Eduardo Lago
Llámame Brooklyn
Premio Nadal 2006
© Eduardo Lago, 2006
Los muertos no existen salvo
en nosotros.
Marcel Proust
Al llegar a Fenners Point la carretera del condado efectúa un giro brusco hacia el oeste, alejándose de la costa en dirección a Deauville. En el vértice de la curva, del lado que da al mar, junto al arcén, hay una placa de metal que dice:
CEMENTERIO DANÉS
Debajo, una flecha de color verde señala el comienzo de un sendero que se adentra en un bosque de pinos. Al cabo de unas doscientas yardas, la arboleda se abre a una explanada desde la que se domina la mancha ilimitada del Atlántico. En Fenners Point la costa alcanza una altura vertiginosa, formando una sucesión de acantilados que culminan en dos salientes conocidos como la Horquilladel Diablo. Allí los farallones caen a pico sobre un archipiélago de arrecifes negros, contra los que bate incesantemente el oleaje.
El punto desde donde mejor se aprecia el perfil de Fenners Point es la boca norte de un túnel excavado en roca viva por el que atraviesa la carretera, al borde mismo del océano. Allí se inicia una sucesión de bóvedas gigantescas que se alejan litoral arriba. En numerosos puntos, los delgados paladares de piedra parecen estar a punto de desplomarse sobre el vacío. Abajo, entre peñascos que la labor conjunta del tiempo y el oleaje ha ido desgajando de la orilla, se divisa una lengua de arena blanca, inaccesible por tierra y por mar. Desde no hace muchos años, al caer la noche, parpadea entre las aguas un reguero de luces que alerta a las embarcaciones del peligro que encierran las costas de Fenners Point. Sólo desde que se instaló entre los arrecifes aquella telaraña de señales luminosas, se interrumpió la aciaga sucesión de naufragios cuyo recuerdo seguirá vivo aún por muchos años entre las poblaciones aledañas a la Horquilla.
Cuando empecé a ordenar los papeles de Gal Ackerman, me tropecé con el recorte de una noticia publicada en la Gacetade Deauville con fecha del 7 de junio de 1965. Dice así:
INSTALADA RED DE BALIZAS EN LA COSTA DE DEAUVILLE
El pasado viernes 4 se procedió a la instalación de un sistema de señales luminosas en la llamada Horquilla del Diablo, en Fenners Point. Dada la peligrosidad de las aguas, hubo que esperar a que las condiciones meteorológicas fueran favorables. Poco antes del mediodía, dos helicópteros procedentes de la base naval de Linden Grove se situaron sobre la broa y procedieron a efectuar una inspección visual de los arrecifes. Inmovilizados en el aire, a escasa distancia de las olas, de las puertas de cada aparato se lanzaron dos cabos por los que descendieron ágilmente trabajadores especializados que portaban instrumentos de precisión.
Se me escapó una sonrisa. Daba igual que la noticia viniera sin firmar. Al menos para mí, el autor era inconfundible.
Con notable rapidez, los especialistas apuntalaron una veintena de barras de acero en la parte superior de las rocas de mayor altura. Cada una de las balizas va rematada por una punta luminosa que se mantiene activa por medio de una señal de radio. Una caravana de vehículos oficiales observó la operación desde la carretera. Al cabo de algo más de media hora durante la que el eco que levantaban las aspas de los helicópteros al estrellarse contra las paredes de piedra se mezclaba con el fragor del oleaje, se izaron las sogas, y recogiendo su carga humana, los aparatos se alejaron, tableteando a lo largo de la costa. Desde entonces, cuando cae la oscuridad, los arrecifes adquieren un aspecto sobrenatural. Con esta operación, tantas veces retrasada, las autoridades confían en dotar al litoral del condado de un nivel de seguridad más adecuado…
He vuelto muchas veces después a Fenners Point, recorriendo en solitario el camino que llega hasta los acantilados, y he de decir que el espectáculo más enigmático no son las luces que destellan entre los arrecifes por la noche. En la explanada situada entre el pinar y el borde del océano hay un pequeño cementerio, vallado por una pared de piedra. Para acceder, basta con empujar la verja de hierro de la entrada. Dentro hay una capilla abandonada y, desperdigadas frente a ella, un puñado de lápidas. Salvo una, todas son anónimas y no llevan más adorno que una cruz, esculpida en la superficie de mármol. Junto a la puerta de la capilla hay una placa con la siguiente inscripción:
In memoriam
El 19 de mayo de 1919 se estrelló contra los arrecifes de Fenners Point el carguero Bornholm, de la Marina Real Danesa. Se recuperaron sólo trece cuerpos que no fue posible identificar. Los demás descansan para siempre en el fondo del océano. Se ruega una oración por sus almas.
