempo que hablaba por teléfono?
Decidí aguardar un poco más. Tuve la tentación de darle un toque a mi ex. Astrid era el primer nombre que me venía a la mente en los momentos de tensión o desesperación, pero imaginarla junto a Serge, en nuestra vieja casa de Malakoff y en nuestra antigua cama, era superior a mis fuerzas. Además, por el amor de Dios, siempre contestaba él, aunque la llamase al móvil, y decía:
– Hombre, Antoine, ¿cómo estás?
Por tanto, no telefoneé a Astrid por mucho que lo desease.
Me quedé en la minúscula sala con el aire viciado e intenté recobrar la calma otra vez. Hice lo posible por sofocar el pavor creciente de mi interior. Pensé en mis hijos. Arno estaba en pleno apogeo de su rebelión de adolescente. Margaux era una incógnita a sus catorce primaveras y Lucas, de once años, era todavía un niño en comparación con los otros dos, que tenían las hormonas a todo gas. No lograba imaginarme diciéndoles:
– Vuestra tía ha fallecido. Mélanie está muerta. Mi hermana ha muerto.
Esas palabras no tenían sentido alguno y las desterré de mi lado.
Lentamente transcurrió otra hora. Permanecí allí sentado con la cabeza oculta entre las manos, mientras intentaba evitar el creciente caos de mi mente. Empecé a pensar en los plazos de entrega que debía cumplir, pues al día siguiente era lunes y había muchos asuntos pendientes después del puente: el espantoso negocio de las guarderías de Rabagny que jamás debí haber aceptado, y Florence, la empleada inepta a la que iba a tener que despedir. De pronto me avergoncé de mí mismo. ¿Cómo era capaz de pensar en eso? ¿Cómo podía dar vueltas a los problemas del trabajo en ese preciso momento, cuando Mélanie se debatía entre la vida y la muerte?
Al final se acercó una mujer de mi edad. La cirujana vestía una bata verde de quirófano y lucía uno de esos divertidos gorritos de papel. Tenía unos perspicaces ojos de color avellana y llevaba corto el pelo de color castaño con algún que otro cabello rubio. El corazón se me aceleró y me levanté de un brinco cuando ella me sonrió.
– Se ha salvado por los pelos -me aseguró.
Distinguí unas manchas parduscas en la pechera de la bata y me pregunté para mis adentros con miedo si no serían salpicaduras de la sangre de Mélanie.
– Su hermana va a recuperarse.
Para mi horror, el rostro se me crispó, la piel se me arrugó como un papel y prorrumpí en sollozos. La nariz me zumbó cuando me la soné. Me daba mucha vergüenza ponerme a llorar delante de esa mujer, pero no podía evitarlo.
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