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Eduardo Caballero Calderón - Americanos y europeos

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Eduardo Caballero Calderón Americanos y europeos

Americanos y europeos: resumen, descripción y anotación

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Eduardo Caballero Calderón en este ensayo vuelve sobre los temas que le han preocupando en sus escritos ensayísticos y en sus novelas: la complejidad de las razas, las costumbres, los dialectos, las formas de vida de los pueblos, los ritos religiosos, las grandes unidades nacionales, el mestizaje y la relación campo-ciudad entre otros, son objeto de agudas reflexiones, que a veces se quedan en la impresión personal por eso de que el escritor-narrador se sobrepone a la mirada crítica del ensayista, pero que no invalidan en ningún momento los acertados juicios que hace. Es decir, problematiza las relaciones entre América y Europa, las analiza con los instrumentos del sociólogo, del historiador y del político; pero invariablemente se superpone el hombre letrado: aquel que diserta sobre el mundo y sus alrededores a través de sus cavilaciones y conjeturas, dejando entrever un rico acervo de ideas y planteamientos que nutren las discusiones sobre el tema que se dieron durante casi todo el siglo XX.

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EDUARDO CABALLERO CALDERÓN Tipacoque 16 de marzo de 1910 3 de abril de - photo 1

EDUARDO CABALLERO CALDERÓN (Tipacoque, 16 de marzo de 1910 – 3 de abril de 1993) fue un escritor, diplomático y periodista colombiano.

Obras: (Novela) El arte de vivir sin soñar (1943) El Cristo de espaldas (1950) Siervo sin tierra (1954) La penúltima hora (1960) Manuel Pacho (1962) El buen salvaje (1966) Premio Nadal, 1965-1968 Caín (1968) Azote de sapo (1975) Historia de dos hermanos (1977).

CAPÍTULO I

PANORAMA ESQUEMÁTICO DE EUROPA

1. Unidad y heterogeneidad de Europa. — 2. Lo europeo y lo antieuropeo. — 3. América en Europa. La fatiga del metal. — 4. El negativo de Europa. “La historia que hubiera sido”.

E UROPA es la buena tierra que recibió todas las semillas, y en ella todos los pueblos fueron dejando huellas de su paso. Si no fue la cuna de todo lo que amamos, en cambio todo creció y floreció en ese trozo de Asia que se asoma a la cuenca del Mediterráneo. En las aguas de este mar navegaron los fenicios, cantaron las sirenas de los griegos, flotaron las galeras romanas y se abordaron la cruz y la media luna, símbolo aquél de lo más fecundo que se descubre en la cultura europea. Europa es la encrucijada de lo que constituye para el hombre contemporáneo su propia historia. Es el trapiche que muele todas las razas y el alambique que destila todas las ideas que han formado su espíritu. Sin Europa, la historia no tendría sentido para los americanos, los cuales, aunque sus padres fuesen inmigrantes turcos, o negros africanos, o indios aborígenes, la sienten más próxima y operante que la de sus propias razas.

A Europa no podría extraérsele una sola nación de las que secularmente la forman, sin que toda ella se sintiera empobrecida y disminuida espiritualmente. Sin Italia no habría conocido la primavera del Renacimiento. Sin Inglaterra no habría alcanzado la madurez política. Sin España y sin Portugal no habría gozado el orgasmo del descubrimiento. Sin Francia no habría sido racional e inteligente. Sin Bélgica no habría sido patriota. Sin Polonia no habría sido mártir. Sin Holanda y sin los países del Norte no habría sido trashumante. Sin Alemania no habría sido impulsiva y genial. Sin Austria no habría conocido la armonía. Sin la Rusia europea no habría padecido la revolución y sin los cantones suizos no habría sido sensata.

Europa no es un bloque homogéneo y compacto tal como se le considera desde la periferia, es decir, desde el otro lado de los Montes Urales y desde la otra banda del Atlántico. Esto es válido especialmente para los americanos del Norte, a propósito de los cuales don Salvador de Madariaga trae en su libro titulado Bosquejo de Europa, una anécdota que, de no ser cierta, sería perfectamente verosímil. Dice así:

El millonario yanqui ha comprado, desarmado, transportado a su tierra y reconstruido piedra a piedra, un antiguo castillo escocés; y el amigo a quien, muy ufano, se lo enseña en su nuevo esplendor, le pregunta: ¿Pero qué hacen ese canal veneciano y esa góndola delante de un castillo de Escocia?; a lo que el feliz propietario contesta: Es para darle el ambiente europeo.

