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Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991 Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Alfredo Conde Los otros días Alfredo Conde 1991 A Giuseppe Tavani y a - photo 1

Alfredo Conde

Los otros días

© Alfredo Conde 1991

A Giuseppe Tavani

y a Giulia Lanciani

En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo del que forma parte. Es curioso observar que no siempre fue así.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Primero, Cap. VII.

Capítulo primero

En el día prescrito por el «espíritu de la colmena»

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas, Libro Segundo, Cap IV.

– Tiemblo, pero no de emoción, sino de Parkinson.

Reconozco que no se lo debí decir así, de forma tan brusca, cuando, al bajar del coche, vi aquel montón de gente que estaba esperando por mí y que había, entre toda ella, incluso, quien lo hacía ostentando una cara de satisfacción que no venía a cuento, quien hacía manifiesta su alegría y quien, por si fuera poco, lo hacía de su asombro, cuando no de su incredulidad. Pero ¿qué podrá haber de asombroso, o de increíble en un viejo que llega a cualquier parte?

Lo cierto es que preferiría haber podido llegar solo, sin nadie que me estuviese esperando. Encontrarme con mi propia soledad, y ocupar la vieja casa de una forma tranquila y sosegada, que así no iba a ser nunca posible e ir valiéndome por mí mismo de forma paulatina, hubiera sido, de verdad, lo preferible. Pero no fue así y no sé si deberé de culparme por ello; al fin y al cabo, ¿quién avisó de mi llegada?

Puede que todo esto que digo resulte ser, a la postre, una manía de viejo; pero así es. Una vez llegado a la edad provecta en la que me hallo, tiendo, con facilidad manifiesta, a sentirme culpable de casi todo.

Y debe de ser cosa propia de la vejez esta desazón que me consume o, lo que es peor, acaso sea, la desazón la vejez misma. Protestar por todo, maldecir de todo y todo criticarlo, encontrarlo ruin o excelso, paradigmático o sublime, según lo haya previamente encontrado quien conmigo esté y con tal de llevarle la contraria, no es, ni más, ni menos, que un signo de afirmación propio de la edad tardía. Tan sólo me consuela el pensar que, al ser, como soy, consciente de ello y al ser capaz, como igualmente soy, de reflexionar al respecto, aún tengo alguna esperanza de vida y todavía me puedo ir librando de la desintegración final, esa entelequia.

– Tiemblo, pero no de emoción…

Fue, mi exabrupto, una manera, supongo que tan válida como cualquier otra, de enviarles aviso de lo que allí me había llevado; de ser yo quien les dijera mis propias palabras; yo quien les impusiera mi propia visión de los hechos o mi concepto de las cosas; de encaminarlos yo mismo, hacia la aceptación de mi triste realidad de viejo, ya que no de anciano, puesto que eso es lo que realmente me siento -un nombre prematuramente avejentado- y que fue mi voluntad, y no mis sentimientos, la que hasta allí me había determinado a ir. Mi propia decisión la que me había inducido; no la edad de la vida, ni tampoco ninguna otra razón de la que debiera sentirme avergonzado. Y así debía ser.

No conocía la casa y no me podía emocionar. Tampoco me conocían ellos a mí y, la noticia de un viejo que sale en los periódicos y se va a vivir no sé a dónde, no es razón suficiente como para que los conmovidos fuesen ellos. Pero lo cierto es que aquella gente estaba llena de curiosidad hacia mí y eso lo entiendo. Lo que no soy capaz de comprender es de quién había partido la convocatoria, puesto que de mí no había sido; de mí no había surgido ni la más leve insinuación al respecto para que alguien saliese a recibirme. Nada había dicho. Nada había deseado. Y entre toda aquella barahúnda de gente no conseguía identificar al matrimonio que había de atenderme. Sabía que se trataba de gente joven, pues así lo había indicado cuando me decidí al retiro. Incluso, entre bromas y veras, había sugerido que, de ser posible, se tratase de gente religiosa y bella; incluso de gente conservadora, es decir, de derechas; pues sabida es la resignada aceptación de la realidad que una religiosidad bien encauzada produce y, al mismo tiempo, se sabe, también, que la belleza ayuda a que la vida sea, al menos en un principio, más higiénica. ¿Qué decir del respeto a las indicaciones que, emanadas de la autoridad, la considerada gente de orden profesa? Pero no conseguía distinguirlos, a mis dos fámulos, y dilucidar a partir de su aspecto si mis indicaciones habían sido cumplidas.

