Leonardo García Jaramillo
Introducción
Durante las tres últimas décadas en América Latina se ha avanzado en el cumplimiento de criterios básicos propios de regímenes político-democráticos, pues ya no proliferan gobiernos autoritarios que desaparecen a sus opositores y, excepto por Cuba, Venezuela y Nicaragua, la región se caracteriza por la estabilidad de sus instituciones. No obstante, es evidente que los progresos alcanzados en la democracia electoral no han contribuido con el desarrollo de una democracia real . Es más, el ejercicio de la democracia electoral en muchos contextos signados por la pobreza y la desigualdad, ha contribuido a agravar déficits democráticos.
La razón es que la vasta ciudadanía en situación de necesidad es fácilmente manipulable electoralmente por funcionarios públicos que aspiran reelegirse o por nuevos candidatos quienes, si bien montan una plataforma política y se identifican más o menos con determinada ideología, saben que sobre todo necesitan ingentes recursos para realizar una campaña exitosa. Con obsequios y compra de votos preelectorales se consiguen victorias pero se generan profundos problemas de representación política. El elegido no se siente comprometido con quienes lo eligieron sino con quienes financiaron su campaña. La democracia operativizada como un espacio para realizar transacciones hace que la relación entre los electores y el elegido se termine antes de empezar el mandato, pues el acuerdo se perfecciona cuando se vota por quien previamente recompensó, con plata, tejas o lechona, por el voto. Dentro de esta lógica se agravan, a su vez, otras patologías de las democracias latinoamericanas: la corrupción y el clientelismo.
El desarrollo legislativo de la Constitución de 1991, aunado a otros complejos factores sociopolíticos y culturales, no ha conseguido la estabilidad institucional, el desarrollo económico, la descentralización administrativa ni la fortaleza en un sistema de partidos que pretendió la Constitución. Conviene analizar por tanto los complejos fenómenos de naturaleza económica, política, social y jurídica que tenían sumido al país en una profunda crisis agravada durante el primer lustro de 1980 y a los cuales se les pretendió dar respuesta proclamando una nueva Constitución. Este texto procura presentar un breve mapeo de esas variables y algunas de sus confluencias.
Antecedentes de la transición constitucional
La economía ilegal y criminal que se creó en Colombia en la década de 1980 a causa del auge global en la demanda de drogas, en el contexto de un país aquejado por altas tasas de pobreza, desigualdad, desempleo, mortalidad infantil, abandono del campo y escasas oportunidades laborales en las ciudades, explica en gran parte que miles de colombianos se vieran obligados a sobrevivir de las rentas provenientes de alguna de las etapas del narcotráfico: cultivo, protección de sembradíos, contrabando de insumos, procesamiento, transporte interno y tráfico. La ausencia del Estado en vastas regiones ha impedido o restringido el acceso de millones de ciudadanos a bienes y servicios esenciales.
Desde el punto de vista económico el país estaba encerrado entre sus propias fronteras por un sistema de recaudo basado casi exclusivamente en impuestos y en aranceles o impuestos sobre las importaciones. No había política de intercambios comerciales significativos con ningún país. La economía agraria era particularmente débil y se registraban altas cifras de endeudamiento externo. El desarrollo industrial era escaso.
El país estaba conmocionado por el constante asesinato de líderes políticos, periodistas, miembros del Poder Judicial, fiscales y policías. El Poder Judicial fue, conjuntamente con la Policía, la principal víctima de la criminalidad narcoterrorista. Entre 1979 y 1991 un promedio anual de 25 jueces y abogados fueron asesinados o sufrieron algún tipo de atentado. Para el momento del asalto al Palacio de Justicia en 1985, estaba siendo examinada su constitucionalidad por parte de la Corte Suprema. A partir de la misma expedición de la ley empezó a operar un aparato criminal liderado por “los extraditables” en contra de funcionarios públicos: ministros, jueces, fiscales y magistrados de las altas cortes fueron amenazados y las amenazas empezaron a consumarse.