Primero se ríe uno; pero el que ya ha llegado a europeo y no es sólo escocés o veneciano, se pone a pensar: ¿No será que el yanqui aquél, en vez de ignorante, era intuitivo, y se había adelantado a todos nosotros? Vistos desde América, ¿no es natural considerar como afines y armónicos un canal veneciano y un castillo escocés? ¿No pertenecen ambos, como el yanqui decía, genialmente, “al ambiente europeo”? Sólo intentando sentir ese ambiente europeo podremos darnos cuenta de la unidad que late bajo la variedad de las dos docenas de naciones europeas. Dos docenas por su variedad, europeas por su unidad, todas, a pesar de sus vigorosas diferencias, tienen ese aire de familia que le hace a uno decir: Esto es Europa; un aire de familia que absorbe y resuelve los matices y acentos nacionales en una actitud neta y clara.

Los historiadores europeos cargan el acento de la historia sobre la nación a que pertenecen, o sobre el período que, por la índole de sus estudios, los atrae particularmente. Los unos, aficionados a la filosofía y al arte, depositan en Grecia el grano de mostaza de la cultura europea y se apoyan alternativamente en Platón y en Aristóteles. Los otros, enamorados del imponente aparato jurídico de la Roma republicana, sitúan en ella el motor de la cultura occidental, como Momsen, Foustel de Coulanges y Guillermo Ferrero. Spengler insiste en la importancia del sustrato aborigen, puramente europeo, que se refleja en las raíces de ciertas palabras góticas, no latinas, y en las costumbres populares, las instituciones políticas y las formas artísticas de tipo germánico. Lo europeo, para muchos, es lo antihelénico y lo antilatino que resiste y se mantiene en Europa. Y otros, como Hutzinger y Berdiaeff, hacen de la Edad Media, política y administrativamente dispersa pero espiritualmente solidaria y católica, el epicentro y el clímax de la cultura occidental.

Sin embargo, podrían encontrarse tres grandes y soberanas corrientes en lo que se refiere al enfoque del fenómeno europeo, anteriores a la desviación nacional a que acabamos de referirnos, la cual no es sino una deformación visual de los historiadores. Desde un punto de vista religioso, Europa es la descomposición de la idea mosaica y judía en el mundo de Occidente, y al mismo tiempo la paulinización del cristianismo. Desde otro punto de vista, es la corrupción de Ja idea romana del Estado por obra de los elementos bárbaros que en ella se introdujeron y no pudieron ser asimilados por las legiones del Lacio. Finalmente Europa es un cisma dentro del Imperio que en Constantinopla trató vanamente de salvar a Grecia del naufragio universal del mundo antiguo, recogiendo la herencia de un Oriente decadente y helenizado.

Europa tiene muchas raíces, chupa la savia de multitud de razas y revienta en dos docenas de brotes que se hibridan, se entrelazan y se fecundan mutuamente. A partir de la desmembración del Imperio Romano su historia es la de una permanente lucha por integrarse, acuciada a veces y otras entorpecida por la presión de los pueblos de la periferia que la invadían y trataban de aplastarla y destruirla con distintos pretextos. Desde la época prerromana y precristiana, Europa se revolvía sobre sí misma en luchas intestinas. Luchaba más tarde contra un enemigo común que procedía del Asia o se desgajaba de los bosques germánicos, o subía del Mediterráneo sensual, o insurgía en la Roma pagana. Para unos, Europa es la cifra de todas las culturas o la conciencia histórica de todas ellas. Para otros, la europea no es sino una entre las muchas culturas que revientan más o menos al tiempo, más acá o más allá de los Montes Urales, a uno y otro lado del Mediterráneo, en éstas o en aquéllas orillas del Atlántico.

Gonzague de Reynold, en su libro ¿Qué es Europa?, primer tomo de su obra monumental La formación de Europa, la sintetiza en la siguiente forma:

La civilización de la Europa occidental procede de la antigua Grecia, de la Roma imperial y de la Iglesia Católica. La civilización de la Europa oriental procede de Bizancio, con fuertes influencias asiáticas. Por la religión, la Europa occidental es católica o protestante, en tanto que la oriental es ortodoxa. En esta última el Islam ha logrado penetrar y mantenerse, cosa que no ha conseguido en Occidente, e incluso el fetichismo sobrevive en algunos lugares. La Europa occidental es, tomada en conjunto, celtagermanolatina y nació de la fusión operada, bajo los auspicios de la Iglesia, entre el mundo antiguo y el mundo bárbaro. La Europa oriental es esencialmente rusa, pero los rusos son una raza eslava con mestizaje tártaro y ugrofinés. Por lo demás, en la Rusia llamada europea quedan todavía algunos millones de tártaros y de finlandeses.

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