Eduardo Caballero Calderón
El Buen Salvaje
Les hommes sont méchants; une triste et continuelle expérience dispense de la preuve; cependant l'homme est naturellement bon, crois 1'avoir démontré; qu'est-ce done qui peut 1 avoir dépravé á ce point sinon les changements survenus dans sa constitution, les progrés qu'il a faits et les connaissances qu'il a acquises?
J. J. ROUSSEAU
Resueltos temporalmente mis problemas económicos con los cien francos nuevos -diez mil antiguos es más estimulante- que me prestaron en el Consulado, tengo por lo menos diez días tranquilos para comenzar mi novela. Estoy resuelto a escribirla. He leído tantas novelas malas en los últimos meses…
– Tantos libros de economía y de historia de las revoluciones sociales -les decía esta mañana a los burócratas del Consulado.
y he visto tanta basura laureada por el Goncourt y demás premios literarios; tanta porquería sexual, tanta comedia barata, tanta pornografía disfrazada de confesión psicológica…
– No hay carta para usted. ¿La semana entrante sí le llegará el giro que está esperando?
– Es inexplicable que no me haya llegado todavía.
– Estamos a finales de año y me caerían muy bien esos francos que le presté hace tres meses… ¡Cuando uno es pobre y llega la Nochebuena!
Decía que he leído tal cantidad de obras postizas, ficticias, pegajosas, repugnantes, sin pies ni cabeza, que me siento capaz de escribir aun dentro de ese estilo que está a la moda, algo mucho mejor. ¡Ah, sí! Algo cien veces mejor. Detrás de esas novelas no hay nada. No hay una historia, ni una memoria, ni una realidad personal, ni una humanidad interesante, ni una sociedad atractiva, ni una tierra ni un país por detrás. Esa literatura huele a alcoba sin ventilar, a ropa agria y mal lavada, a falta de agua y jabón, a escaleras crujientes manchadas por orines de gato. Tengo que anotar para que no se me olvide: Le debo al portero del Consulado cincuenta francos, ochenta a la señorita secretaria, ochenta al portugués que me arrienda la cama mientras él trabaja lavando fachadas en el barrio de la Estrella. Al patrón del bistrot de la esquina de la rue du Four, setenta y cinco. A mi amigo Miguel, a quien por esa razón no he podido volver a ver, le debo, le debía cuatrocientos cincuenta, tal vez quinientos cincuenta. Cincuenta más ochenta más ochenta más setenta y cinco más quinientos cincuenta igual a novecientos ochenta y cinco, con lo demás que ahora seguramente se me olvida. Eso puede esperar, pero lo urgente es conseguir por algún sistema novecientos treinta y cinco francos.
Para empezar por alguna parte tengo que hacer un plan de trabajo. Balzac se inspiraba en las noticias de los periódicos: "Formidable escándalo financiero en la Bolsa de París. El presidente de la compañía huyó con su secretaria a Bélgica. Títulos vendidos en Suiza subrepticiamente durante dos años. El desfalco se calcula en…"
No me gusta Balzac con su vanidad, su mal gusto y su obsesión financiera. Era un talento literario con alma de contador juramentado. Además yo no necesito leer los periódicos para encontrar un tema.
– ¡Una cerveza, por favor!
Dostoyewski pescaba sus personajes en el turbio torrente de la calle. Proust los extraía de su memoria microscópica, pero yo no tengo memoria. Vivo en el presente y volcado sobre el porvenir, lo cual representa una enorme ventaja para un futuro escritor de novelas. Si recuerdo mi falta de memoria -¡qué absurdos y contrasentidos tienen las palabras!- es para anotar en este cuaderno las ideas que se me ocurran por la calle, en un parque, en el metro, a punto de dormir, cuando coma y cuando vaya al baño. Si no las apuntara se me olvidarían como los sueños y las perdería para siempre. Mi novela debe tener una estructura y un desarrollo novelescamente lógico, pues la vida nunca es tan lógica como una novela. Para todo esto hace falta una buena memoria o en su lugar este cuaderno en el cual anoto lo que se me vaya ocurriendo…
– ¡La cerveza es para mí…, gracias!
Se me ocurren simultáneamente dos cosas. Primera: ¿Cuál será la primera?
