Los textos e ilustraciones de este libro, y su publicación a través de entregas periódicas, hacen parte de las estrategias de fomento a la creación literaria y la adquisición de material bibliográfico de la Biblioteca Nacional de Colombia, en el marco del Plan Nacional de Lectura y Escritura “Leer es mi cuento”.
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Adaptación a EPUB del contenido en https://bibliotecanacional.gov.co/es-co/proyectos-digitales/historia-de-colombia/libro/index.html
Presentación
“De todas las historias de la Historia
la más triste sin duda es la de España
porque termina mal”.
"Apología y petición"
Jaime Gil de Biedma
“Mi pobre niña —suspiró—. No te alcanzará la vida para pagarme este percance”.
La abuela desalmada de Eréndira cuando decide explotarla dedicándola a la prostitución.
La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira y su abuela desalmada
Gabriel García Márquez
Este libro de historia, aunque vaya ilustrado con caricaturas, no va en chiste: va en serio. Y, como todos los libros serios de historia, es también un libro de opinión sobre la historia: entre todas las formas literarias no hay ninguna más sesgada que la relación histórica.
Los versos de Gil de Biedma del epígrafe se refieren a su país, España; pero creo que son igualmente apropiados para la historia del mío, Colombia: siempre turbulenta, casi siempre trágica, y muchas veces vergonzosa.
La historia de lo que hoy es Colombia comenzó mal desde que la conocemos, con los horrores sangrientos de la Conquista. Y siguió peor. Esperemos que empiece a mejorar antes de que termine.
El segundo epígrafe, tomado de García Márquez, pinta bien lo que han sido las relaciones de este país con sus clases dominantes en estos largos cinco siglos. Como dice la abuela: toda la vida.
En busca de El Dorado
Con oro se hace tesoro.
—Cristóbal Colón
La aventura vital de Gonzalo Jiménez de Quesada en el Nuevo Reino de Granada es el mejor ejemplo de lo que fue el destino ambiguo de los conquistadores españoles de América: a la vez triunfal y desgraciado.
Aquí no hubo, como en México o en el Perú, una “visión de los vencidos” de la Conquista. Ninguno de los varios pueblos prehispánicos de lo que hoy es Colombia conocía la escritura. Y tampoco quedaron descendientes educados que pudieran escribir en castellano su versión de los hechos, como sí lo hicieron en aquellos dos países cronistas mestizos como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, descendiente a la vez de Hernán Cortés y de Nezahualcóyotl, el rey poeta de Texcoco; o Hernando de Alvarado Tezozómoc, nieto del emperador Montezuma; o Garcilaso el Inca, bisnieto de Huayna Capac e hijo de un capitán de Pizarro; o Guamán Poma de Ayala, tataranieto de Túpac Yupanqui. Aquí sólo hay los petroglifos enigmáticos del país de los chibchas, en el altiplano andino: grandes piedras pintadas que el prejuicio religioso de los españoles recién llegados llamó “piedras del diablo” y que nadie se ocupó de interpretar cuando aún vivían los últimos jeques o mohanes que supieran leer los signos.
En lo que hoy es Colombia no quedaron ni las lenguas, que eran muchas. “Se entendían muy poco los unos con los otros”, dice fray Pedro Simón de los aborígenes. Para evangelizarlos en ellas algún cura doctrinero elaboró una gramática chibcha y una guía fonética de confesionario: pecado se dice de tal modo, tres avemarías de tal otro. Pero muy pronto no quedó sino el idioma del invasor. Antonio de Nebrija, autor por esos mismos días de la primera Gramática española, lo resumió con simplicidad: “Siempre fue la lengua compañera del imperio”. La lengua castellana es muy bella, y en ella escribo esto, que podría estar escrito en tairona o en chibcha. Pero ¿es la mejor, por ser la que triunfó? Dos siglos más tarde el rey Borbón Carlos III expidió una real cédula proclamándola la única oficial del Imperio español, no sólo sobre las que aún se hablaban en América y sobre el tagalo de las Filipinas sino sobre las otras existentes en la península ibérica, como el catalán y el vasco, el gallego y el bable aragonés. Con resultados que todavía cocean.
Las únicas fuentes de esa historia son, pues, las crónicas de los propios conquistadores, y sus cartas, y los memoriales de sus infinitos pleitos. Estas son, claro está, sesgadas y parciales. Como le escribe alguno de ellos al emperador Carlos, quejándose de otros, “cada uno dirá a Vuestra Majestad lo que le convenga y no la verdad”. Y, en efecto, las distintas narraciones se contradicen a menudo las unas a las otras, muchas veces deliberadamente: cada cual quería contar “la verdadera historia”. Así, fray Pedro Simón cuenta unas cosas y Jiménez de Quesada otras, y otras más el obispo Fernández Piedrahíta, y otras, “en tosco estilo”, Juan Rodríguez Freyle, y Nicolás de Federmán da su propia versión (en alemán), y Juan de Castellanos escribe la suya en verso. Con lo cual otro poeta, Juan Manuel Roca, ha podido afirmar cinco siglos más tarde que la historia de Colombia se ha escrito “con el borrador del lápiz”. Desde el principio.
Puñalada trapera
Cristóbal Colón había pisado fugazmente en su cuarto y último viaje playas que hoy son colombianas en Cabo Tiburón, en la frontera de Panamá. Y fue por Panamá y el golfo de Morrosquillo por donde empezó la colonización de la parte de la Tierra Firme bautizada como Castilla de Oro, que iba desde Urabá hasta Nicaragua y Costa Rica. Allí fundó Balboa, el descubridor del Mar del Sur, la ciudad de Santa María la Antigua del Darién. Y allí su siguiente gobernador, Pedrarias Dávila, inició el régimen de terror tanto para indios como para españoles que iba a caracterizar tantos de los gobiernos subsiguientes: por su crueldad desaforada Pedrarias recibió el apodo latino de