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Elia Kazan - Actos De Amor

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Actos De Amor: resumen, descripción y anotación

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Título original Acts of Love traducción de Montserrat Solanas

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Elia Kazan Actos De Amor Título del original inglés Acts of love Traducción - photo 1

Elia Kazan

Actos De Amor

Título del original inglés, Acts of love

Traducción, Montserrat Solanas

Dedicado a mis hermanos

AVRAAM, GEORGE y JOHN,

que recordarán

1

En agosto, en la costa del golfo de Florida, el calor no disminuye cuando el sol se ha puesto. Se hace más intenso; no hay sombra. La gente se va a la cama dejando las ventanas cerradas.

Costa y Noola Avaliotis dormían en sus habitaciones separadas cuando su hijo, Teddy, llamó desde San Diego.

Costa, de sueño ligero, llegó el primero a la cocina, en donde estaba el teléfono.

– ¿Qué le sucedió a la otra? -preguntó, después de oír la razón por la que su hijo había llamado.

Mientras escuchaba, alcanzó un paño de la cocina y se enjugó la frente y la nuca.

– ¿Cómo llegaré hasta ahí? -preguntó Costa-. ¿De dónde saco el dinero?

Escuchó nuevamente, dirigiendo la mirada hacia el vestíbulo en donde la lámpara que su esposa había encendido proyectaba una línea de luz por debajo de la puerta de su habitación.

– Avión y todo lo demás, Teddy, eso va a ser una cuenta gorda. ¿Dónde lo conseguirás?

La respuesta de su hijo le hizo reír por lo bajo.

– De acuerdo -dijo-, eso es cuenta tuya. De acuerdo, lo pensaré.

Cuando dejó el auricular en el soporte ya estaba completamente despierto. Cruzó el vestíbulo por delante de la puerta del dormitorio de su mujer hasta la puerta frontal de la casa, descorrió el cerrojo «Segal» y abrió la puerta.

El impacto del calor fue como estrellarse contra una pared.

Más arriba, las extremidades plumosas de los pinos de Australia no se movían. El menor indicio de brisa las hubiera agitado. Costa había plantado esos árboles hacía más de veinte años, cuando compró aquel lugar. A través de sus ramas ligeramente cubiertas podía percibir el reflejo del golfo de México al otro lado de la carretera de la costa, podía oír el suave oleaje que desplazaba gentilmente el desperdicio de conchas, las arrastraba de nuevo y las dejaba caer.

Oyó entonces el ruido de las zapatillas que su esposa arrastraba por el vestíbulo.

– ¿Quién ha llamado por teléfono? -preguntó Noola.

– Teddy -respondió Costa.

– ¿Sí? ¿Qué va mal?

– Nada. Ven a la cama. Quiere casarse.

– Bien.

– No es aquélla. Es una nueva. Esta es americana. Quiere que yo vaya a conocerla.

– ¡Oh, Dios mío!

– Me envía dinero.

– ¿Qué pasó con la otra?

Costa se encogió de hombros.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó la mujer.

– Aún no me he decidido a ir -respondió Costa.

– Si Teddy manda el dinero -dijo ella-, esto quiere decir que…

– Dzidzidzidzidzi… -dijo Costa.

– Yo cuidaré del almacén, no te preocupes.

– ¿Las oyes? Cigarras. Las mismas de las noches de Kalymnos. Dzidzikia.

Cuando Costa Avaliotis era un muchacho de diez años, su padre lo había traído a Florida desde Kalymnos, una isla del mar Egeo. Ahora, a sus sesenta y dos años, Costa continuaba refiriéndose a Kalymnos como a su hogar.

– Si envía el dinero -insistió Noola-, él ya lo tiene decidido.

– Ha dicho que todo estaba arreglado. -Se volvió, encarando a la mujer.- ¿Por qué no te vas a la cama? -le preguntó.

– Me imagino -comentó Noola- que él cree saber mejor que tú lo que necesita.

– Escogió la primera sin presentárnosla antes. ¿Has visto lo que sucedió?

– Oh, Costa, ahora ya es un hombre crecido, tiene veintitrés años. ¿Qué quieres? Esta vez te pide que vayas a verla. Teddy es un buen chico. Y listo también.

– Listo para otras cosas. No para esto.

Costa volvió la cabeza, mirando a lo lejos, dando por terminada su conversación. Oyó las zapatillas de la mujer arrastrándose por el vestíbulo.

