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Josep Maria Espinàs - A pie por Galicia

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Josep Maria Espinàs A pie por Galicia

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Intruso entre peregrinos

El observatorio de Palas de Rei

La azafata del avión me pregunta si quiero auriculares para poder seguir el - photo 1

La azafata del avión me pregunta si quiero auriculares para poder seguir el argumento de la película que van a poner. Gracias, pero ya hace tiempo que no me interesan demasiado los argumentos. Ni los literarios, ni los del cine, ni los del teatro. Lo que me atrae son las frases aisladas, los gestos breves, las miradas furtivas. Una mancha de color en el paisaje, que concluye en sí misma. El grito de un pájaro, entre los árboles, que al instante es engullido por el silencio.

Me voy a Galicia a vivir unos cuantos días sin argumento. Le pregunto a la azafata si volaremos sobre Soria. Hace tres años caminé por el páramo castellano, y ahora me gustaría adivinarlo desde esta altura. La chica no lo sabe, pero lo consultará. A los pocos minutos nos pregunta, a Sebastià y a mí, si queremos ir a la cabina, que el comandante nos dará detalles. No, no sobrevolamos Soria, pasamos un poco más al norte. De todos modos no veríamos nada, pues debajo de nosotros se extiende un inmenso colchón de nubes. Tengo una extraña sensación. Miro hacia delante, a través de los cristales de la cabina, y se diría que el avión no se mueve. El efecto lo producen las nubes, allí abajo, que constituyen una interminable sábana, bien planchada, sin puntos de referencia. La misma impresión de inmovilidad que tenía en las largas rectas del altiplano, camino de Abejar, la revivo ahora transitando a novecientos kilómetros por hora sobre un páramo blanco.

El placer de no haber llegado todavía. La conciencia de estar siempre en un momento inicial, en un paso de tránsito. Estoy a punto de poner los pies sobre Galicia, y pienso, como ha escrito Julien Gracq, que «son viajes muy inciertos, inicios tan inicios que no hay llegada que pueda desmentirlos».

El camino francés y el pulpo gallego

Mi único equipaje es una mochila. Pero no pueden tomarme por peregrino, porque hacer el camino de Santiago partiendo del aeropuerto de la ciudad sería una mofa a la memoria medieval.

Al franquear la puerta de llegadas veo, entre las personas que esperan a los pasajeros, a un hombre que muestra un papel donde ha escrito, a mano: Palas de Rei, el nombre del pueblo al que ha de llevarme. Una información mucho más precisa que su descripción telefónica: «No soy muy alto y tengo poco cabello». Los «no muy» y los «poco» son siempre de laxa interpretación, y en aquel momento yo no tenía, aún, suficiente experiencia del relativismo gallego, y no podía saber si era una forma de decir soy bajito y calvo.

Luis Salgado es un taxista hábil y prudente, y lo demostrará a lo largo de los setenta kilómetros de camino que tenemos hasta Palas. Ha vivido y trabajado en Berna y su trato es serio, de precisión suiza. Tiene dos hijas que estudian. La mayor, magisterio, y la pequeña empezará peluquería. Hay ahora muchos jóvenes que estudian, en Galicia, y es posible que la gente del campo piense que algo que está muy bien también puede ser un problema. No para el taxista. Supongo que Luis regresó con dinero, que le ha valido para ser propietario, pues dice tener unos bajos alquilados a un bar y un piso a un notario. «Galicia está bien», comenta. Opinión comprensible. «Aunque algunos tienen vicios». ¿Qué vicios? Comprarse coches caros. Luis Salgado parece más bien partidario de la discreción, del trabajo y del rendimiento. Cuando tuvo la posibilidad, compró la licencia de este taxi. Tal vez podría vivir de lo que tiene, pero seguramente sería un vicio, la virtud es siempre vivir de lo que se hace. Me da una tarjeta, por si vuelvo a necesitar de sus servicios, y le digo que sí, que dentro de tres días ha de llegar a Santiago una compañera de viaje, y que ya le llamaré para que vaya a buscarla.

La variante más importante del Camino de Santiago, el itinerario conocido como Camino francés, bordea esta carretera que nos conduce a Palas de Rei. En ocasiones la atraviesa, para seguir por el otro lado. De este modo, podemos ver algunos peregrinos. Avanzan por parejas, o en pequeños grupos. Es prácticamente mediodía. El taxista, que se conoce cada una de las hijuelas, nos va diciendo: «Miren, allí». Por un sendero, cuatro peregrinos bajan a la carretera. «Tienen prisa por llegar temprano a un pueblo y encontrar sitio en el albergue gratuito». Gratuito, sí, el Camino está subvencionado por la Comunidad Europea. Me asegura que ahora, por Palas, pasan unos quinientos peregrinos cada día. Muchos de ellos quieren estar en Santiago antes del próximo miércoles, el día del Apóstol.