– ¡Parkinson, Parkinson! ¡Baile de San Vito, carajo!

Y agité las manos delante de ellos, por si no me habían comprendido y para que viesen bien de qué iba la cosa. Se lo dije sonriendo, ése fue mi pecado. Siempre me perdió este afán mío de hacerme querer, de necesitar hacerme agradable y simpático. Así llegué a la casa, a lo que llaman la Casa de la Santa que es en realidad un conjunto de tres edificaciones, interrelacionadas entre sí por un jardín que ocupa el espacio que antes llenaba otra vivienda, de la que hoy sólo se conservan los muros por los que ascienden enredaderas diversas, hiedras, pasionarias, incluso una buganvilla y madreselvas, que no llegan, sin embargo, por muy tupidas que estén a cubrir los huecos de las ventanas por los que es fácil ver volar los pájaros, atravesándolos. Es un jardín hermoso y decadente.

Hubo quienes intentaron ayudarme a transportar las maletas y, si no lo impido a tiempo, lo hubiesen conseguido. Pero pronuncié un «No, gracias» lo suficientemente seco y sonoro como para disuadir de su empeño a los más decididos. Negativa que, de inmediato, suavicé con una sonrisa y la convincente expresión de que dentro habría quien podría hacerlo. Pero no había nadie. A pesar de ello reiteré mi negativa a ser ayudado. Quería valerme por mí mismo.

– ¿Podrá quedar todo en el coche? -pregunté.

Casi a coro me confirmaron que sí, que no habría problemas y que, si los hubiese, allí estarían ellos para solucionarlos. Di las gracias. Cogí, con mi mano más torpe, una maleta que venía en el asiento trasero del vehículo, cerré la puerta como pude, y me dirigí hacia la de la casa que abrí con el pulso inseguro, pero suficiente, que, al menos de momento, me proporciona el coger algo con fuerza. Entré. Aquélla era mi casa.

– Tiemblo…

Me reconocí a mí mismo e, incluso, en otro plano del pensamiento, añadí: («… de emoción»); pero no había nadie para llevarme la contraria.

Conocía el interior someramente, gracias a las fotografías que me habían sido enviadas e inducido a la compra, y lo fui identificando con idéntica sensación a la que se experimenta cuando regresas a un lugar del que faltas desde hace muchos años.

La buganvilla, aun sin estar florecida en aquellos días, llegaba, en cascada, al pequeño recinto de la entrada cayendo, desparramada, desde el tejado. Había llegado hasta allí ascendiendo desde el jardín, trepando por los muros de lo que había sido un edificio, y al hacerlo, se mezclaba, se mezcla, con un abutilón que tiene su pie en el propio recinto. Entre los dos cubren, para protegerlo, un banco de piedra en el que, es de suponer, los antiguos moradores de la vivienda, habrán consumido las horas crepusculares del verano, viendo volar las golondrinas en su vuelo más rasante y anunciador de un cambio de tiempo.

En el vestíbulo y nada más entrar, una hermosa talla barroca muestra una virgen, manca y policromada, que sonríe como pueda hacerlo cualquiera de las del pórtico de la catedral de Colonia; quién sabe si de las sabias, quién sabe si de las necias.

Es sencilla esta primera planta del edificio principal. Si sigues de frente y dejas la estatua de la virgen a tu derecha, accedes a la cocina y, de ella, sales ya al jardín de la casa, el que tiene camelias y naranjos, un limonero y también un pozo. Desde él puedes ver la torre, barroca y hermosa, de la iglesia en la que, ahora, se custodia el cuerpo incorrupto de la Santa. Pero si, en vez de entrar en la cocina, te desplazas a tu izquierda, puedes entrar en un hermoso salón de estar, dueño de una enorme lareira que está ocupada por un grandísimo ramo de flores tropicales que alguien, posiblemente la hembra de mi matrimonio guardián, dispuso allí. El ramo se halla iluminado por unos focos que envían su luz desde el interior de la chimenea y el efecto es notable.

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