Maruja Torres
Fácil De Matar
© Maruja Torres, 2011
Para Nuria Tesón y Miguel Ángel Sánchez,
que me regalaron la Esfinge en un cumpleaños decisivo.
Y aprendí a reírme del Tiempo.
Ésta es una obra de ficción. Los personajes -excepto cuando pertenecen a las crónicas o los libros de historia-, como los nombres, apellidos, la situación social y las relaciones de amistad, de parentesco, sentimentales o eróticas que tienen, así como las instituciones, son fruto exclusivo de mi imaginación. La ciudad, Beirut, aparece tal como la ve mi protagonista. Su visión no es la mía.
Si existe alguna coincidencia, la rechazo de plano desde ahora mismo.
M. T.
Lunes, 28 de septiembre de 2009
Tony Asmar inclina levemente el torso hacia su imagen. Se reverencia mientras habla por el móvil. Su voz posee el tono medido de quien desea resultar convincente ante alguien al que considera superior.
– Tranquilízate. Llegaré según lo previsto. En mi cartera, no os preocupéis. Copia única, desde luego. Nadie más, ¿cuántas veces he de repetírtelo? Ni siquiera -vacila medio segundo, nada que pueda resultarle perceptible a su interlocutor- mi esposa. Te avisaré en cuanto entre en Beirut. Ya sé que los lunes son infernales. Por eso salgo temprano.
Corta la comunicación sin dejar de mirarse. Es su espejo predilecto, regalo de bodas de un ex presidente de Francia amigo de su familia. El marco, dorado, reproduce el formato de dama despatarrada de la Torre Eiffel. Impaciente, Asmar pulsa una tecla de llamada rápida. Lo piensa mejor, desiste. Un corto intervalo y marca de nuevo. Para esta conversación usa un tono distinto, desenfadado.
– ¿Marwan? Iba a llamarla, pero es demasiado pronto. ¿Va todo bien? Claro que sí, no te ofendas, los dos tenemos fe ciega en ti. Deja que duerma.
Cora se ha sometido durante el fin de semana a una cura intensiva de belleza, aprovechando un nuevo y carísimo procedimiento que el doctor Marwan Haddad ha importado de París. Y lo hace por él. Por el tonto de la familia.
Se pone de perfil.
– Un fin de semana magnífico, solitario. He pensado en mis cosas -continúa-. No, ningún problema. Me duele mucho menos, no te preocupes. Mais non, pas de tout! Tu antiinflamatorio obra maravillas. ¿Cenaremos mañana los cuatro? Tendré algo que comunicaros, creo que te alegrarás por mí, y que podré contar contigo.
Suelta una carcajada.
– Mañana. Ten paciencia. Tú mismo lo repites siempre: si en Líbano quieres mantener un secreto, es mejor que carezcas de secretos.
Finaliza la conversación con uno de esos pajareros saludos árabe que contienen varios habibi o querido mío. Aprieta la tripa, aplastando contra el ombligo la mano con la que sostiene el teléfono. La vida de casado redondea un poco su figura, que nunca ha sido demasiado alta ni demasiado baja. Ni demasiado nada. Tony, el más vulgar de los Asmar, en todos los aspectos. O eso dicen.
Pero su esposa. Ah, su esposa. Cora Asmar, nacida Jimeno. Su deslumbrante cónyuge. Su yegua española.
Desde hace siglos los Asmar, una dinastía cristiana de hombres necesarios para el país, se cruzan con las mujeres Ghorayeb, gallinas ociosas procedentes de la misma cepa del maronitismo cerrado, aunque armadas con garras de halcón. Él ha sido el único que ha roto la regla. Sangre nueva para la familia. Ideas nuevas. Tiene tanto que dar, Tony. A los suyos, a Líbano.
Aún le duele el tobillo izquierdo. Se lo lastimó cuatro días atrás, jugando al tenis con Marwan en el club. Nada importante, una tercedura. Pocas horas después supo que su propuesta había sido aceptada, que Kamal Ayub, conocido como el Anciano -el más alto exponente del Partido de la Patria, reverenciado por todos- había accedido a recibirle en privado. El dolor, pues, le recuerda ese momento de exaltación; no empaña su ilusión por el futuro que le aguarda. Un futuro en el que Cora podrá permitirse caprichos que ni siquiera ella es capaz de imaginar. Hay más. Su familia. En veinticuatro horas, los suyos descubrirán el verdadero rostro del hijo menor. Y será el rostro de un vencedor, de un líder. Alguien digno de llevar su nombre. El más digno de los tres hermanos.