Después de un momento caminó despacio cruzando una abertura en uno de los setos laterales de la entrada de su casa y se acercó al roble gigante pisando por encima de la hierba quemada. Al pie de este viejo árbol, Costa había construido una especie de yacija para el día; se tendió en ella mirando las estrellas perfiladas como diamantes. Las ramas del roble, redondas y pesadas como brazos de robustas matronas, estaban revestidas con musgo de tallo largo.

Volvió la cabeza en dirección de la casa; la luz del dormitorio de Noola se había apagado. Costa recordó que había dejado abierta la puerta de entrada y que los ratones del campo aceptarían la invitación para entrar y procurarse comida. Se levantó, y como si se acercara a un enemigo, entró en la casa con las rodillas rígidas, como las de un perro al acecho.

Un rincón de la habitación al frente de la casa estaba iluminado por una luz suave. En un estante alto había dos iconos de madera y delante de ellos dos lamparillas idénticas de aceite que quemaban día y noche, sus pequeñas lenguas rojas inmóviles sin ningún estremecimiento. Las figuras sagradas eran de san Nicolás que protege a los marineros, si son griegos y de la fe ortodoxa, y María, sosteniendo el cuerpo de su hijo crucificado. Las pinturas se habían oscurecido por los años y el humo del aceite, pero brillaban, y las pequeñas luces reflejaban la sangre de las vestiduras sagradas y el oro de la divinidad que rodeaba a los ángeles asistentes.

Debajo de los iconos estaba el gran aparato de televisión de Avaliotis. Aquel verano, La ley del revólver y Kung Fu estaban en boga. Costa lo conectó. Únicamente noticias, todas de Washington. Costa desconectó el aparato, pasó frente a los santos y se acercó al rincón opuesto de la habitación en donde había dos fotografías tomadas en un mismo paisaje. La primera era de su padre, un capitán, a juzgar por su traje y su postura, al timón de un pesquero de esponjas: el Eleni. A su lado se hallaba su hijo, el propio Costa, en pleno apogeo a sus veinticuatro años. Todo el cuerpo de Costa, con excepción de la cabeza, estaba cubierto por un traje de buceo. En el ángulo formado por su brazo derecho doblado, sostenía, como un antiguo guerrero, el casco que suelen utilizar los buceadores. El interés mutuo, la interdependencia de padre e hijo, era completa. Detrás de ellos, tendidas para el secado, había largas ristras de esponjas; una pesca extraordinaria. Costa recordaba aquel día.

Junto a esta fotografía, otra representaba la misma escena veinticinco años después. El viejo capitán Theo había desaparecido, y Costa estaba de pie junto al timón en su lugar. A su lado había un chico de doce años, Teddy. El brazo de Costa rodeaba los hombros del muchacho, pero la historia era diferente, el espíritu no era el mismo. Dos semanas después de haber sido hecha esta fotografía, Costa vendió el Eleni. La marea roja no le dio ninguna alternativa.

Para algunos hombres el pedir ayuda es una indignidad, aunque sea a los muertos. Costa, de pie frente a esas fotografías, se parecía más a un combatiente que a un suplicante. Con los pies bien plantados como los de un boxeador, encogía los hombros y hundía la cabeza. Pero el hecho real era que Costa escudriñaba en el rostro de su padre. Y lo que recordaba era lo que él mismo había repetido con tanta frecuencia:

– Mi padre siempre sabe lo que está bien.

Sumergido en una especie de ensueño, siguió de pie frente a esos monumentos de su pasado, esperando una señal.

Costa no era un hombre alto, pero tenía amplios y musculosos hombros, desarrollados a causa de su oficio. Ahora, aunque más redondos y más suaves, conservaban todavía bastante de su antigua potencia. Sus caderas estaban precisamente en la mitad de su altura, reduciéndose en esa parte a la mitad la anchura de su cuerpo. Costa llevaba los pantalones muy bajos.

A sus sesenta y dos años, poseía una bella cabellera negra. Su bigote era semejante al del viejo guerrero, dando sombra a unos labios gruesos y alargándose más allá de las comisuras para terminar en un rizo. Sus cejas, igualmente pobladas, se precipitaban al encuentro por encima de su nariz, confiriendo a su rostro una singular expresión, que a menudo era como un aviso de que su paciencia estaba siendo puesta peligrosamente a prueba.

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