José Antonio Vázquez Taín - Matar no es fácil
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- Libro:Matar no es fácil
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2015
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Matar no es fácil: resumen, descripción y anotación
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A todas las víctimas olvidadas
Hay una vieja tradición que dice que un día del año el Libro de la Vida debe abrirse para inscribir a todos los que han nacido y todos los que han muerto, y se extiende hasta el punto de incluir los distintos medios de extinción y eliminación en este Valle de Lágrimas. Es una larga lista tétrica que empieza así:
«¿Quién en el fuego? ¿Quién en el agua?».
Leonard Cohen
El proceso de la enseñanza tiende a esquematizar los conceptos para facilitar el aprendizaje. El problema surge cuando, en esa simplificación de ideas, se eliminan aspectos esenciales del verdadero significado de las cosas. La educación religiosa no es ajena a este recurso, y, de hecho, lo utiliza como una vía eficaz para llegar a más personas —no debemos olvidar que, en cualquier religión, la asimilación y el seguimiento se colocan siempre por encima de la comprensión y el entendimiento—. Así pues, la sintetización ha ayudado a la Iglesia a superar barreras culturales, logrando que distintas mentalidades asimilen los mismos dogmas de fe, a partir de un esbozo esquemático que permite que en cada lugar se pueda añadir alguna pincelada propia e incluso incluir alguna creencia autóctona.
Fruto de esta simplificación, la mayor parte de la población cree que los pecados capitales tienen su origen en las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, o, cuando menos, que surgieron como dogma de la Iglesia. Pero, lejos de ser así, solo algunos exégetas de la Biblia, tratando de encontrar algún tipo de intervención divina en su enunciación, defienden la existencia de referencias a este o a aquel pecado en algunos versículos —muy aislados—, si bien deben reconocer que en la Palabra de Dios no hay menciones expresas, ni mucho menos sistemáticas, de las siete lacras de las que hablaremos en este libro.
La Biblia señala los diez mandamientos como las leyes que deben guiar el comportamiento humano, y la Iglesia pone el ejemplo de los Santos Padres como el único a imitar. Es en el año 380 de nuestra era cuando por primera vez un doctor de la Iglesia, Evagrio Póntico, realizó un estudio sobre las ocho tentaciones que, según él, arrastraban al hombre a la condenación eterna y destruían su alma: la lujuria, la avaricia, la gula, la acedía, la ira, la soberbia, la vanagloria y la tristeza. Pero Evagrio era un monje anacoreta, retirado del contacto mundano, y sus escritos tardaron siglos en ser estudiados. De hecho, habrían de pasar doscientos años, ya a finales del siglo VI, para que el papa Gregorio Magno enumerase oficialmente cuáles son los principales peligros para la salvación humana. Su listado no varía mucho del de Evagrio, y señala los siguientes: la vanagloria, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.
Si nos paramos a analizar el momento histórico en el que surge esta lista, entenderemos mejor el porqué de la misma. La Europa del año 600 era un mundo convulso, violento, sin estructuras de Estado estables —el Imperio romano había desaparecido— y las guerras y los asesinatos se juntaban con las enfermedades en las causas de los fallecimientos. Posiblemente, la Iglesia católica buscaba, a través de los siete pecados capitales, poner un poco de orden en esta sociedad tan cruenta.
Avanzando un poco más en el tiempo, Santo Tomás nos ilustra sobre la naturaleza de estos pecados e indica que el término «capital» no se refiere a la magnitud o a la gravedad de la falta, sino a que su comisión es origen de muchas otras ofensas al Señor. «Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable, de manera tal que, en su deseo, un hombre comete muchos pecados, todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal» (Santo Tomás, II, 153: 4). Tomás sustituyó la vanagloria por la soberbia, y la tristeza por la pereza, ofreciendo así la enumeración definitiva y universal de los siete pecados capitales que ha llegado hasta nuestros días.
Pero estaba claro: no se trataba de ordenar las ofensas a Dios en función de su gravedad, sino de encontrar las raíces mismas de la perversión humana. Pero la sociedad medieval continuó siendo brutal y sanguinaria durante sus largos siglos de oscuridad, y así, en 1307, Dante Alighieri, cuando describe el infierno en su Divina comedia, no solo realiza la más gráfica de las descripciones de los siete pecados capitales, sino que, además, expone sus consecuencias. Dante recorre el infierno acompañado del poeta Virgilio y sufre la visión de los tormentos eternos con los que las almas de los pecadores son castigados. Desde entonces, las imágenes dantescas como ejemplo de los gravísimos padecimientos que esperan en la eternidad a los condenados han sido habituales tanto en el arte como en la literatura.
La España actual, con menos de un asesinato por cada cien mil habitantes, está muy lejos de aquella sociedad en la que un tercio de la población, al menos, moría a manos de su prójimo. Esta diferencia abismal nos puede suscitar una pregunta: ¿siguen siendo los siete pecados capitales el origen de la crueldad y de la perversión del hombre?
Las estadísticas hablan de que en nuestro país se produce un mínimo de 360 homicidios al año; es decir, casi una muerte violenta al día. La cifra puede parecer alta, pero recordemos que tan solo diez años antes el número ascendía a 560. En cualquier caso, en ese dato únicamente se incluyen los fallecimientos en los que ha quedado probada la intervención humana. Es imposible adivinar, ni siquiera por aproximación, cuántos cadáveres son enterrados cada año sin que nadie sospeche que la mano del hombre ha sido la causa de la muerte.
Este libro pretende aproximar al lector a los tipos de homicidios más frecuentes y aportar un análisis de sus orígenes y circunstancias. Los supuestos que se exponen han sido escogidos de entre la abundantísima «crónica negra» que encontramos en los medios de comunicación, bien porque hemos creído que contienen algún elemento definitorio de un determinado tipo de comportamiento, bien porque para su resolución se ha utilizado un método de investigación novedosa o una praxis jurídica llamativa.
Hemos pretendido profundizar —sin pretensiones científicas o morales— bajo la superficie de los arquetipos para descubrir ciertos detalles que normalmente se omiten en las noticias, pues son el resultado de un estudio forense más pausado que arroja cierta luz cuando la noticia se ha agotado periodísticamente.
Así pues, como hilo conductor en este recorrido, sigamos a Dante en su aterrador paseo por el infierno del alma humana.
Las culturas antiguas veneraban deidades relacionadas con la sexualidad, y no siempre como símbolo de la procreación o del origen de la vida. El sexo era entendido como un placer del que incluso los dioses disfrutaban. Es la primera gran religión monoteísta, el judaísmo, la que elabora un código ético en el que son rechazadas determinadas formas de sexualidad —hasta ese momento generalmente aceptadas—, como la homosexualidad y la masturbación, e incluso la práctica heterosexual es censurada si se realiza fuera del matrimonio o de forma compulsiva. Surge así el concepto de lujuria.
La religión católica, en su lenta evolución a través de los siglos, va pasando de considerar la lujuria como un pecado menor —e incluso se discute que Jesús la viera como tal— hasta calificarla como la más peligrosa tentación del demonio. Quizá el hecho de que el papa Gregorio impusiera, a finales del siglo VII, el celibato obligatorio a las personas consagradas a Dios generó en los ministros del Señor una especial aversión hacia el sexo.
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