Un salto por encima, después del cual nadie se atreverá a reclamarle deudas. Pisará cabezas.
Cabezas, cúspides, Líbano.
Sale a la galería acristalada y observa la pendiente que, a sus pies, se extiende hasta el valle, verde y húmeda. A esta hora, el cielo tiene el color y el significado de la enseña del Partido de la Patria, que los Asmar ayudaron a fundar, y del que forman parte como las raíces de estos árboles. El cielo es un casco turquesa que la bruma procedente de barrancos y abismos no logra horadar, de un azul purísimo, virginal, un azul cristiano contra el que se estrella la mugrienta ceniza de los otros.
En pocos meses la nieve blanqueará las cumbres, las pistas de Faraya rebosarán de esquiadores. Él mismo y Cora disfrutarán del que es su deporte favorito, junto con la navegación, que suelen practicar en Marbella o Montecarlo, a bordo de un yate o de otro, siempre en una embarcación ajena, por préstamo o por invitación. Basta de humillaciones.
Su Cora, su futuro, su Líbano. Un país en el que, como suele apostillar irónicamente el doctor Haddad, por la mañana se puede arrojar colillas a la nieve y, por la tarde, escupir en el mar. El bueno de Marwan, que ha estudiado medicina en España y obtenido un Millenium Award en un Congreso de Estética de Miami. Entregado por completo a la dirección de su clínica de Hazmich, el doctor está muy bien considerado por los prebostes de la confesión suní, que por ahora domina el país con la complicidad de gran parte de los cristianos, entre ellos, los Asmar, y ante la fiera oposición de chiíes y de aliados cristianos de otros partidos. De quererlo, Haddad podría erigirse en cabeza suprema del cuerpo médico libanes y hacerse aún más rico. Quizá espera su momento, como él.
Este momento, el de vencer la bruma.
Regresa sobre sus pasos y vuelve a mirarse en el espejo francés.
Instante único. Anticipación.
Coge el maletín, que le espera en el suelo del descansillo, junto al bargueño en cuya superficie reposan un voluminoso rosario de madera de cedro y la fotografía del padre de Tony, muerto a manos de sus rivales cristianos durante una escaramuza que tuvo lugar en las montañas, veinte años atrás, al final de la guerra civil. Apenas dirige una ojeada al rostro arrogante del hombre ataviado con uniforme de camuflaje, pero se inclina y besa la cruz. Un gesto instintivo que los Asmar realizan siempre, al entrar o salir de cualquiera de sus mansiones, en las que no faltan símbolos de su fe. En esta ocasión, al entornar devotamente los ojos, aprieta los párpados unos segundos más que de costumbre.
Abandona la casa.
El chalet, construido al estilo suizo, es grande y dispone también de una salida posterior que da a un camino de bosque y que permanece franqueable durante el día. Varios sirvientes cuidan la mansión y la mantienen libre de curiosos y extraños.
Se dirige al Camaro 2010, aparcado en el jardín. Azul eléctrico y todavía cubierto de rocío, el auto resplandece como un joven tiburón, sin cicatrices. Podría haberlo guardado en el garaje pero le agrada exhibirlo, aunque sólo sea para los huéspedes del lujoso hotel Grand Liban, situado unos cien metros más arriba.
El Camaro es de Cora, se lo regala él por su primer aniversario. Ella le ofrece, a cambio, su embellecimiento en la clínica de Marwan -que también paga él-, y que Cora no necesita, pero así es su mujer, quiere ser la más guapa. Tony encargó el Camaro a Chevrolet, a través de un amigo muy cercano a la oficina comercial de Estados Unidos. Este modelo todavía no ha llegado a Beirut. Permitió que su mujer lo condujera durante unas horas, lo justo para presumir de coche y marido con sus amigas, pero este fin de semana se ha dado el gusto de manejarlo él. «Te lo domaré mientras permaneces en la clínica poniéndote todavía más linda. Vas a ser la más admirada de la ciudad. Mi dama española. Mía y sólo mía.»
Página siguiente