Con el deseo de meterme dentro del pellejo de los demás, de los demás escritores quiero decir, me he sentado a escribir en un bistrot de Saint-Germain des Prés. Es un bistrot sin importancia. En el Café de Flore escribían Sartre y Simone de Beauvoir en los tiempos del existencialismo, ya pasado de moda. Yo detesto el existencialismo porque creo en el hombre, en el mundo y en Dios, aunque personalmente quisiera ser distinto de como soy y me gustaría que el mundo fuera más brillante de como realmente es. No me gustan la muchedumbre, ni el Estado, ni la literatura existencialista. En el café de "Aux Deux Magots" hay unos jovenzuelos equívocos que parecen muchachas… Nunca me han atraído los hombres como a ciertos autores contemporáneos que padecen la melancolía de no haber nacido mujeres… Y en otra mesa hay dos muchachas desmelenadas y sucias que parecen hombres. Por cincuenta francos podría llevarlas a un hotelucho del barrio para verlas amarse como dos amantes de verdad; pero cincuenta francos son veinte cafés con leche acompañados de media barra de pan. ¿Y si pidiera un croissant? Tibio, crujiente, aceitoso, brillante, fragante, tierno…
– Por favor, un croissant.
Al otro lado del Boulevard Saint-Germain se encuentra el restaurante de Lipp, a donde fui una vez a comer invitado por mi amigo Miguel… Lenguado a la parrilla, con la reja cuadriculada impresa en negro sobre blanco; una botella de Chateau Lafitte, helada; un biftec grueso, jugoso, no muy crudo, cuyo olor me hace ahora cosquillas en los músculos de las quijadas. Esos músculos se llaman maseteros, me explicó una vez el pobre Miguel cuya lectura preferida son las envolturas de los medicamentos.
– El croissant es para mí. Y otro vaso de cerveza.
Tres vasos de cerveza, tres francos sesenta, y un croissant, ochenta céntimos, son cuatro francos diez que con la propina suman cuatro y medio. No comeré esta noche y se acabó.
A Lipp van los actores, los artistas, los escritores, los turistas curiosos, los viejos aficionados, cuando hay estreno en el Odeon o en el Vieux Colombier.
¿Y si no escribiera una novela sino una pieza teatral? Mi nombre en todas las carteleras de París. La crónica del Fígaro Literario: "Una obra realmente revolucionaria. No se había visto emoción igual en el teatro desde los tiempos en que Cocteau…" Lo de la pieza se puede pensar, o debo pensar en escribir mi novela en función de una adaptación teatral, y también al cine. ¿Por qué no? Hace años no tengo un franco libre para comprar una entrada de cine y las películas que se exhiben, casi de balde, en el salón del Trocadero, me producen sueño. "El Acorazado Potemkin", "Los Siete Samuráis"… ¡Bah!… Quisiera ver cine nuevo, actual, con una panorámica de las nalgas de Brigitte Bardot en la primera secuencia, como en la película que están exhibiendo en un cine de los Campos Elíseos. Esperaré a que la presenten en un cine del Boul Mich por la mitad de precio.
En cualquier novela el ambiente, por desapacible que sea, es fundamental:
El barrio latino despertaba a las seis de la tarde. Flotaba del lado de… ¿De qué lado?… En fin, lo averiguaré después… Flotaba una nube dorada, un resplandor crepuscular. Crepuscular, otoñal, suena muy bien. Las palabras españolas terminadas en al o en ar son poéticas, o melancólicas, o sonoras y rimbombantes. Si algún día llegara a ser político y orador, todos los párrafos de mis discursos terminaran en al o en ar.
En el aire flotan todas estas cosas -las anoté arriba- mezcladas con el tufo de los negros y de los automóviles. Unos y otros despiden un aroma dulzón que se pega a las narices y es denso y tibio como el que exhalan las bocas del metro… Uno, dos, cuatro, siete, un grupo de seis… Son negros, todos negros, negros retintos cuyos padres deben estar a estas horas devorando misioneros belgas en el Congo Leopoldville. Lo decía el periódico de ayer. Pasan dos negros por cada diez automóviles. He llegado a contar, no ahora, pues no puedo perder el tiempo en estas divagaciones estadísticas, once negros cada cuarto de hora en los Campos Elíseos; quince en la Plaza de la ópera; veinte en la Plaza de Saint-Michel; veinticinco en Saint-Germain des Prés; sesenta en la Place Blanche a las once de la noche… Una plaza blanca, llena de negros, que en realidad es gris. No hay que olvidar que el negro es el color local de la Plaza Blanca de París… Sin que yo tenga exactamente la mentalidad de un racista y de un peatón, los negros y los automóviles. me producen mareo.
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