Satisfecha ya la curiosidad inicial, la visión a distancia de los peregrinos resulta un poco decepcionante. No los acompaña ningún aura mística, llevan un vestuario y un equipaje de excursionismo estándar. No consigo ver en la expresión de fatiga ningún tipo de sublimación espiritual. Es posible que sea mi propia incapacidad, y habré de rectificar cuando los observe de cerca, en Palas. Tampoco la experiencia de la carretera es muy estimulante. Atraviesa pueblos que se han extendido con un absoluto impudor urbanístico, donde se han multiplicado bloques de pisos de una triunfante mediocridad. Tal vez esta Galicia «va ben», pero tiene que haber otra que no confunda el progreso con el suburbio.

Poco antes de iniciar este viaje, leí en un periódico barcelonés la carta de un lector que protestaba porque, en un momento determinado, habían escrito en dicho rotativo «Camí de Sant Jaume». Lo consideraba una absurda invención catalanizadora.

Lo cierto es que el Caminus Sancti Jacobi ya era denominado en catalán, en textos muy antiguos, «Camí de Sant Jaume». Incluso existe una canción tradicional con este título, que empieza así:

«N’era un pare i una mare

i un fill que tots dos tenien,

feien una prometença

a Sant Jaume de Galicia,

amb el gaiato a la mà

i els rosaris a la cinta…».

Y si mal no recuerdo, la Vía Láctea era conocida popularmente como el «Camí de Sant Jaume», cuando yo era pequeño.

Palas de Rei, afortunadamente, es una población de proporciones digeribles, paseables. Sebastià y yo dejamos las mochilas en las habitaciones del hostal Vilariño y bajamos a almorzar. El comedor es limpio, agradable. Del menú que nos ofrecen, elegimos inmediatamente lo que se nos antoja radicalmente popular. No llegaremos a la Galicia más rural hasta mañana, y esta mesa puede ser un territorio de aproximación. Fabada —de fabas, alubias notables— y pulpo. Una inmersión repentina, por así decirlo. Las alubias han hervido lentamente en la cocina de la casa, ha desaparecido la piel externa y su tacto es finamente sensual. Tienen una sutil sombra del perfume que les ha dejado el chorizo. El pan —redondo, ancho y poco alto, al que llaman torta— parece de hojaldre, tiene una estructura como de panal de abejas. Hacía años que no probaba un pan tan aéreo, y al mismo tiempo tan sólido. Me explican que sólo lo hacen aquí.

No soy entusiasta del pulpo, pero ahora comprendo que antes de su comercialización universal fuera, en el ámbito gallego, un producto que gozaba de crédito. Este pulpo que me sirven hervido quizá sea de los pocos que aún mueren de una paliza. Ver matar un pulpo a golpes debe de ser un espectáculo brutal para los forasteros. El pulpo es un animal sumamente extraño, suponiendo que sea un animal y no una pesadilla de la naturaleza. ¿Apaleaban los pescadores a los pulpos en un arrebato de furor? ¿Por el miedo instintivo ante aquella forma de vida incomprensible? Probablemente, no habían hallado otra forma de matarlos. Con el tiempo se han inventado sistemas más rápidos, incluso eléctricos, si no me equivoco, de acabar con la capacidad de resistencia de un pulpo. Pero resulta que esos pulpos paralizados de una forma automática y gestualmente más correcta no acostumbran a ser tan buenos como los otros. Su carne tiende con mayor facilidad a la rigidez, y ni siquiera los cocineros más expertos en el arte de hervir logran siempre un milagro. No es que la paliza reblandezca la carne, la diferencia es más misteriosa, por lo menos para mí, y tiene algo que ver con «matar o no matar el nervio». El hecho es que un pulpo que ha muerto apaleado está más rico, y, lamento decirlo, la violencia forma parte de la gastronomía. Sólo en Galicia cabe preguntar, en un restaurante, si el pulpo que nos ofrecen ha muerto apaleado sin que nadie se escandalice por ello. Al contrario, mirarán al cliente con respeto. Y también con la sorpresa que provocan los supervivientes.

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