Un comando armado del movimiento guerrillero M–19
Durante el lustro siguiente, particularmente a partir del segundo semestre de 1985, se inició el cerco al Poder Judicial por parte de los extraditables. Los magistrados de la Corte Suprema, sobre todo los miembros de la Sala Constitucional, fueron presionados para que declaradan inexequible dicha ley, lo cual en efecto sucedió pero por vicios de procedimiento en su formación. A su vez los magistrados de la Sala Penal fueron objeto de amenazas e intimidaciones constantes porque habían restablecido la extradición de narcotraficantes colombianos a Estados Unidos luego de que fuera asesinado el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, en abril de 1984. Cuando la Corte emitió concepto favorable a la extradición de Carlos Ledher en 1987 se intensificaron los ataques a los magistrados.
En los meses previos a la primera elección popular de alcaldes, el 13 de marzo de 1988, los paramilitares realizaron masacres en Córdoba y Urabá para consolidar su poder localmente e impedir la elección de funcionarios públicos de izquierda. Para 1990 se registraba una masacre paramilitar cada 72 horas. Miles de ciudadanos cayeron víctimas de las bombas de la mafia que Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha hicieron estallar en edificios oficiales, centros comerciales y sitios concurridos, de Bogotá y Medellín sobre todo. El cartel de Medellín había ofrecido a los jóvenes habitantes de las comunas pobres 200 dólares por cada policía asesinado, en servicio o de civil. El resultado fue que en menos de dos meses solo en Medellín fueron asesinados 400 policías. Ordenaron de igual forma la muerte de Guillermo Cano (diciembre de 1986) y del procurador Carlos Mauro Hoyos (enero de 1988).
Cano era director del periódico El Espectador y crítico de las incursiones políticas de Pablo Escobar. Los medios informativos nacionales realizaron un acto de protesta por el asedio y la violencia contra el gremio y, en particular, por el asesinato de Cano. La “huelga de silencio” duró un día entero donde el país no tuvo periódicos, radio ni televisión. Otra sensible víctima del medio periodístico nacional en manos del narcoterrorismo fue Diana Turbay, quien acudió engañada a una cita presuntamente con el guerrillero conocido como “El cura Pérez” pero fue retenida por Escobar para presionar al gobierno Gaviria para derogar el tratado de extradición. Turbay no solo era una reconocida periodista sino también hija del expresidente Julio César Turbay. En una confusa operación de rescate el 25 de enero de 1991 fue herida y falleció en un hospital de Medellín.
De otra parte, la guerrilla había detonado cargas explosivas en más de 100 ocasiones contra el oleoducto Caño Limón-Coveñas, generando cerca de 2 billones de pesos en pérdidas y afectando no solo 300.000 campesinos sino también 15 cuencas hidrográficas. 45 frentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ( FARC ) aterrorizaban al resto del país. La delincuencia común, adicionalmente, azotaba a la ciudadanía. En los primeros siete meses de 1990 se registraron 4.718 hurtos (asaltos a residencias, robos de vehículos y atracos).
En octubre de 1985 el comandante del Ejército, general Rafael Samudio, fue atacado por una cuadrilla de guerrilleros del M–19 que presuntamente quería secuestrarlo. El asesinato del ministro Lara finalmente puso a los extraditables en el radar de las autoridades para perseguirlos con miras a extraditarlos o ajusticiarlos. El siguiente en caer muerto, en julio de 1985, fue quien estaba al frente de la investigación por el asesinato de Lara: el juez Tulio Manuel Castro. Asesinaron, en abril de ese año, al magistrado de la Sala Penal del Tribunal de Medellín, Álvaro Medina Ochoa. Luego asesinaron a quien lo reemplazó, Gustavo Zuluaga Serna, en octubre de 1986. El 31 de julio de 1986 asesinaron a un sobreviviente del asalto al Palacio de Justicia, el magistrado de la Sala Penal de la Corte Suprema, Hernando Baquero. Hasta Budapest llegó, a inicios de 1987, el alcance del poderío criminal narcoterrorista: Enrique Parejo, exministro de Justicia durante la administración del presidente Belisario Betancur y quien se desempeñaba entonces como embajador, sufrió un grave atentado.