Consulado General de Dinamarca,
Ciudad de Nueva York
21-IX-1919
CEMENTERIO MARINO
Mirar por fin la calma de los
dioses.
Paul Valéry
Brooklyn Heights, 17 de abril de 1992
Ayer por la mañana enterramos a Gal. Tenía que ser así, como en uno de sus poemas favoritos, en un cementerio al borde del mar, barrido a todas horas por el viento, donde el griterío de las gaviotas se confunde con el rumor incesante de las olas. Desde su tumba se domina el Atlántico, bellísimo y normalmente violento, aunque justo ayer estaba en calma y la planicie azul del océano se perdía más allá de donde alcanza la vista. Todo encaja; el lugar donde Gal Ackerman estaba destinado a descansar para siempre lo descubrió él mismo. Cementerio Danés, decía el rótulo que había visto infinidad de veces al pasar por Fenners Point en autobús, camino de Deauville, cuando iba a ver a Louise Lamarque. Un día, yendo con ella, al divisar la señal, le pidió que detuviera el coche. Se adentraron juntos por el camino de tierra que atraviesa la arboleda hasta llegar a un claro situado casi al borde mismo del acantilado. El cementerio estaba allí, minúsculo, oculto a todas horas a los ojos humanos. Fue Louise quien me explicó, mucho después, que se había erigido para dar reposo a los restos de un grupo de náufragos daneses, tripulantes de un mercante que al parecer transportaba un cargamento de trigo. Gal nunca le había dicho nada al respecto, pero lo cierto es que cuando Frank llamó a Louise para comunicarle la noticia de su muerte, lo primero que le vino a la cabeza fue que tenían que enterrarlo en Fenners Point. A Frank le gustó mucho la idea. Gal le había hablado del Cementerio Danés más de una vez. Gracias a sus conexiones, al cabo de cuarenta y ocho horas, obraba en poder del gallego un permiso que autorizaba el sepelio. Acudimos sólo los más íntimos, aunque por la tarde se pasó mucha más gente por el Oakland. Gal Ackerman no tenía familia. Su padre, Ben, murió en el 66 y su madre, Lucía Hollander, en el 79. Nadia Orlov no hizo acto de presencia, por supuesto. Su pista se había perdido hacía años y no había manera de saber si estaba viva o muerta, aunque quienes conocíamos bien a Gal sentimos en todo momento algo semejante a su presencia. Como dijo Frank, si aún anda por ahí, tarde o temprano le llegará la noticia. El entierro fue muy sencillo, como hubiera querido Gal. Nadie rezó por él, a menos que el alboroto de las gaviotas que volaban por encima de nuestras cabezas fuera una forma de plegaria. Louise leyó en voz alta unos fragmentos del poema de Valéry, eso fue todo. Cuando los obreros que había contratado Víctor cubrieron el féretro y plantaron la lápida, la comitiva regresó a Brooklyn Heights. Frank puso una nota en la puerta del Oakland, anunciando que aquella noche había barra libre para honrar la memoria de Gal Ackerman. No paró de venir gente hasta muy entrada la noche. A Gal le hubiera encantado ver aquello, como también le gustará descansar para siempre en Fenners Point, al borde de un acantilado, en compañía de unos cuantos marineros daneses, buenos bebedores sin la menor duda, como si en realidad no hubiera dejado el Oakland del todo.
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